Siempre que lo mira, el mar, le vienen a la memoria recuerdos de juventud, de cuando era niña. Aunque nació lejos de él, el Mediterráneo ha sido testigo de sus pasos en la tierra y de sus esperanzas en el cielo. Ahora, una vez más, como tantas otras después de tantísimos años, camina sola por la playa entre recuerdos, murmullos de olas y olor marino. Le gusta sentir esa sensación del pie desnudo que se hunde en la arena mojada dejando huellas efímeras que desaparecerán quién sabe si con la siguiente ola o cuando la marea ascienda para calmar la sed de la arena ardiente e insaciable. Huellas de paso, como las vidas de tantas personas en este mundo. A veces se detiene para sentir el agua que le moja las pantorrillas y borda un festoncillo de salitre en el dobladillo remangado del pantalón. Cuando la brisa sopla por sorpresa para volar sombreros, Pilar pone una mano en la copa de la pamela para que no eche a volar del nido de su cabeza. Así, mirando al sur en el horizonte del mar, con la mano posada en la cabeza, su figura parece una de las de un Sorolla moderno que resucitara para pintar todos esos matices de luz que no esquivan el ojo de un artista…
Pilar se cansa mucho al andar. Tiene un corazón tan grande como débil, que ya no bombea con el brío de su juventud, pero que se ofrece con toda generosidad a los demás. No en vano ha pasado buena parte de su vida auxiliando a los niños de las pateras en una casa de acogida y, más tarde, cuidando a los viejitos de un geriátrico. Ahora la vieja es ella, aunque su espíritu joven bebe la vida con toda la gana de quien quiere apurar hasta el último sorbo de la existencia. Desde que se jubiló dedica tiempo a la lectura de libros y a su nieta. Ahora, frente a esas aguas glaucas que refrescan sus pies, anhela tener cuantos más sorbos de vida posibles para disfrutar de la pequeña. Su vida no ha sido fácil… ¿Me habré equivocado al casarme con mi marido? Pilar tiene tres hijas y muchas amigas. Es una mujer alegre. Cuando desciende al infierno de la convivencia en casa, se cuida de transitarlo con sigilo parar emerger radiante a la luz de sus hijas y de su nieta. Si no se hubiera casado, ellas tampoco existirían. Así que se contenta con su desgracia de esposa sigilosa para obtener la gracia de la felicidad como madre bondadosa y abuela jovial.
Los ojos de Pilar se pierden en el horizonte mientras la brisa juega a arrebatarle la pamela sin éxito. Ignora por cuánto tiempo más su corazón seguirá latiendo. Sabe que el final está más cerca, pero también que apurará cada gota de dicha que le traiga la vida. ¿Cómo hubiera sido mi vida si…? No. Eso ya no importa. La brisa cesa y una calma vespertina abriga la arena y el mar. Pilar respira hondo una vez más la fragancia marina de ese Mediterráneo que siempre la acompaña. Sonríe. Sabe que al volver besará a su nieta y que cada uno de los besos, aunque su nieta ahora lo ignore, será como el último beso que le dé algún día antes de que la debilidad de su corazón venza a la grandeza de su espíritu. Por eso mira ahora tanto al horizonte, al sur, para que dentro de algunos años, cuando una mujer a la que hoy besa y abraza como a una niña se pare frente al mar y esculque el horizonte en busca de respuestas, encuentre el consuelo de quien tantas veces caminó por la playa hundiendo los pies desnudos en la arena. Sí, ella, aunque ya no esté, le traerá esperanzas del cielo con fragancias de agua marina. Pilar y el sur…
Michael Thallium
Global & Greatness Coach
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