(escrito en abril de 2004)
Últimamente escribo demasiado, escucho mucho y hablo menos. Me reúno con amigos a quienes hacía tiempo no veía. Converso, imagino, fantaseo y, luego, escribo. Sin ir más lejos, ayer, en un atardecer dominical y lluvioso, vi a un amigo con quien compartí zumo de cebada fermentada convenientemente embotellada en botellines e interesante plática. Este apreciado amigo me sirvió para ejemplificar, personificar, el concepto de lo que denomino balumba existencial.
Me comentaba, preocupado a la par que esperando algún consejo o hiriente comentario que lo avivara por mi parte, que su nivel de autoestima estaba a cero pelotero. Más tarde descubrí que también el nivel de riesgos que mi apreciado amigo estaba dispuesto a asumir era cero redondo. La ecuación resultaba obvia:
Si autoestima = 0 y asunción de riesgo = 0 ?
autoestima = asunción de riesgo
Esto expresado así, tan matemáticamente y de forma tan ininteligiblemente calculadora, tiene una lectura más popular —sabido es que la sabiduría popular es muy sabia— que viene a decir que si no te mojas el culo, no comerás peces a no ser que alguien los pesque por ti. Y como hoy en día eso de la pesca altruista no está muy de moda, probablemente termines muriendo de hambre o hastiado de ver pasar peces por delante de tus narices sin poder hincarles el diente.
Además, en este querido amigo mío confluyen las cualidades más peligrosas para darse a una tediosa y apática vida de apesadumbrada normalidad: una inteligencia tanto mayor cuanto más imperturbable es su pereza. Vamos, que es un vago de cojones, hablando castizamente.
Charlando con él, me vino a la mente una imagen esclarecedora. Me lo imaginé tumbado en el suelo con los brazos extendidos en un intento por abarcar la inabarcable bola enmarañada de las realidades del mundo que lo aplastaba sin poder quitársela de encima. Era la balumba existencial que aumentaba la fuerza gravitacional que lo oprimía contra el suelo de su propia pereza: un Homer Simpson treintañero y españolizado.
Comprendí que era misión casi imposible intentar ayudarlo. No obstante, ante su insistencia y su sobresaliente conocimiento del mercado bursátil, al cual no se dedicaba por el pavor que le daba verse con las nalgas humedecidas y sin pingües peces en sus manos, le receté un ordenador portátil para curar el mal que lo afligía. La receta se la di con cariño y sin la prescripción facultativa de un médico, sino con la de un barrendero que no debe barrer los problemas de las casas ajenas sin antes barrer los de la suya propia.
La idea era buena. Un ordenador portátil para ordenar su vida, para participar y protagonizar la película de la Bolsa, del índice Nikkei, del Dow Jones y del Ibex 35. Estoy convencido de que esa hubiera sido su escapatoria perfecta, pues ciertamente su inteligencia y capacidad de análisis son asombrosas; hubiera supuesto una inyección de energía muscular capaz de accionar sus rodillas para propinarle un chupinazo ganador a la dichosa balumba opresora, enviándola al carajo y, aliviado de la carga existencial, volver a sentir que el valor de la gravedad es ni más ni menos que 9,8. Sin embargo, dije al comienzo de este relato que mi amigo es tan listo cuan vago. Por consiguiente, retomando el lenguaje matemático:
Si, dado un conjunto vital, la
inteligencia = pereza
y la
autoestima = asunción de riesgo = 0,
el resultado no es otro que aguan babalumba balambambú…
Michael Thallium