«Mira, escucha lo que te digo: el único que aprende en cabeza ajena es el peluquero. Así que cuando veas a alguien hostiarse, sé peluquero», eso fue lo que le dijo un buen día don José Conde a su nieto. Y ese consejo se le quedó grabado en la memoria como al espía que engulle el mensaje secreto de la misión vital que le asignan. Solo que él no es espía. Han pasado ya algunos años de aquel día y muchos más desde que nació hace 33. Su otro abuelo, el padre de su padre, tenía una mujer que mandaba mucho —consuegra de don José Conde, el del consejo de ser peluquero cuando el error azota en cabeza ajena—, quien le dijo que eso de ser músico no era vida y que encontrara otro empleo. Así que José Fortes se hizo mecánico y de eso vivieron. Don José Fortes tuvo un hijo, José Luis, que le salió quijote guitarrista y rockero, al que nunca enseñó música porque, total, para el tipo de canciones que iba a tocar, con cuatro acordes iba más que servido. Eso les mantuvo enfadados un tiempo. Don José Conde tuvo una hija, María Victoria. José Luis Fortes y Maria Victoria Conde se casaron y tuvieron un hijo que les salió con oído absoluto. Es aquí donde quisiera mencionar una corazonada que tengo y que dará un giro asombroso a esta historia, como veremos, más adelante.
El hijo de Jose Luis y Victoria quiso ser oboísta y lo fue con gran éxito. Viajó y tocó el oboe en muchas orquestas. Orquestas jóvenes y, después, orquestas profesionales. Trabajó con grandes directores. En un bar de París, antes de los ensayos con la orquesta, sin saberlo, estuvo desayunando durante unos meses con Pierre Boulez. Entonces tenía 23 años y una prometedora carrera como oboísta. Pero París, igual que lo encumbró, le trajo también la primera fruta amarga y difícil trago de su vida. Una distonía labial le hizo dejar de tocar el oboe. Con ella llegó el foso de la depresión. París le arrebató el oboe y con él también se fue una novia enfermera a quien no podía dar una vida en familia. «Cuando la lluvia viene hostigada, hay que agarrar bien el paraguas», eso no se lo dijo el abuelo; eso lo digo yo.
El oboe se fue pero llegó la dirección orquestal. Del foso de la depresión pasó al foso de la orquesta, con humildad, decisión y mucho entusiasmo. Tomó el camino lento pero seguro del buen aprendizaje y siempre que alguien se hostió, fue peluquero. Empezó con bandas de pueblo y orquestas juveniles, cuidando el gesto de las manos y la expresión de los ojos que lo dicen todo; pernoctó en hoteluchos para asistir a otros directores más reputados y dirigió orquestas sin sueldo ni más beneficio que el de mostrar su arte a quien tuviera ojos y oídos. Para él los números 440, 435 o 432 guardan todo el sentido que no tienen para el resto de los que carecemos de oído absoluto. Por eso el Barroco lo vuelve loco. Comprendió muy bien que para ser un director completo, como decía Erich Kleiber, tenía que dirigir opereta, dirigir zarzuela, comprender la música y a los músicos. Ser humano. Y entonces le llegó la oportunidad de dirigir una orquesta profesional.
Pero el destino a veces se obstina en seguir ofreciendo fruta amarga y, a los 32 años, le llegó otro difícil trago: su padre, el quijote que un día aprendió cuatro acordes soñando ser guitarrista de rock, dio su espíritu, quiero decir que falleció. Lo pasó mal, como toda persona a quien se le muere un padre. Y se refugió en Allariz, la villa gallega de donde es oriundo. Allí lo pueden ver dando paseos con el perro, conversando afablemente con sus paisanos, con amigos y convecinos que ignoran que ahí tienen un amigo y un vecino cuya carrera musical hará famosa a esta villa en los mejores fosos orquestales del mundo. Porque, y es aquí donde esta historia da un giro asombroso —ya mencioné mi corazonada— siendo Galicia tierra de hechicerías, de meigas y meigos, lo que muy pocos saben es que para el 58º cumpleaños de Maria Victoria, viuda de José Luis, su hijo pasará el día con ella después de una semana de ensayos en Madrid —humilde y siempre aprendiendo— y cuando se abracen, los espíritus se conjurarán y los astros se conjuntarán para que las manos y el rostro del meigo de Allariz embrujen sin embelecos a las mejores orquestas del mundo. No les he dicho cómo se llama para que no lo olviden. Su nombre es Diego Fortes.
Michael Thallium
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