(Escrito en noviembre de 1999)
No importa dónde ocurrió ni si realmente ocurrió. Dicen que en una montaña, allá en lo alto. La llaman la montaña perdida porque nunca nadie la vio. Y si alguien la vio, no regresó para contarlo, sino para callarlo. Era la montaña de las cosas breves: de breves estancias, de breves deseos. Breve como la vida. Breve como el beso eterno.
Cuentan que a aquella montaña subió una joven. Una joven de pelo largo y endrino, de ojos verdes como olivas; su piel blanca como nube aterciopelada en medio de la luz celeste. Andaba lenta, quizás cansada, posiblemente cavilosa, seguramente triste. Ansiaba llegar a la cima, saberse sola para llorar. En el camino, tropezó con las ruinas de un castillo en otro tiempo seguramente habitado por marqueses, por duques o condes, por personas de otras épocas. De aquellas personas, de aquel lujo suntuoso, no quedaba más que una torre almenada resquebrajada por el paso del tiempo. Las más de las piedras que un día conformaron el castillo se amontonaban desordenadas al pie de aquella torre de mejores tiempos testigo; las demás se dispersaban pendiente abajo, como señales de un imperio caído. La joven del pelo endrino y los ojos de oliva se preguntó si ella habría habitado en otra vida aquel castillo. Pero no se detuvo a buscar una respuesta entre las ruinas: prosiguió su camino hasta llegar casi al cielo.
Una vez en la cima, miró y vio los pueblos pequeños, el río como una serpiente de agua, el horizonte lejano y todo más pequeño que cuando se está abajo. Entonces, se sentó en la peña y lloró desconsolada. De sus ojos de oliva brotaban lágrimas de aceite que caían de las mejillas al suelo de roca formando delicados hilos de desazón, de amor, de tristeza. Gritó al viento que le robara las palabras, que se llevara su voz, que se llevara sus besos, para no amar más, para no llorar, para no vivir. Pero el viento, juguetón y antojadizo, libre, no hizo caso, pues él sólo se lleva las palabras de las que se encapricha. Aquella joven del pelo largo y endrino, lloró aún más. Y así estuvo durante horas hasta que se puso el sol y las estrellas salieron como blancas mariposas. Entonces se dio cuenta de que se le había hecho tarde. La luna enjugó sus lágrimas; se levantó y comenzó a bajar por la montaña. Sin embargo, no había dado apenas veinte pasos cuando decidió mirar atrás una última vez. Grande fue su sorpresa, porque vio que no estaba sola. Justo en el sitio en que ella había derramado aceites de amor, se sentaba una vieja de pelo color de plata y largo como el tiempo milenario. La anciana dijo:
—Zoe, porque tu nombre es Zoe, ¿verdad? Ven aquí y siéntate a mi lado.
La joven de la piel blanca como nube obedeció sorprendida aún más de que aquella mujer supiera su nombre.
—¿Me llamas por mi nombre y no me conoces? ¿Tú quién eres?
—Ay, hijita, no quieras saber más de lo que no puedes entender —respondió la anciana dulcemente—. Dime, pues, ¿por qué has llorado tantas lágrimas? ¿Qué te aflige, jovencita?
—¿Qué me aflige? Que la persona que amo no me ama —contestó mientras que de sus ojos de oliva brotaban sendas lágrimas.
—¿Cómo es eso y cómo sabes que no te ama a quien tú amas?
—Mire, señora del pelo de plata, yo amé a un joven, le di a beber amor de mis labios y yo bebí de los suyos. Me regaló sus caricias… Me regaló una flor. Me dijo que me quería. Pero un día, me negó sus labios y se los dio a la joven a quien él amaba.
—Dices que amaste a un joven, ¿es que ya no lo amas?
—Sí… pero no puedo amarlo. Él es feliz amando a quien ama. La flor que me regaló está marchita. Me ha olvidado.
—Zoe, Zoe, Zoe —intervino la anciana con ternura y compasión —. Si lo has amado, él lo sabe. No llores. Y da gracias al viento por no haberse llevado tus palabras ni tu voz; a la flor, por no haber perdido sus pétalos. Sigue tu camino, y encontrarás lo que buscas. Quien te ha amado, te amará siempre. La vida es breve como un beso. Las personas no tienen dueño, son versos libres. No dejes que las lágrimas decoloren el verde de tus ojos, tú hermosa niña del cabello negro. Que no se marchite tu hermosura, porque eres hermosa.
Zoe acercó la mano al rostro de la mujer y sintió su piel suave como una caricia de nube. La miró de cerca y vio que era ciega.
—Sabes que mis ojos son verdes y que mi pelo es negro y, sin embargo, tus ojos no ven, ¿cómo puedes saberlo? —titubeó con asombro.
—Porque veo con el corazón, igual que tú; lo que pasa es que eres demasiado joven y no te das cuenta de ello.
Nadie supo más de aquella joven que respondía al nombre de Zoe. Algunas personas cuentan que la anciana, en realidad, era el espíritu de las almas enamoradas y que, aún hoy, se aparece en forma de perro… y, tal como viene, se va. Otras cuentan que el viento en la montaña sopla en las frentes para alegrar los amores perdidos de las gentes con besos de oliva y endrino…
Michael Thallium
Global & Greatness Coach
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