Decidí viajar de Madrid a Oviedo, esa Vetusta de “La Regenta” de Clarín, solo para la ocasión. Mi intuición me decía que no podía perdérmelo, que algo especial iba a ocurrir en La Noche Blanca del sábado 6 de octubre. Llegué a la capital del Principado de Asturias pasadas las tres y media, después de cinco largas horas de autobús. Me encaminé hacia la plaza de la Catedral de San Salvador, donde seis horas más tarde los carbayanos serían testigos de todo un acontecimiento. Paré antes a restaurar el estómago en “La Gran Vetusta” con fabes, merluza y arroz con leche. A las siete de la tarde me reuniría con Marco Antonio García de Paz, el director del coro “El León de Oro” —¡Ay, quien aún no los haya escuchado! ¡No sabe lo que se pierde!— para tener el privilegio de presenciar y disfrutar los ensayos del coro en una catedral vacía que, al anochecer, se abarrotaría de personas. He de decir que desde el comienzo sentí esa hospitalidad asturiana, sobria y noble, de todas las personas con quienes me encontré: desde el deán de San Salvador, don Benito Gallego Casado, quien me facilitó la tarea de observador y testigo acústico, pasando por los voluntarios de La Noche Blanca, hasta el canónigo don José María Hevia, quien había elaborado con entusiasmo de amante de la música, teólogo y astrofísico, el texto que iba de acompañar a las obras que sonarían esa memorable noche.
Vetusta despertaba a una noche blanca de oro y estrellas. Las nubes cubrían el cielo, y en las calles las gentes peregrinaban a la venerada catedral de la heroica y noble ciudad, donde un León de Oro les esperaba para cubrir de voces de estrellas el viejo templo y acercarles un universo sonoro con que abrigar sus almas: Rivedere le stelle, volver a ver las estrellas. Dos pases de media hora. Uno a las nueve de la noche y otro a las diez. En el programa, cinco compositores y cinco obras exquisitamente seleccionadas por Marco Antonio García de Paz; cuatro de ellas, primicias para los asturianos.
Comenzaba el recital con As one who has slept del compositor británico John Tavener con dos coros; uno pequeño, a modo de pedal vocal, en el pasillo de la nave central de la catedral y otro delante del altar. La obra de Tavener sirvió para eliminar ese a veces vasto vacío de la existencia humana introduciendo al numerosísimo público allí congregado en un estado de meditación. En ese estado, las voces de “El León de Oro” interpretaron Ich bin aber elend del alemán Johannes Brahms. El recital continuó con We beheld once again the stars (Contemplemos una vez más las estrellas), en cuyo pasaje central el compositor estadounidense Randall Stroope hace cantar y hasta casi gritar las insignias del mal. Más tarde llegó Duo Seraphim del letón Rihards Dubra, obra de gran belleza que refleja el canto celeste y el aleteo de los serafines. El recital concluye con Stars (Estrellas) de otro letón, Ēriks Ešenvalds, como colofón a la noche de los astros. Esta es una obra de bellísimas líneas melódicas acompañadas con los sonidos celestiales que producen las copas llenas de agua al frotar los dedos húmedos sus bordes. El público que abarrota la catedral aplaude y se pone en pie rendido ante las voces del coro originario de Luanco y agradecido por el mimo con que su director, Marco Antonio García de Paz, quiso acercar las estrellas a las gentes que allí acudieron. Esa noche, “El León de Oro” abrió un agujerito telescópico por el que se alcanzaron millones de años luz y se colaron las estrellas. Pasada la media noche, tomé el autobús de regreso a Madrid. Quienes conmigo viajaban, ignoraban que yo me había asomado a ese agujerito y que mis oídos fueron testigos de una maravillosa experiencia sonora.
Michael Thallium
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