Nos estrechamos la mano. Era su cumpleaños. Una tarde calurosa de junio en una caseta del Retiro madrileño. Yo había ido allí porque a A. le habían publicado dos libritos en una colección de brisas andaluzas —a él, que es castellano viejo, bueno, leonés— y gobierna. No soy de que me firmen nada. Quiero decir, que no colecciono autógrafos ni dedicatorias. Sin embargo, le pedí que le dedicara los dos libritos a mi sobrino, que pronto cumplirá siete años. De camino a la caseta había pensado que no estaría mal que algún día, dentro de a saber cuántos años, a mi sobrino acaso le diera por leer alguno de esos dos libritos. Claro, eso si para cuando yo muera, todos esos libros que atesoro no acaban antes en la basura o en algún baratillo sin que nadie siquiera se digne hojearlos. Un destino muy probable. Los libros de muerto, como su ropa, estorban y, lo peor de todo, ocupan lugar, como el saber: ¿pues quién a estas alturas se cree ese cuento de que el saber no lo ocupa? En esas cábalas andaba yo antes de encontrarme con A. Cuando por fin le entregué los dos librillos para que los firmara, le dije: “Dedícaselos a mi sobrino, se llama Oliver, tiene seis años. Es el único heredero que tengo y, si los libros que poseo no acaban en la basura cuando me muera, quizás los lea algún día.” A., que es complaciente, le dedicó el primero, pero al tomar el segundo dijo: “Este te lo dedico a ti”. Y con los dos libritos que me fui a mi olivo. Luego, al leer el que me había dedicado, una colección de artículos escritos doce años antes, supe que las cosas no ocurren por casualidad: “siempre supe que estos articulitos, de tener lectores algún día, sería muchos años después. Ha llegado ese momento. Y tampoco muchos lectores. Me basta con uno. Me basta contigo”. Extraño escritor este; extraño lector yo.
Ahora que han pasado tres días desde aquel encuentro, llego a tres conclusiones: a fecha de hoy sólo tengo un heredero, no hago aprecio de las firmas y sí, atesoro esa amistad que no requiere de frecuencia para que A. y yo, en alguna parte, alguna vez, compartamos nuestras parrafadas.
Y mientras tanto, la vida pasa como brisa que mueve la gobierna de nuestras ilusiones y anhelos.
Michael Thallium
Eres genial, me gustan e inspiran tus breves escritos.
Muchas gracias por compartirlos