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Perspectiva 650.000 retomada

Hace cinco años escribí Perspectiva 650.000. El tiempo poco a poco, pero implacablementepone las cosas en el lugar que les corresponde. Al releer el texto hace unas semanas, decidí grabar una versión de viva voz que preservara lo que para mí es una acertada reflexión sobre la vida y el ser humano:

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29 de febrero: Día Mundial de las Enfermedades Raras – ACTAYS – Tay Sachs

ACTAYS Acción y cura

El día 21 de diciembre de 2019, los hermanos Pochekin dieron un concierto solidario en el Auditorio Sony de la Escuela Superior de Música Reina Sofía. Mikhail e Ivan Pochekin donaron la recaudación en beneficio de ACTAYS y de los niños con enfermedades neurológicas del Hospital del Niño Jesús en Madrid.

Este proyecto benéfico contó con el patrocinio de Allianz Partners España y con la colaboración de la Escuela Superior de Música Reina Sofía (ESMRM).

ACTAYS es una asociación española que ayuda a familias con niños que padecen la enfermedad de Tay Sachs, una enfermedad rara y mortal. El 29 de febrero es el “Día Mundial de las enfermedades raras”. #RaroSeríaRendirse

En el recital se interpretaron las siguientes obras:

- Passacaglia en sol menor de Georg Friedrich Händel en una transcripción para violín y viola de Johan Halvorsen .
- Dúo para violín y viola en sol mayor KV423 de Wolfgang Amadeus Mozart.
- Asturias de Isaac Albéniz en una transcripción para violín de Mikhail Pochekin.
- Caprichos para violín solo nums. 10 y 24 de Niccolò Paganini.
- Sonata para dos violines op. 56 de Sergey Prokofiev.
- Propinas: Dúo para dos violines n.º 1 op. 49 de Reinhold Glière y Noche de Paz.

Soy Michael Thallium, en busca de la grandeza de las personas.

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Entrevista con Arturo Reverter – Beethoven: un retrato vienés

Arturo6Arturo Reverter comencé a tratarlo más de cerca hará poco menos de un año cuando pasamos un par de días juntos en la Semana de Música Religiosa de Cuenca en 2019. Antes había coincidido con él en conferencias, conciertos y acontecimientos musicales, pero no habíamos intercambiado más que corteses saludos, algún breve comentario y poco más. Ya dije en su día que Arturo es el crítico musical con más solera de España. Con su profusa barba blanca de Brahms gallego y bonachón del siglo XXI, de caballero de andanzas musicales, y con su voz grave, potente, de timbre a veces un tanto guasón, atrae la atención de toda persona que se cruza con él. Su vasta cultura general, su conocimiento de la voz humana y su larga experiencia vital lo han convertido en una rara avis de la crítica y literatura musicales. La voz de esa ‘ave poco común’ resuena aún por las ondas radiofónicas todos los domingos por la noche, y con sus vuelos líricos y piruetas graciosas ilustra a los radioyentes que fielmente, año tras año, escuchan Ars Canendi para aprender siempre algo más del arte del canto, de ese canto del que Arturo procura desvelar los misterios.

El 26 de febrero de 2020, Arturo Reverter presentó en la Residencia de Estudiantes de Madrid el libro Beethoven: un retrato vienés que ha escrito junto con la antropóloga e investigadora canadiense Victoria Stapells a quien conocí en persona aquella tarde. También esa misma tarde tuve oportunidad de conocer y charlar brevemente con Marta Lozano, editora de Tirant Lo Blanch, y con el crítico musical Santiago Salaverri, quien hizo de maestro de ceremonias durante la presentación. Un par de días antes, Arturo y yo nos reunimos en ese mismo lugar para conversar y grabar la siguiente entrevista:

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El arte de Iván Pochekin

A él primero lo conocí a través de los ojos de gato de su hermano Mikhail. No hay mejor carta de presentación que la de un hermano que te admira y te respeta. Desde aquella mañana nevada de domingo en que conocí a Mikhail, supe que el arte de Iván Pochekin habría de ser algo extraordinario. Primero fueron los comentarios de afecto, luego las grabaciones que Mikhail me prestó para que escuchara a su hermano tocar la viola y el violín. Pasó más de un año hasta que lo conocí en persona. Antes pude conocer a la madre y al padre de los dos hermanos: Elena y Yuri. Una familia en la que el arte y la música lo inundan todo. A Iván lo vi por primera vez en Madrid cuando Mikhail presentó la grabación de las seis Partitas y Sonatas de Bach para violín solo en el Ateneo. No cruzamos muchas palabras, pero Mikhail ya me había contagiado desde hacía meses esa admiración sincera que uno siente ante el artesano, ante el artista, ante el verdadero músico que no solo toca un instrumento, sino que comprende la música y la transmite con toda hondura a quien la escucha. Luego pasaron unos cuantos meses más, quizás medio año, hasta que lo vi de nuevo en Madrid. Eran las Navidades de 2019. Iván y Mikhail y yo nos habíamos embarcado en una aventura solidaria para recaudar fondos en beneficio de ACTAYS y de los niños con enfermedades neurológicas del Hospital del Niño Jesús. Los dos hermanos ofrecieron un concierto que quedará grabado en la memoria de todas las personas que asistieron aquel 21 de diciembre al Auditorio Sony de Madrid.

Luego tuve oportunidad de conocer a Iván un poco más de cerca, de darme cuenta de que en el artista también se halla una persona campechana quien, al igual que yo —y eso es algo que nos une “peligrosamente”—, disfruta del buen comer y de la conversación con una buena copa de vino. Iván es humano. Muchas veces nos deslumbra ver como un artista de la talla de Iván Pochekin desliza la mano izquierda indistintamente por el mástil del violín o de la viola con una precisión digital asombrosa mientras la mano derecha parece conjurar el arco que frota las cuerdas con movimientos de embrujo de los que brotan sonidos, desde el más horrible y desgarrador hasta el más bello y extraordinario, sin esfuerzo aparente. Ivan Pochekin combina con maestría excepcional los colores y matices de su paleta sonora para crear esos lienzos musicales al óleo de melodías que emocionan, que llegan a lo más hondo de quien las escucha. Iván convierte el escenario en taller de artesano donde se fragua la entraña del sonido y emerge la obra de arte.

Ivan Pochekin Shostakovic Es

Ahora lo último de Iván que ha llegado a mis manos y oídos es la grabación de los dos conciertos para violín de Dmitry Shostakovich. La música de Shostakovich es desgarradora, desesperanzada y en algunos momentos bella. Seguramente, llegarán musicólogos y especialistas que escriban sobre este álbum y sobre el arte de Iván Pochekin, que den su opinión y lo encumbren o desechen según el gusto de cada cual. Por lo que a mí respecta, el homenaje más sincero que puedo hacerle al artista es decir que hoy cobran todo el sentido las palabras de admiración, respeto y afecto que en su día supo transmitirme su hermano Mikhail, porque Iván Pochekin ha logrado que esta grabación de los dos conciertos para violín de Shostakovich sea, por muchos años, la grabación de referencia.

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Lola

Lola. Ese es su nombre. Me lo dijo una tarde después de comer, al salir yo del café en el que trabaja. A Lola la conocí en ese café, aunque decir que la conozco es tan atrevido como inexacto. La habré visto tres veces en mi vida. Una primera, una segunda y una tercera. La primera estaba yo solo y me atendió como a las demás personas: con mucha simpatía y amabilidad. La segunda fui con un amigo pianista. Nos atendió con mucha simpatía, amabilidad y nos invitó a un zumo de naranja. A la tercera fue la vencida, porque nos atendió con mucha simpatía y amabilidad y me dijo su nombre. Había ido con otro amigo director de orquesta. Es verdad que yo tampoco se lo había preguntado. Pero me dijo su nombre aquella tarde cuando le di mi tarjeta de visita al salir del café. Lola tampoco sabe que cuando la vi por primera vez, en realidad yo había acudido al café de la calle de Tribulete por ver a otra camarera muy agradable con el pelo rizado, muy bella y con acento quizás argentino. Pero allí estaba Lola también, aunque entonces no sabía su nombre. Y la simpatía de Lola desplazó a la belleza de la otra camarera cuyo nombre ignoro. Por eso volví una segunda vez. Y una tercera. Lola tiene una sonrisa muy bonita. Sus dientes no son perfectos, pero su sonrisa lo es. Es alta. Bueno, más alta que yo, lo que es fácil, porque solo mido un metro sesenta y cuatro. Tiene un arito plateado en una aleta de la nariz. El pelo lo tiene negro, largo y ensortijado. No tiene mucho pecho, más bien poco, creo. En realidad no lo sé ni me importa. Nunca se lo he visto. Pero sí que he visto su sonrisa y su mirada. Tiene gafas y su sonrisa es perfecta.

Esa tercera vez que la vi, me dijo que era de Patatín de Badajoz. Lo de ‘Patatín’ me lo he inventado, porque no recuerdo el nombre del pueblo, aunque sí que estaba cerca de Zafra. Al preguntarle qué la había traído a la capital de España, me respondió que una hermana suya vivía ya en Madrid y le dijo que se viniera. Y se vino. Total, estaba en el pueblo sin hacer nada. Eso lo dijo con una sonrisa perfecta. También me dijo que dibujaba, que hacía dibujos pero que luego los tiraba a la papelera. Yo pensé que seguro que dibujaba muy bien y la invité a ir a un concierto de música clásica.

Eso es todo lo que sé de ella. Tiene una hermana, es más alta que yo, tiene el pelo negro largo y ensortijado, es muy agradable, simpática y amable, tiene un arito plateado en la nariz, seguro que dibuja muy bien, es de Patatín —un pueblo de Badajoz que me he inventado porque no recuerdo el verdadero nombre—, trabaja de camarera en un café de la calle de Tribulete, lleva gafas… Ah, y su sonrisa es perfecta.

Pum Pum CaféPor eso, cuando me fui del Pum Pum Café aquella tarde, pensé qué estupidez era enamorarse de una mujer, a quien no conoces, por su sonrisa. Uno no se enamora de una mujer así, de esa manera. Uno no puede enamorarse de lo que no conoce. Sería un enamoramiento muy atrevido e inexacto. Aunque en la inexactitud y en el atrevimiento está la imaginación. Y esa es muy libre. Tampoco he dicho algo que también sé inexactamente pero con certeza: Lola es mucho más joven que yo o yo soy mucho mayor que ella. Mis amigas dicen que la edad no importa, pero yo sé que sí. No a mí, desde luego. A mí no me importa. Quizás por eso, desde que me dijo su nombre, cuando camino solo por la calle o paseo por un parque, me pregunto qué dibujo estará dibujando, si quizás también me haya dibujado a mí y luego tirado a la papelera. Me imagino que voy con ella a un concierto de música clásica y que se asombra, emociona y disfruta por primera vez con el sonido de una gran orquesta. Sé que sería por primera vez porque, cuando la invité aquella tarde en el café, me dijo que nunca había estado en un concierto de música clásica. Esa es otra de las pocas cosas de ella que también sé. Y después del concierto probablemente iríamos a tomar algo o a cenar. Ella sonreiría y yo, mirándola a los ojos, le diría que su sonrisa perfecta me había salvado la vida.

Pero cuando uno camina por los senderos de la imaginación, también tropieza con las piedras de la realidad, agita levemente la cabeza, con un repente de escalofrío, y vuelve a la verdad cotidiana del pago de las facturas, del pan nuestro de cada día. Entonces la imaginación toma el sendero de lo práctico, de lo más probable, del común sentido. Es imposible que una mujer así no tenga ya un amor, alguien que le recuerde todos los días que su sonrisa es bonita y perfecta, alguien a quien ella dibuje sin tirarlo a la papelera y que es improbable que yo vuelva a verla…

Pum pum, pum pum. Y su nombre es Lola.

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Grandes libros y escritores que recomiendo II – Ramón Gómez de la Serna

Cuando uno lee y es curioso, la lectura de un libro te lleva a otro libro y la de ese libro te lleva a otro libro o autor. Ese “hipertexto analógico” se convierte en un inmenso océano literario que explorar. Tener tiempo el tiempo, el bien más preciado en un mundo en el que cada vez todo sucede más rápidamente para surcar las aguas de la buena literatura es uno de los obstáculos. Hoy quisiera recomendar la lectura de un escritor español al que muchas personas conocen por sus greguerías, aunque su mejor literatura está en otros libros: Ramón Gómez de la Serna.  Dejando aparte el “laísmo” que delata el origen madrileño de este prolífero escritor, la mayoría de sus novelas, sencillamente, son una genialidad. Hoy quiero recomendar los siguientes libros: Senos (1917), Prólogo a la obra de Silverio Lanza (1917), El incongruente (1922), El hombre perdido (1947), Cuentos de fin de año (1947), Doña Juana La Loca y otras seis novelas superhistóricas (1949) y Nuevas páginas de mi vida (1957), que es la continuación de Automoribundia. Baste un ejemplo de innovación y modernismo: El incongruente, novela escrita en 1922 se publicó un año antes que el Tractatus de Wittgenstein, dos del primer manifiesto surrealista y cuatro de la divulgación de las obras de Kafka. Una obra moderna se mire por donde se mire. Confieso que a mí lo que me atrajo fue el título, quizás por “lo incongruente” que también es mi comportamiento en muchas ocasiones. Si Gómez de la Serna hubiera nacido en Francia, el Reino Unido o Alemania, sus novelas poblarían las librerías, las editoriales se pelearían por publicar sus libros y el “Ramonismo” sería símbolo nacional; pero, claro, nació en Madrid y murió en Buenos Aires y es lo que tiene…

Ramón Gómez de la Serna - Senos(SENOS, 1917)

Ramón Gómez de la Serna - Prólogo a la obra de Silverio LanzaPRÓLOGO A LA OBRA DE SILVERIO LANZA (1917)

Ramón Gómez de la Serna - El incongruenteEL INCONGRUENTE, 1922

Ramón Gómez de la Serna - El hombre perdidoEL HOMBRE PERDIDO, 1947

Ramón Gómez de la Serna - Cuentos de fin de añoCUENTOS DE FIN DE AÑO, 1947

Gómez de la Serna - Doña Juana La LocaDOÑA JUANA LA LOCA Y OTRAS SEIS NOVELAS SUPERHISTÓRICAS, 1949

Gómez de la Serna - Nuevas páginas de mi vidaNUEVAS PÁGINAS DE MI VIDA, 1957

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El meigo de Allariz

«Mira, escucha lo que te digo: el único que aprende en cabeza ajena es el peluquero. Así que cuando veas a alguien hostiarse, sé peluquero», eso fue lo que le dijo un buen día don José Conde a su nieto. Y ese consejo se le quedó grabado en la memoria como al espía que engulle el mensaje secreto de la misión vital que le asignan. Solo que él no es espía. Han pasado ya algunos años de aquel día y muchos más desde que nació hace 33. Su otro abuelo, el padre de su padre, tenía una mujer que mandaba mucho —consuegra de don José Conde, el del consejo de ser peluquero cuando el error azota en cabeza ajena—, quien le dijo que eso de ser músico no era vida y que encontrara otro empleo. Así que José Fortes se hizo mecánico y de eso vivieron. Don José Fortes tuvo un hijo, José Luis, que le salió quijote guitarrista y rockero, al que nunca enseñó música porque, total, para el tipo de canciones que iba a tocar, con cuatro acordes iba más que servido. Eso les mantuvo enfadados un tiempo. Don José Conde tuvo una hija, María Victoria. José Luis Fortes y Maria Victoria Conde se casaron y tuvieron un hijo que les salió con oído absoluto. Es aquí donde quisiera mencionar una corazonada que tengo y que dará un giro asombroso a esta historia, como veremos, más adelante.

El hijo de Jose Luis y Victoria quiso ser oboísta y lo fue con gran éxito. Viajó y tocó el oboe en muchas orquestas. Orquestas jóvenes y, después, orquestas profesionales. Trabajó con grandes directores. En un bar de París, antes de los ensayos con la orquesta, sin saberlo, estuvo desayunando durante unos meses con Pierre Boulez. Entonces tenía 23 años y una prometedora carrera como oboísta. Pero París, igual que lo encumbró, le trajo también la primera fruta amarga y difícil trago de su vida. Una distonía labial le hizo dejar de tocar el oboe. Con ella llegó el foso de la depresión. París le arrebató el oboe y con él también se fue una novia enfermera a quien no podía dar una vida en familia. «Cuando la lluvia viene hostigada, hay que agarrar bien el paraguas», eso no se lo dijo el abuelo; eso lo digo yo.

El oboe se fue pero llegó la dirección orquestal. Del foso de la depresión pasó al foso de la orquesta, con humildad, decisión y mucho entusiasmo. Tomó el camino lento pero seguro del buen aprendizaje y siempre que alguien se hostió, fue peluquero. Empezó con bandas de pueblo y orquestas juveniles, cuidando el gesto de las manos y la expresión de los ojos que lo dicen todo; pernoctó en hoteluchos para asistir a otros directores más reputados y dirigió orquestas sin sueldo ni más beneficio que el de mostrar su arte a quien tuviera ojos y oídos. Para él los números 440, 435 o 432 guardan todo el sentido que no tienen para el resto de los que carecemos de oído absoluto. Por eso el Barroco lo vuelve loco. Comprendió muy bien que para ser un director completo, como decía Erich Kleiber, tenía que dirigir opereta, dirigir zarzuela, comprender la música y a los músicos. Ser humano. Y entonces le llegó la oportunidad de dirigir una orquesta profesional.

Diego Fortes

Pero el destino a veces se obstina en seguir ofreciendo fruta amarga y, a los 32 años, le llegó otro difícil trago: su padre, el quijote que un día aprendió cuatro acordes soñando ser guitarrista de rock, dio su espíritu, quiero decir que falleció. Lo pasó mal, como toda persona a quien se le muere un padre. Y se refugió en Allariz, la villa gallega de donde es oriundo. Allí lo pueden ver dando paseos con el perro, conversando afablemente con sus paisanos, con amigos y convecinos que ignoran que ahí tienen un amigo y un vecino cuya carrera musical hará famosa a esta villa en los mejores fosos orquestales del mundo. Porque, y es aquí donde esta historia da un giro asombroso —ya mencioné mi corazonada— siendo Galicia tierra de hechicerías, de meigas y meigos, lo que muy pocos saben es que para el 58º cumpleaños de Maria Victoria, viuda de José Luis, su hijo pasará el día con ella después de una semana de ensayos en Madrid —humilde y siempre aprendiendo— y cuando se abracen, los espíritus se conjurarán y los astros se conjuntarán para que las manos y el rostro del meigo de Allariz embrujen sin embelecos a las mejores orquestas del mundo. No les he dicho cómo se llama para que no lo olviden. Su nombre es Diego Fortes.

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Cuando la interpretación y la creación se dan la mano: Concurso Internacional de Violín “CullerArts”

CullerArts

De izquierda a derecha: Cristóbal Soler, Jordi Mayor, Pilar Jurado, Juan Carlos Alandete

El lunes 10 de febrero de 2020 se presentó en el Palacio de Longoria de Madrid, sede de la SGAE, el II Concurso Internacional de Violín «CullerArts». Organizado por el Ayuntamiento de Cullera y con la dirección artística de Cristóbal Soler, este concurso abre un nuevo camino al incorporar un premio de composición. Pilar Jurado, presidente de la SGAE, abrió el acto con unas palabras con las que anunció el convenio entre la SGAE y el Ayuntamiento de Cullera para la creación del premio de composición. «No hay mejor manera de celebrar el 120º aniversario de SGAE que crear un premio que ayuda a seguir generando nuevo repertorio para violinistas de todo el mundo. Es una de las muchas acciones que durante 2020 se llevarán a cabo para impulsar nuestro repertorio y animar a nuestros creadores a seguir haciendo historia», dijo. Seguidamente tomó la palabra Jordi Mayor, alcalde de Cullera, quien apostó desde el primer momento por este proyecto, para resaltar la colaboración con SGAE en la creación del premio de composición cuyo objetivo es dar una mayor proyección internacional al concurso: «Es una oportunidad no solamente para los intérpretes, sino para los compositores que pueden aportar su granito de arena a las obras para violín solo».

Cristóbal Soler habló de la sensibilidad que está llegando a las distintas adminiCullerArts1straciones de España y en concreto a las valencianas para que las iniciativas musicales sean sostenibles ante eventuales crisis económicas: «Es fundamental que cuando se crea un proyecto nuevo como es el caso de este concurso de violín, que cubre un hueco en el mundo de la música clásica en España, las administraciones garanticen la sostenibilidad económica y su continuidad».

Esta segunda edición constará de una prueba eliminatoria de unos diez minutos por participante en la que se deberá interpretar una Capriccio a elegir de N. Paganini y un movimiento lento de una Sonata o Partita de J. S. Bach. A la segunda fase solo pasan ocho personas. Esos ocho semifinalistas interpretarán obras de virtuosismo acompañadas con piano (esta fase estará abierta al público). De aquí saldrán los tres finalistas que interpretarán sus respectivas obras con la Orquesta Sinfónica de Valencia.

Podrán concursar violinistas cuya edad esté comprendida entre los 17 y 27 años, ambas edades incluidas. El periodo de inscripción en este concurso será del 17 de febrero hasta el 30 de mayo de 2020 ambos inclusive. Las solicitudes de participación y documentación pertinente (véase www.cullera.es) deberán remitirse a casacultura@cullera.es.

Después de las brevísimas palabras de Juan Carlos Alandete, «¡Quedan todos ustedes invitados a la segunda edición de este concurso!», regidor de actividades musicales del Ayuntamiento de Cullera, el acto concluyó con la firma del convenio de colaboración entre el Ayuntamiento de Cullera y la SGAE para el premio de composición dotado con 2.000 €. La obra ganadora, para violín solo y de una duración de entre 7 y 8 minutos, se dará a conocer en la final del II Concurso Internacional de Violín «CullerArts» y se interpretará como obra obligada en la siguiente edición del concurso en 2021.

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La foto

Era una mujer cultivada. Le habían arado el cerebro a conciencia y en aquellos feraces surcos de la cabeza habían crecido abundantes ideas. Ella procuraba regar y cuidar aquellas eras mentales para que la mies diera fruto nuevo en temporada. Y así lo hizo durante muchos años, hasta que con las propias manos oscureció su pelo cano, largo y crespo, de un tinte negro con el que pretendía recordar otros días de juventud. Fue por aquel entonces, cuando le apareció la primera cana, que perdió a su madre por primavera. No sufrió doña Ticia. Su muerte fue tan rápida como inesperada. Pero a su hija le dejó un vacío tan hondo que solo supo llenarlo con las canas que le fueron creciendo una a una como el amor seco al borde del camino. Se quedó con su padre, don Nicanor Palencia, con un hermano díscolo que apenas a dos años de la muerte de doña Ticia se marchó de casa para no volver jamás. Al poco de la marcha del hermano, una señora a quien solo conoció ese día, tocó el timbre de la cancela de La Flecha y se deshizo de un paquete posándolo en los brazos de Caridad: «¡Toma! Esta es tu sobrina. Se llama Tomasa. ¡Ni me preguntes! Da gracias que te la he traído, porque tu hermano ni se lo merece», eso fue lo que le dijo la señora a Caridad. Y jamás volvió a verla. Parada en la cancela, aquella mujer cultivada, sintió cómo de repente las crenchas se le cubrieron de canas. Caridad Palencia miró a su sobrinilla, que no tendría más de un año, y asumió su destino: sin conocer hombre, le había llegado la maternidad, aunque para Tomasilla nunca dejó de ser su tía. Aquella noche, Caridad recordó otros días de juventud y su pelo se volvió negro.

Habían pasado 17 años desde que llegó aquel paquete. Don Nicanor había vivido feliz con su hija y con su nieta. Tomasilla tenía una especial complicidad con el abuelo, ya muy mayor. Era esa complicidad juguetona y casi de niños entre nieta y abuelo lo que a veces irritaba a Caridad, porque había dejado de ser hija para ser madre siendo tía. En silencio y con la renuncia como compañera, había criado a su sobrina y cuidado de su padre. Sí, con amor, pero con el callado sacrificio de quien observa y resuelve dificultades sin aplausos ni loa. «Tomi, ya va siendo hora de que pienses qué vas a hacer con tu vida. Tienes 18 años», reprendía Caridad a su sobrina. Nunca le había gustado el nombre de ‘Tomasa’, y por eso la llamaba ‘Tomi’, porque ‘Tomasilla’ tampoco le parecía muy allá. Don Nicanor regañaba a Caridad. «Déjala, mujer. ¡Pero no ves que todavía es una cría y tiene mucha vida por delante!», decía. Luego nieta y abuelo se reían y Caridad se daba media vuelta con un enfado que poco le duraba, porque veía que su padre y su sobrina eran felices en La Flecha.

Don Nicanor cayó enfermo y, mientras convalecía, le regaló a su nieta una cámara fotográfica que le había mandado comprar a Caridad. El abuelo le dijo: «Toma, para que esos ojos tan bonitos que tienes plasmen lo que otros no ven». Entonces le contó una historia de cuando era joven, mucho antes de conocer a Ticia, la abuela que Tomi jamás conoció. Nicanor Palencia hizo esfuerzo por recordar un tiempo del que ni su hija había oído hablar jamás. Se lo contó a la nieta como confidencia, un secreto que Tomi jamás desvelaría a nadie. «Hace muchos años me enamoré de una pintora francesa. Sabía pintar y plasmar lo que las personas no ven. Y me enamoré de ella. Jamás se lo dije. Me hizo un retrato y se marchó. El cuadro era hermoso, pero yo lo quemé porque supe que no podría compartirlo con la pintora que me había descubierto quién yo era, y yo quería ser feliz. Jamás volví a saber de ella. Se llamaba Beku Marniè», terminó confesando el abuelo.

La convalecencia de don Nicanor duró unos meses durante los cuales Tomi pasaba los días haciendo fotos, con una dedicación que sorprendió a su tía. Jamás la había visto hacer algo con tanto entusiasmo y empeño. El abuelo se recuperó y vivió algunos meses más. Y la sobrina de Caridad siguió haciendo fotos.

*****

«Lo que los demás no ven». Así se titulaba la exposición de fotografía. La sala estaba concurrida y muchas personas contemplaban con admiración todas aquellas imágenes. Esperaban a que llegara la fotógrafa, la artista que con un arte inusitado, extraño y cautivador, era capaz de descubrirle el mundo a la gente como si mirase a través de sus ojos, unos ojos tan bonitos… Entre el público estaba un coleccionista al que muchos artistas invitaban a sus exposiciones. Él había venido de muy lejos, pero nadie lo había invitado. Quiso venir y pidió que le presentaran a la artista. Le habían llamado la atención dos fotografías. «Señor Bulsara, le presento a Beku Marniè», dijo el galerista. El coleccionista vio a una mujer que tendría unos 36 años; alta, de pelo largo y crespo. «Encantada de conocerlo, señor Bulsara», dijo la fotógrafa. «No, sin duda, el que está encantado soy yo. Sus fotografías son… No sabría cómo explicarlo», le dijo el coleccionista con auténtica admiración. Recorrieron la sala intercambiando comentarios amables y sinceros. Cuando llegaron al final de la sala, el coleccionista se paró ante las dos fotos que lo habían cautivado. En una se veía a un anciano sentado en un jardín y, junto a él a una mujer que seguramente fuera su hija. El anciano sonreía enigmáticamente, como encerrando un último suspiro de felicidad, y la mujer miraba como diciendo «por fin has encontrado tu camino». Al fondo del jardín se divisaba un letrero que decía: La Flecha. En la última foto, la única en blanco y negro de toda la exposición, se veía a una mujer de espaldas, a través de la puerta entreabierta de un baño, frente a un espejo. Con la cabeza un poco inclinada hacia un lado, parecía estar tiñéndose el pelo de negro. Al pie de la foto, podía leerse: Caridad. Entonces, el coleccionista no pudo contener más su curiosidad: «Mire usted, todas sus fotografías son excelentes, pero estas dos tienen algo… ¿Quién es ese anciano sentado en el jardín? Y esta otra foto. ¡Esta es la foto! Esa mujer de espaldas es como si quisiera oscurecer con sus manos todos los sueños a los que renunció por caridad. ¿Quién es? ¿Quiénes son?» La fotógrafa, intuyendo cuál sería la siguiente pregunta, sonrió como quien no desvela un secreto. Entonces dijo: «No están en venta. Él me dio la fotografía. Ella me dio la vida.»

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Lo que nunca llegué a escribir

Nunca he escrito ni un solo renglón. Tan solo los que me obligaron de chico cuando aprendí a juntar letras y tuve que ir a la escuela. Luego, más tarde, es verdad que en la universidad escribí muchos, pero ninguno mío. Todos al dictado, copiados, palabras ajenas a mí. Y después, el silencio. Nunca escribí ni una sola palabra mía. Y ahora, con medio siglo a mis espaldas, ahora que siento este dolor en el pecho que de seguro me oprime la poca vida que me queda, ahora, sí que quisiera escribir lo que nunca llegué a escribir. Pero sé que ya es tarde. No me queda tiempo. He agarrado un papel y un lapicero para escribir algo que fuera mío, todas esas palabras que jamás escribí. Pero se me va la vida. Este dolor… Este dolor que no sufro, pero padezco, un mero dolor físico, una opresión en el pecho que intuyo final. Y yo queriendo escribir algo mío con tantos años que tuve para hacerlo. Y no lo hice. Demasiado tarde. Se me agolpan las palabras, las ideas, las frases de tantos años que nunca dejé salir. Y ahora salen a presión, como el vapor de una olla. Temo que cuando el vapor se extinga, con él se abra la olla de mi vida, hirviendo, ya cocinada, lista para servir, aunque inútil. El dolor es más fuerte. Estoy sentado. Es una sala de espera. Paradójicamente, de un hospital. Yo no estoy enfermo, pero me dejo morir. No les he dicho nada ni a los médicos ni a las enfermeras que pasan de vez en cuando delante de mí. Quizás al mirarme solo vean a un hombre que escribe. No ven el vapor que anuncia mi muerte por el pitorro de la vida, porque mi muerte estuvo encerrada, como mis palabras, dentro de mí, a presión, durante muchos años. Y ahora quiere salir, pero yo quisiera que solo salieran mis palabras, no ella. Tengo tanto que decir que no he dicho… me c u e s t a   j u  n   t  a   r    l a s     l e t r a s.   M e   p e s  a   l a    m  a n   o,  pero quiero escribir algo mío por primera vez . . .    C

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