Siguiendo con el anterior artículo sobre Cómo lograr que los niños se interesen por la música de concierto (Parte I), aquí regresamos con el fin de propiciar el debate entre las personas de lengua española. A continuación la traducción que he hecho del artículo de Robert Greenberg. Para leer el original en inglés, AQUÍ.
En mi anterior artículo, prometí ahondar en el debate sobre un tema que preocupa a muchas, si no a la mayoría, de las personas que visitan mi página web, me refiero al de cómo lograr que los niños se interesen por la música de concierto. Antes de sumergirme de lleno en el asunto, me ha embargado la necesidad de sentar las bases, de ofrecer una “obertura” para preparar lo que, espero, será un amplio debate.
Les ruego un poco de paciencia conmigo, porque tenemos todo el tiempo que queramos para hablar de estas cosas.
En los Estados Unidos se ha convertido en un pasatiempo quejarse de la situación de la educación musical en los colegios públicos. Lamento, en particular, el cese de los programas de banda y coral, programas que no solo enseñaban a los niños a tocar instrumentos y a cantar, sino, más importante, a contribuir (musicalmente) a una comunidad mayor, mil veces más grande que la suma de sus partes.
Una vez dicho eso, no echo de menos – ni por un momento – los tipos de clases de “apreciación musical” a las que yo estaba sujeto cuando era pequeño. Si mi experiencia en los colegios públicos de Willingboro, Nueva Jersey, durante los años sesenta es de alguna manera representativa – y sospecho que lo era –, entonces sugeriría que la apreciación de la música en el aula hizo más mal que bien. Estas sesiones, irremediablemente, las impartían bien intencionados “especialistas” que aparecían cuarenta y cinco minutos cada par de semanas, especialistas para los que nosotros – los estudiantes – reservábamos el comportamiento más despreciativo. El único recuerdo que aún conservo de esas sesiones (y recuerden que ME GUSTABA la música) se remonta a principios de la primaria cuando cada vez que la amable maestra que intentaba enseñarnos algo se daba la vuelta yo, con bolígrafo BIC a modo de cerbatana, le lanzaba una bolita al típico y voluminoso tocado de los años sesenta. En esto no me encontraba solo. Calculo que el 50% de los estudiantes (cualquiera que fuera el porcentaje de varones en la clase) hacían lo mismo. El hecho de que esas maestras no nos mataran en el sitio es un testimonio de su bondad y sentido del deber; estaban en su misión de iluminar a los bárbaros o morir en el intento. Sabe Dios lo que encontraría en sus cabellos al final del día.
Les bendigo a todos y les pido perdón con retraso.
Pero (¡finalmente!) vamos al asunto. No importa cuál sea la situación de la educación musical en los colegios hoy; no importa cuánto dinero consiguen recaudar y contribuir las asociaciones de padres y maestros después de los programas de música; no importa que tipo de divulgación de aula es proporcionada por la comunidad musical profesional, la responsabilidad última de inculcar respeto por una amplia gama de músicas recae (como siempre lo hace la responsabilidad) en los padres.
En mi propio hogar, hay personas que no están de acuerdo con esto y, si bien respeto su opinión (bueno, más o menos), creo que estoy absolutamente en lo correcto. Hay un viejo adagio que dice “si eres padre y quieres que tus hijos lean, lee y que ellos te vean”. El corolario musical dice “si eres padre y quieres que tus hijos aprecien una gran variedad de música, entonces pónsela y deja que oigan cómo la pones”.
Así pues: padres, depende de nosotros. Empezaré a proponer mis sugerencias mañana y, de nuevo, espero que los lectores contribuyan también.
Hasta el próximo artículo y esperando propiciar este debate.
Michael Thallium
Global & Greatness Coach
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