A uno le va quedando menos para que lo envíen a las trincheras de la batalla por la vida. Algún amigo anda ya por allí, en esas posiciones más avanzadas donde el silbido de las balas rachea los oídos y vuelca los corazones. Pero nunca se está a salvo. No hace falta estar en la trinchera para que le llegue a uno en cualquier momento una simple bala fría que acabe con su vida. Esa, la vida, podemos perderla en cualquier momento; la muerte siempre se gana, nunca se pierde. Lo que muchos quisiéramos es ganarla en una partida larga con cartas propicias para disfrutar de la victoria en unos cuantos juegos. No importan las cartas, apuntaría más de uno, sino cómo se juegan. Y no está mal el apunte, aunque mejor que de mano le toquen a uno buenas, sobre todo si el juego es de azar que, como Emilio Pascual dice, no es sino otro de los nombres del destino.
Al buen amigo de la trinchera le preocupaba ayer, Día de Todos los Santos, que la coexistencia de las dos Españas peligrase si se desentierra el silencio. Se refería al silencio de todos esos cadáveres enterrados en fosas comunes durante la Guerra Civil y la dictadura de Franco. Sus familiares no pueden acudir el Primero de Noviembre a ningún cementerio para honrar su memoria. Hablaba Jesús Herrán —y hablaba con buen tino—, el amigo en las trincheras, de desenterrar sin ruido.
«La democracia es la esperanza del incauto y la estrategia del ladrón», escribió Nicolás Gómez Dávila. Frente al desenterramiento silencioso entre las dos Españas, hay una tercera, cuarta y quinta Españas que vemos con asombro, cabreo y decepción la amnistía que plantea un presidente en funciones para conseguir los votos que le faltan. ¿Por España? ¿Por cuál? ¿La primera, la segunda… la quinta? No, por su propio interés. Para él pide uno, en el Día de los Fieles Difuntos, un destierro con ruido, con el mismo ruido que él mismo procuró para el desentierro de un dictador.
Michael Thallium