Comienzo con una confesión íntima: solo me he leído un libro de Juan Bonilla e ignoro si alguna vez leeré algún otro más. Me muevo por impulsos caprichosos. Acabo de terminarlo hace apenas unos minutos. Y lo he disfrutado, porque a ambos nos aquejan enfermedades que se asemejan: a él la bibliomanía; a mí, la melobibliomanía. Los síntomas son parecidos: quien las padece siente un irrefrenable y placentero impulso a callejear por lugares inverosímiles hasta dar con librerías de lance y viejo en busca de algún libro que incluir a la particular biblioteca que uno atesora inútilmente. Por fortuna, el grado de mi enfermedad, si lo medimos por el número de ejemplares acumulados, es muchísimo más leve que el de Bonilla, aunque ya ha empezado la preocupante fase en que, por falta de espacio y exceso de vergüenza, escondo algunos libros entre la ropa que guardo en los armarios. Quizás Bonilla no esté aún en fase terminal y, probablemente, le queden bastantes años más de vida, porque esta enfermedad, curiosamente, te acompaña hasta la muerte, último remedio, al parecer y hasta la fecha, para su cura. Sin embargo, aún siendo mucho más leve en mi caso, al mal que me aqueja lo acompaña otro rasgo no menos preocupante que quizás lo agudice: a la acumulación de libros se añade, según temporadas e impulsos, la acumulación de música y una amenazante ruina económica. Tal es así que ha habido épocas en mi vida en que solicité a amigos o conocidos que no me dejasen, bajo ningún pretexto ni excusa, entrar en ninguna librería ni tienda de música. Pero no es mi intención hablar de mí, sino de La novela del buscador de libros en la que Juan Bonilla explica con maestría, humor y buena literatura las andanzas y desventuras de todas esas personas que nos pasamos la vida rastreando libros. No es un ensayo histórico bibliográfico, no. Ese ya existe, como bien relata Bonilla en su libro, y se llama Enfermos del libro de Miguel Albero. La novela del buscador de libros es “una memoria desordenada, porque la búsqueda de libros es así, desordenada, azarosa”; es una novela que infunde en quien la lee el ánimo de encontrar a autores supuestamente menores para decir, al rescatar alguno de sus libros: ¡vamos, levántate y háblale al mundo!
Antes de seguir con la novela de Juan Bonilla, creo oportuno relatar como lo conocí a él, no en persona claro está. En agosto de 2019, una buena amiga me invitó a pasar unos días, cerca de Rota, en tierras gaditanas, que yo aproveché para pasear al alba por las esmeriladas arenas de la playa que va de Costa Ballena a Chipiona y dedicar el resto del día a la lectura. Ese era un buen antídoto contra la picadura del gusanillo de tener que buscar librerías… pero el gusanillo me picó uno de los días y lo que en principio iba a ser una mera incursión en Rota y el Puerto de Santa María por ver si encontraba algún libro, se convirtió en una inesperada y breve excursión a Jerez de la Frontera. No lo pude evitar. Mis manos al volante y mis pies en los pedales maniobraron siguiendo ese impulso que solo conocen los buscadores de libros y a Jerez fui a parar. A quien se le diga que fui a Jerez para buscar, sin esperar encontrar, una librería en lugar de disfrutar de su casco antiguo y su vinito típico, pensará que estoy loco. Ya lo dije antes. Esto es una enfermedad. El caso es que tras callejear infructuosamente, me rendí a la evidencia. ¿Quién iba a encontrar una buena librería en Jerez cuando las hay en Madrid y puedo visitarlas cuando me dé la gana? El asunto es que cuando estaba a punto de encaminarme de regreso al lugar en el que había estacionado el coche, se me ocurrió preguntar a un viejito si sabía de alguna librería por la zona en la que me encontraba. Me indicó con las manos la boca de un callejón por la que había pasado varias veces antes sin entrar por suponer, erróneamente, que ahí no podría haber ninguna librería. Lo que para mí era una callejuela tiene el nombre de Calle de los Remedios, y en el número 9, se encuentra la librería El Laberinto. ¡Para mí fue todo un descubrimiento! Allí que entré y enseguida conjeturé que por los libros que allí guardaba el librero no era una librería cualquiera. Enseguida entablé una interesante conversación con él y le hablé de Chaves Nogales, de Andrés Trapiello, y de la Editorial Renacimiento que quería visitar unos días más tarde a mi regreso a Madrid y, ¡quién sabe!, con un poco de suerte quizás hasta pudiera encontrarme con Abelardo Linares. No supe hasta unas horas más tarde, porque lo busqué en internet, que el librero se llamaba Manuel Romero Bejarano y que también era historiador y escritor y que había sido el primer concursante del televisivo Pasapalabra que ganó un millón de euros. Pero cuando estaba hablando con él en El Laberinto ignoraba yo todo aquello, así que le debí de parecer uno de esos entusiastas buscadores de libros que se creen que lo saben todo. ¡Ay, nunca subestiméis a un buen librero! ¡Os dará sopitas con honda! Me dejé aconsejar y salí de allí con tres libros. El maestro Juan Martínez que estaba allí de Manuel Chaves Nogales, Claus y Lucas de Agota Kristof y un tercero que me recomendó al darse cuenta, supongo, de mi bibliomanía y de que yo le había preguntado si podía recomendarme algún escritor de Jerez: La novela del buscador de libros. “Es de Juan Bonilla”, me dijo. “¿Juan Bonilla? ¡En mi vida he oído hablar de él!”, repuse yo. El amable librero prosiguió diciéndome que Juan Bonilla renegaba un poco de Jerez, pero que si me gustaban los libros, ese libro era lectura obligada y que me encantaría.
Ignoro si Juan Bonilla reniega o no de Jerez, pues, como ya dije, no lo conozco en persona. ¡Allá que se entiendan los dos, librero y escritor! Ellos sí que se conocen en persona. Sin embargo, he de decir que la recomendación de Manuel Romero satisfizo mis expectativas y que yo también recomiendo la lectura de La novela del buscador de libros a toda persona que disfrute con buena literatura. Cierto que quien tenga dentro el gusanillo bibliófilo, no ya el bibliomaniático, lo disfrutará aún más, pero la compra del libro ya solo merece la pena para cualquier persona por el texto que va desde la página 221 a la 235 en la primera edición de la Fundación Manuel Lara de septiembre de 2018: “El libro que rescatas del mar de libros que se tiende ante ti es una criatura viva, está hecha de vida y su propósito esencial es, a través de ficciones o noticias, de historias antiguas o confesiones personales, prestarte algo de aliento, porque el aliento es ánimo y el ánimo es alma“.
Si Enrique Pezzoni, el traductor al español de Lolita de Vladimir Nabokov, coló en el diccionario una nueva palabra como “nínfula”, confío en que feminotaura, acuñada por Juan Bonilla en La novela del buscador de libros, llegue algún día también al diccionario para eliminar de los periódicos y redes sociales esa hoy tan abundante, facilona y vulgar de feminazi. Los buscadores de libros saben que los libros muertos están vivos. ¡La literatura bonilla y viva!
P.S.: bonillo, bonilla: adj. que es algo crecido y va siendo grande (según el Diccionario de autoridades de 1726: adjetivo diminutivo de bueno. Lo que es agraciado y bien parecido. Latín: bellulus, venustulus).
Michael Thallium
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La Literatura nos permite evadirnos de la realidad, nos permite huir del mundo que nos rodea, de todas las preocupaciones que forman parte de nuestro día a día. La buena Literatura es aquella que nos da la opción de desconectar del mundo real por un tiempo.
Gracias por su comentario. Sigamos viajando literariamente…
Leer ayuda a desarrollar la comprensión lectora, a ampliar el vocabulario y está relacionado con un mayor conocimiento tanto académico como práctico en los siguientes años
Sumergirte en la lectura no sólo te provee conocimiento; también mantiene en forma tu cerebro, e incrementa tu empatía. Es un hábito que, al exigir atención y compromiso, te proporciona grandes beneficios neuronales y espirituales.
Gracias por tu comentario.
Quienes hacen de la lectura un hábito tienen mayor capacidad de concentración en tareas cotidianas e incluso en aquellas que requieren de pensar demasiado. Además este enfoque constante e inconsciente, aumenta la capacidad de tomar mejores decisiones en el día a día, la cual para todos (lo creas o no) es limitada.