Indecente. Esa fue la palabra que no dijo, aunque sí se sirvió de su definición, «no ser decente», para endilgarle a su adversario político un tanto que, a la postre, no le dio el rédito electoral que esperaba, porque perdió las elecciones y, meses más tarde, tuvo que dimitir del cargo de secretario general de su partido. Pero aquella noche de finales de 2015, en un debate televisado para todo un país, el joven y limpio aspirante a presidente de gobierno le metió con calzador el zapato de la honradez a quien tenía sentado al otro lado de la mesa: «Si usted sigue siendo Presidente del Gobierno el coste para nuestra democracia y para la institución que usted quiere representar es enorme, porque el Presidente del Gobierno tiene que ser una persona decente y usted no lo es». Recuerdo que cuando, desde mi casa, le oí decir aquello, pensé que el zapatero que había ornado esa frase para contentar al electorado afín, había firmado la muerte política de quien la espetó. Eso es lo que ocurre cuando se hace política a golpe de inmediatez de redes sociales. Un pensamiento se me cruzó por la cabeza: esta es su muerte política —ignoraba, claro está, la poderosa fe en la resurrección—. El adversario, mayor y más experimentado que el aspirante, aunque mantuvo el temple, le respondió con unas palabras premonitorias: «He sido un político honrado, como mínimo tan honrado como usted. No olvide lo que le voy a decir ahora, Sr. Candidato. Usted es joven. Usted va a perder estas elecciones. Y por esto que ha dicho no va a ganar usted estas elecciones. De eso se puede recuperar uno, de una pérdida electoral. De lo que no se puede recuperar uno es de la afirmación ruin, mezquina y miserable que ha hecho usted hoy aquí. De eso no se va a recuperar usted nunca».
El asunto es que, en un alarde de resistencia —amén de carambolas vitales y políticas—, en menos de cinco años, el aspirante resucitó, regresó a la política e incluso llegó a ser Presidente de la nación. Ya tenía lo que quería: el poder. La ocasión la pintaban calva. Sin embargo, el azar y la Naturaleza, que piensa mucho más rápidamente que el ser humano, lo puso en 2020 ante el espejo de la decencia recetándole la medicina que cinco años antes había prescrito a su adversario. La liza política estaba en saber quién era más feminista, más progresista, más plurinacionalista, más populista… Sin embargo, como por ensalmo, apareció un virus con corona que reinó sobre muchas democracias del mundo y se cebó con la del Resistente Resucitado. Mientras el virus iba proclamando su absolutismo sentenciando a muerte indiscriminadamente a sus súbditos, el Gabinete del Gobierno —especialmente el Presidente, un Vicepresidente y una de las ministras— alentaba contumazmente, por razones meramente políticas, a que, un domingo de marzo de 2020, millones de mujeres se concentraran para manifestar su libertad y feminismo. No pasaba nada. El virus no era tan malo. A los pocos días de esa manifestación, el Presidente Resistente Resucitado, proclama un toque de queda que confina a millones de personas en sus casas: el virus es muy malo, tiene corona. Luego, el virus se extendió y mató a más de 5.000 personas en menos de lo que canta un gallo… y siguió sentenciando a muerte a quien le dio la real gana.
El Presidente Resistente Resucitado tenía el poder y había tenido los datos, las estadísticas y los avisos de las Instituciones Internacionales de Salud que, claramente, decían que había que evitar las aglomeraciones de personas y promover el aislamiento social… La Naturaleza pertinaz puso al Presidente —junto a alguno de sus secuaces de Gabinete— frente al espejo de la decencia. Muchas personas tuvieron que acudir al diccionario para refrescar el significado de la decencia. Fue entonces cuando un pensamiento cobró para mí todo el sentido del Universo: «Sr. Presidente, no olvide lo que le voy a decir ahora. Ignoro si esta afirmación es ruin, mezquina y miserable, pero si usted sigue siendo Presidente del Gobierno el coste para nuestra democracia y para la institución que usted representa será enorme, porque el Presidente del Gobierno tiene que ser una persona decente y usted, a la vista de lo ocurrido, no lo es. Eso tiene un nombre: indecente».
P.S.: El gran misterio fue que la imagen del Indecente nunca se reflejó ante el espejo de la decencia. Resistió, resucitó y regresó. Jamás se supo si se cumplieron las palabras de quien fuera su adversario político: «De esto no se va a recuperar usted nunca».
Michael Thallium
Global & Greatness Coach
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