Hace poco tuve uno de esos raros privilegios que la vida otorga a quien espera sin esperar, es decir, a quien aguarda sin impaciencia a que se presente la ocasión, calva o con hermosa cabellera, para aprovecharla. Y la ocasión se presentó de la mano del maestro Cristóbal Soler, quien me invitó a pasar algunas horas de un fin de semana con futuros directores de orquesta. En realidad llevaba yo tiempo queriendo reunirme con él para afianzar eso que parece estar tan pasado de moda hoy: la amistad sincera. Y es que no hace tanto que lo conozco. La música nos unió en la Semana de Música Sacra de Cuenca en 2019, y la música volvió a unirnos ese fin de semana en la escuela de música Katarina Gurska de Madrid, donde Cristóbal imparte un máster en dirección de orquesta. Ese fin de semana estaba dedicado a la zarzuela. Nos habíamos enviado unos cuantos mensajes telefónicos los días previos y, finalmente, acudí a la cita con otro admirado amigo, el violinista Mikhail Pochekin, a quien yo quería que Cristóbal conociese en persona: no hay nada más precioso en la vida que el cultivo de las relaciones personales.
Para la mayoría de personas, los directores de orquesta son unos señores que muestran su espalda al público y que mueven los brazos arriba y abajo delante de los músicos de la orquesta y que, cuando termina la obra, se dan la vuelta y saludan al público. Para no pocos músicos, los directores de orquesta son personas —hombres y cada vez más mujeres— con mucho ego que se plantan delante de otros músicos con mucho oficio para llevarse el reconocimiento del trabajo de los demás que sí que verdaderamente hacen sonar los instrumentos. Y es que los directores de orquesta no tienen un instrumento propio… bueno, sí, su instrumento es uno muy especial, porque no pueden tañirlo, ni tocarlo ni soplarlo: la orquesta. ¡Y, sin embargo, suena! Luego hay otro grupo de personas, quizás minoritario, que sabemos muy bien la importancia que tiene un buen director de orquesta: su principal trabajo no lo hace el día del concierto, lo hace antes, durante los ensayos que nadie ve y pocas personas agradecen.
Pues bien, me encontré yo ese fin de semana madrileño en un aula de la escuela Katarina Gurska rodeado de aspirantes a eso que llamamos director de orquesta: chicos y chicas jóvenes —sí, hay directoras de orquesta, y cada vez más—, de distintos países (Cuba, México, España), que algún día, quién sabe, estarán en un podio dirigiendo las mejores orquestas. Dirijan lo que dirijan, lo de menos es si la orquesta es la mejor del mundo o no, pues son solo unas pocas personas quienes tienen el privilegio de dirigir a las más grandes y prestigiosas orquestas sinfónicas del mundo; lo que verdaderamente importa es que estos jóvenes den lo mejor de sí en cada momento independientemente de si la orquesta o el teatro donde actúen sea de primera, tercera o quinta categoría. Uno nunca sabe quién puede estar entre el público y la mejor tarjeta de presentación es haber dado lo mejor de sí en toda circunstancia. Si lo mejor de uno es un 5, entonces se da un 5, no un 4,5; si lo mejor es un 7, se da 7 y no 6,5; si lo mejor es un 10, se da 10,5. Y es que una de las características del buen director de orquesta es… la paciencia.
Resulta muy curioso observar cómo se forma un grupo de jóvenes aspirantes a la dirección de una orquesta. Frente al correpetidor (pianista) y los solistas, uno de los aspirantes dirige ante la atenta mirada del maestro, en este caso, Cristóbal Soler. Los otros jóvenes directores, desde sus asientos, también dirigen a su manera. Es como si uno estuviese en una clase de taichí: mueven los brazos y las manos en silencio, acariciando el aire, rasgándola cuando toca al son de la música; gesticulan, ponen caras extrañas, cierran los ojos, los abren como si se les fueran a salir de las órbitas… El lenguaje no verbal es quizás lo esencial de la dirección orquestal. El maestro Cristóbal Soler hace parar a quien dirige para corregir, comentar y… “proponer”. Y es que el director de orquesta ha de comprender que su vida se basa en la propuesta y no en la imposición. Y para proponer bien, uno ha de tener las ideas claras y hablar lo menos posible. Menos es más. Un director de orquesta es un maestro que da forma al silencio para convertirlo en música, un domador del ego, el suyo y el de los músicos que tiene delante de él. Por eso insiste Cristóbal Soler en la formación integral del director de orquesta. Y pone de ejemplo a Erich Kleiber. La música es humana: quienes la escriben y la interpretan son humanos. La lucha de un buen director de orquesta es la de dominar su propio ego para hacer que sintonicen los muchos egos de los músicos de la orquesta para conformar un resultado único y acorde. ¡Pobre del director que menosprecie la sabiduría de un correpetidor o de un sencillo músico de orquesta! Por supuesto que la técnica es importante, pero la característica más importante de todas para un director de orquesta es algo que muchas personas obvian y en lo que insiste una y otra vez Cristóbal Soler: ¡ESCUCHAR! Solo de la verdadera escucha puede surgir la humildad de saberse en una posición privilegiada para que sean otros quienes brillen: la orquesta, ese raro instrumento que ningún director podrá jamás asir pero que, sin embargo, sonará maravillosamente una vez vencida la batalla de los egos.
Dirigir una orquesta es dirigir la propia vida. Que a nadie le quepa duda de que es una labor que dura toda una vida y que hay que cultivar todos los días, poco a poco, como se cultivan las relaciones humanas, como se cultiva un huerto del que a la sazón surge el efímero fruto. Ese huerto vital y sonoro requiere dedicación y mucho esmero para que se mantenga fértil. El fruto se goza, el huerto se vive. Y solo al escuchar comprendemos la vida.
Michael Thallium
Global & Greatness Coach
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