Alzó las manos con ese gesto tan habitual. Lo hacía a diario. Una o dos veces. Pero esa mañana, mientras contemplaba el círculo sagrado que sostenía litúrgicamente entre sus dedos, la nublazón de algunos pensamientos irredentos se le coló por el cielo de la mente. Justo en ese instante de transmutación. Le dolían los riñones. Su padre estaba enfermo. Recordó a su madre muerta. ¿Por qué le asaltaban esos pensamientos justo en ese preciso instante y en ese día? El templo estaba casi vacío. Solo un alma. Bueno, dos: la suya y la de una vieja arrodillada que acudía casi todas las mañanas a esa hora. Cada vez menos personas se acercan a escuchar el verbo divino, pensaba. Sin embargo, eran seis los pulmones por los que se filtraba el aire, y si a él le hubieran preguntado, no lo habría dudado ni un instante: también Pieter tenía alma. Tres almas: un hombre, una mujer y un perro, el fiel amigo de Pedro Juan Doruño. Esos eran los únicos seres vivientes a la vista de cualquiera que hubiese entrado a la ermita. Antes de bajar las manos, un repente de escalofrío le agitó imperceptiblemente la cabeza y esa nublazón que apenas había durado unos instantes, se deshizo y desvaneció como voluta de humo que encuentra un resquicio en las puertas del ser humano. Posó con delicadeza la hostia consagrada en la patena que descansaba sobre un exótico antimension más propio del rito ortodoxo. Pero así era el padre Doruño: un verso libre en la dogmática poesía católica.
A Pedro Juan Doruño lo habían destinado a aquella ermita unos pocos años atrás. Venía de otros mundos eclesiásticos más pomposos y suntuosos, pero ahora, con la ayuda de algunos feligreses, había hecho hogar de aquel lugar. La Ermita de la Virgen del Huerto se alzaba casi inadvertida, recoleta, en una de las riberas del río Naranjales que recorría una bulliciosa ciudad de cuatro millones de almas. Hacía 300 años que la mandó construir el Marqués de Armillo en aquel lugar, y 300 años llevaban descansando allí los huesos de quien fuera su benefactor. Abandonada al desgaire durante muchos lustros, los años, las guerras y la ignorancia la habían casi encaminado hacia la indolente ruina. Ahora, sin embargo, la ermita había recobrado vida y el padre Doruño festejaba con orgullo los tres siglos de su creación. Se encontraba feliz lejos ya de la pompa clerical de Roma y de su anterior vida seglar como promotor musical y bon vivant antes de tomar los hábitos. Una vez al mes, acogía aquel lugar una tertulia filosófica a la que acudían unas pocas personas, entre ellas, un ateo al que Pedro Juan Doruño nunca había exigido más que que le hiciera pensar. Al padre Doruño le gustaba la filosofía, le gustaba sorberla poco a poco, aspirarla con casi tanta fruición como con la que aspiraba el humo de los cigarrillos en los que se le iba la vida cuando no daba misa.
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No vengo todos los días, pero últimamente lo hago casi todos. Me gusta mirarlo y verlo delante de mí, allá al fondo, en el altar. Yo me morí hace años. Así que no me ve ni puede. Pero yo a él sí. Ahora que alza los brazos y sostiene la oblea entre sus dedos, siento que algunos pensamientos le nublan la mente. ¡Es humano! Esa anciana postrada frente él en uno de los banquillos me enternece. Y ese perro fiel que lo sigue a todas partes y descansa tumbado en el altar como si entendiese la gravedad de la transmutación que está a punto de producirse… En mi religión entendemos del bien y del mal, de lo sagrado. Por eso me recreo observándolo. Me acerco. Le soplo y le alejo la nublazón de la cabeza. Él reacciona y da un pequeño respingo que solo yo veo. Entonces prosigue con la ceremonia. Ya no piensa en la madre que durante muchos años quiso verlo de cura; tampoco piensa en el padre enfermo. ¡Y qué si le duelen los riñones! Sabe que la vida le va en esa consagración. Y yo lo veo. Mi nombre es Farrokh Bulsara, zoroastrista. Me di a la muerte a finales del siglo XX. Nadie sabe dónde quedaron mis cenizas. Mientras sigue con la liturgia, me entran ganas de desvelarle un pequeño secreto que ignora: la eternidad le llegará, paradójicamente, por el ateo de las tertulias, quien lo inmortalizará en un texto muy humano y nada divino.
Fue leyendo Abdul Bashur, soñador de navíos que me entraron ganas de escribir sobre él, no porque él hubiese tenido la misma vida pendenciera de Abdul Bashur quien jamás logró encontrar el navío de sus sueños en el mar de la vida, vida que, paradójicamente, naufragó en un avión en Funchal, en la cabecera de la pista de aterrizaje, al borde del mar, a escasos metros de la ensenada donde descansaba el esbelto tramp steamer que hubiera sido, definitivamente, su soñado navío de no haber ocurrido el inoportuno accidente de su muerte. Déjenme que les explique —no porque la explicación revele ningún acontecimiento extraordinario, sino más bien porque fue así el modo en que ocurrieron los hechos— cómo surgió la idea de escribir sobre él. Estaba yo absorto leyendo las aventuras de Abdul Bashur en una cafetería —no sé muy bien si para matar el tiempo de la espera o para aplacar mi enfermiza avidez lectora— cuando al terminar de leer un párrafo, no recuerdo exactamente cuál, levanté la mirada de las páginas donde había estado perdiendo la noción del tiempo y del espacio y, con una media sonrisa de satisfacción, exclamé ante el pasmo de quienes me rodeaban: «¡Pero qué bien escribe Álvaro Mutis!» Fue entonces cuando, queriendo quizás emular la pluma del cosmopolita escritor colombiano, me vino la idea: «Tengo que escribir sobre él». No sobre Álvaro Mutis, sino de quien a continuación voy a relatarles.
Llamémosle Emilio. Los escritores llevan siglos utilizando ese recurso de advertir de que todo parecido con la realidad es pura coincidencia. Así que, para preservar su anonimato, llamémosle Emilio, y advertidos quedan ustedes de la pura coincidencia de esta ficción con la realidad. Quizás haya elegido el nombre porque así se llamaba un tío mío, hermano de mi madre, que murió de cáncer cuando yo era adolescente hace muchísimos años ya, y así se llama también su hijo, mi primo; también tengo una prima que se llama Emilia, aunque no tiene nada que ver con los dos anteriores Emilios, pues es hija de una hermana de mi padre, también llamada Emilia, y no se conocen entre ellos.
Vayamos, por fin, al Emilio que nos ocupa y que nada en absoluto tiene que ver con los anteriores. No hace tanto, quizás un año, acudí a la presentación de una grabación musical —la música y los libros ocupan buena parte de mi tiempo— en el Palacio de Longoria, un edificio modernista del centro de Madrid. Haciendo cola para entrar al evento, apareció un señor de esos que solemos llamar «mayores», es decir, un vejete. Me llamó la atención que andaba leyendo un libro y fue eso, sin duda, lo que me hizo darle conversación. Por su modo de hablar, en pocos segundos, deduje que era una persona culta y, sobre todo, de espíritu muy joven e inquieto. No recuerdo de qué hablamos exactamente, pero creo que cuando terminó la espera y logramos entrar al edificio, nos despedimos presentándonos y Emilio me dijo su nombre. Yo le di mi tarjeta de visita y ahí quedó la cosa. Luego, la casualidad de la vida hizo que nos conectáramos por Facebook, donde Emilio administraba un grupo sobre arte, música, viajes y algo más. Luego volví a verlo, no tantas veces, siempre en eventos musicales: en la presentación de las Sonatas y Partitas de Bach que el violinista Mikhail Pochekin hizo en el Ateneo de Madrid, en un concierto para dos pianos en el Shigeru Kawai Center de Madrid… Por cierto, fue precisamente después de aquel concierto cuando pude hablar más con Emilio —de hecho, la única vez que más hablé con él— porque nos fuimos a tomar algo a un bar cercano con un amigo mío pianista y una pareja —pintora ella, aeromozo él— también amigos míos —bueno, en realidad más ella que él—. Allí estuvimos los cinco charlando afablemente y riendo durante unas cuantas horas. Fue entonces cuando ratifiqué la deducción que yo había hecho de Emilio meses atrás mientras esperábamos en la cola del Palacio de Longoria: hombre culto, de espíritu joven e inquieto. A esas tres cualidades, después de aquel encuentro, también sumaría otra: coqueto. Menciono ahora un hecho que no añade nada a la figura de Emilio y que, probablemente, sea irrelevante. A ninguno de los cinco —incluida la pareja— se nos habría ocurrido pensar que, apenas dos días más tarde, la pintora y el aeromozo partirían piñas y abrirían el melón amargo del divorcio. Si menciono este hecho es tan solo para resaltar lo imprevisible que es la vida y los pequeños naufragios que la menudean hasta que llega el definitivo. Dados los muchos años de vida de Emilio, no creo que, de haberlo sabido, tampoco esa ruptura le hubiese sorprendido y, en cualquier caso, supongo que eso solo me habría hecho corroborar otra de las cualidades de Emilio por mi intuida: la discreción.
Volví a ver a Emilio meses más tarde, poco antes de las Navidades de 2019 en el Auditorio Sony, en un recital de los hermanos Pochekin. No pude hablar mucho con él. Tan solo saludarnos. Esas son las pocas veces que lo vi. Es verdad que en alguna ocasión tuvimos alguna conversación telefónica, pero poco más. Entonces, ¿qué es lo que me hizo querer escribir sobre él? Ahora creo que fue porque le atribuí inconscientemente a Emilio una de las cualidades de Abdul Bashur: la de creer que «todo estaba por hacer y que quienes en verdad acababan como perdedores eran los demás, los necios irredentos que minan el mundo con sus argucias de primera mano y sus camufladas debilidades ancestrales…»
No sé por qué he hablado de Emilio en pasado, porque en la fecha en que escribo estas palabras él sigue vivo. Por cuánto tiempo más, lo ignoro. Pero eso tampoco es relevante. Quizás para cuando ustedes lean este pequeño relato, tanto él como yo hayamos muerto hace años. Tan solo sepan que, por lo poco que lo conozco, creo poder afirmar que Emilio no se ha contentado con eso de que la mayoría de las vidas humanas sean simples conjeturas; él ha logrado llevar la suya a demostración. Y él, al igual que Julio Ramón Ribeyro, ha sabido darse cuenta de que la única manera de continuar en vida es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco y apuntando hacia el futuro.
Es el primero en España. Es la primera vez que la agrupación más clásica de la música clásica tiene un concurso internacional en nuestro país: el cuarteto de cuerda, las cuatro voces instrumentales por excelencia. Hace ya más de cuatrocientos años que Miguel de Cervantes comenzó su Quijote no queriéndose acordar del nombre de un lugar de la Mancha. Hoy, sin embargo, 415 años después de la publicación de la primera parte del Quijote, ruego al lector que se acuerde del nombre de este otro lugar: Mancha Real. Señoras y señores, ¡ha nacido el I Concurso Internacional de cuarteto de cuerda «Villa de Mancha Real»! ¡No se confundan! Mancha Real no es una villa castellana, sino andaluza, por mucho que sus paisanos se llamen «manchegos» o «mancharrealeños». Nuestro libro comenzaría así: «En un lugar de Andalucía, de cuyo nombre siempre querré acordarme, no ha mucho que su alcaldesa se empeñó en demostrar al mundo que en la Villa de Mancha Real hay talento, hospitalidad y futuro. Tierra de músicos y olivares, surgida de una ‘mancha’ de pinos y ‘real’ porque por allí pasó algún día un rey encontrando solaz y pitanza, aquella Manchuela de Jaén es hoy villa real de cuyo seno surgirán los más reales cuartetos de cuerda, los mejores sonidos, las melodías más bellas».
Maria del Mar Dávila y Cristóbal Soler. Madrid, enero de 2020.
El lunes 20 de enero, Maria del Mar Dávila, la alcaldesa de Mancha Real, viajó a Madrid para presentar oficialmente el I Concurso internacional de cuarteto de cuerda «Villa de Mancha Real». Junto a ella se encontraba el maestro Cristóbal Soler, quien también había viajado desde Valencia para presentarlo. ¿Será esta empresa una quijotada del siglo XXI? El lugar elegido fue la Sala Manuel de Falla, un andaluz internacional, del Real Conservatorio Superior de Música de Madrid. Eran las cinco de la tarde, las cinco en punto de la tarde. Muy poca gente, poquísima. Cuatro gatos, diría un castizo. El maestro Soler expresa con tristeza su decepción al subdirector del conservatorio —quien también parece haberse enterado de la convocatoria en el último minuto para hacer mero acto de presencia— por la falta de difusión de la noticia entre los profesores y alumnos del conservatorio, lugar en el que se supone que se forman los futuros abanderados de la música en España y quienes, sin duda, se beneficiarán de un concurso único en nuestro país. ¿Será esa una señal de lo arduo, de lo «quijotesco» de esta atrevida y hermosa empresa? ¡No importa! La alcaldesa y el maestro no se arredran y, con el entusiasmo de quien es sabedor de que al bebé hay que mimarlo desde que está en el vientre progenitor, proceden a la presentación de este nuevo concurso en España.
La alcaldesa de Mancha Real, quien cuenta maravillas de la hospitalidad de sus paisanos, repasa brevemente la historia y virtudes de esta villa andaluza, cercana a Jaén, de poco más de 11.000 habitantes: aparte de su gran tradición musical y de sus Fallas —sí, lo han oído bien, Fallas que llevan ya 39 años celebrándose—, Maria del Mar Dávila habla con orgullo y entusiasmo de los típicos «andrajos», ese guiso con masa de harina, de los dulces «papajotes» de Semana Santa, del «risor», ese aguardiente de café con nombre risueño, del exquisito aceite de Mancha Real, de la próspera industria maderera y del mueble —Mancha Real tiene, por cierto, uno de los niveles de desempleo más bajos de toda España. La alcaldesa tampoco puede dejar de mencionar la Iglesia de San Juan Evangelista, símbolo de esta villa, y nos desvela también un plan futuro que probablemente esté ligado a las futuras ediciones del Concurso internacional de cuarteto de cuerda: la conversión del convento carmelita fundado por San Juan de la Cruz —autor de músicas calladas y sonoras soledades— en teatro municipal. ¿Será la sede de este nuevo concurso? Ojalá así sea.
Por su parte, Cristóbal Soler cuenta que le gusta estar cerca de los músicos jóvenes, porque le aportan mucho. No en vano es el director que más colabora con la JONDE. Al hilo de este nuevo concurso de cuarteto de cuerda, el maestro Soler afirma que «el nivel individual de los músicos en España es excelente. Sin embargo, no hay tantos concursos de música de cámara. Creo que el secreto de una buena formación musical es dominar el instrumento con la capacidad de escuchar. Uno es buen músico cuando es capaz de dominar el instrumento mientras escucha. La solución está en la música de cámara. Y el cuarteto de cuerda es la reina de la música de cámara. No hay un concurso así. Y es algo tan necesario…»
El I Concurso internacional de cuarteto de cuerda «Villa de Mancha Real» se celebrará los días 3, 4 y 5 de julio de 2020, mes musical donde los haya para esta villa, pues coincide con Julio clásico, unos conciertos que se celebran todos los viernes de julio en la plaza del pueblo. En el concurso podrán participar cuartetos de cuerda de cualquier nacionalidad siempre que al comenzar las pruebas del concurso, la edad de sus miembros no supere los 35 o sea inferior a 18 años, ambas edades incluidas. Para esta convocatoria, el importe del primer premio será de 3.000 €; 2.000 € y 1.000 € para el segundo y tercer premio respectivamente. El periodo de inscripción será del 1 de febrero hasta el 31 de mayo de 2020. Dado que en 2020 se celebran los 250 años del nacimiento de Beethoven, la obra obligada para los concursantes será el Cuarteto en fa mayor n.º 1 opus 18 del gran compositor alemán. Las bases del concurso se pueden consultar en la web del Ayuntamiento de Mancha Real: https://www.manchareal.es
Aunque tradicionalmente el cuarteto de cuerda sea centroeuropeo —fue allí donde nació—, impulsarlo es impulsar la música de verdad. A todos nos toca apoyar este tipo de iniciativas para poder decir algún día que de España surgen no solo extraordinarios músicos a título individual, sino que es cuna también de los mejores cuartetos de cuerda. Los mancharrealeños mimarán a su bebé y entre todos le abriremos camino en tierra de músicos.
Me gustan las librerías de lance y viejo. Son lugares en los que el curioso siempre descubre algún libro o entabla conversación con un librero que luego resulta ser además viajero; incluso con algún librero me encontré que había sido alumno de un gran escritor argentino y ciego a quien le leía libros en tardes de asueto… Y luego está ese momento infrecuente e inesperado en el que uno encuentra las señales de vidas pasadas en ese libro arrumbado cuya lectura ha postergado durante semanas o meses: según avanza en la lectura aparece de repente, en una de las páginas, tal vez una foto con dedicatoria, un inservible billete de metro, alguna postal escrita o alguna nota de alguien a quien el libro perteneció alguna vez. Son evocadoras anotaciones de otras vidas que se desprenden con ese característico aroma de libro viejo, palabras de puño y letra de alguien que quizás ya esté muerto… o tal vez no. Y es entonces cuando a uno le entran unas ganas enormes de convertirse en detective de urgencia para averiguar quién estará detrás de esa nota, postal, billete o fotografía, ignorando que al leer, sin querer, uno también va dejando sus propias huellas para que a alguien futuro le urja algún día esa necesidad detectivesca de querer saber qué dedos hojearon esas páginas, qué ojos ojearon esas letras, en definitiva, de resolver el crimen de un libro olvidado.
Me gustan los libros viejos porque son muy novedosos; quizás los nuevos traigan la novedad de alguien que los escribió recientemente —aunque eso no siempre es así—, pero los libros viejos encierran la novedad del descubrimiento de una exquisita literatura que hace años dejó de escribirse. No, no todos los tiempos pasados fueron mejores, pero la prosa de esos grandes escritores preteridos de hace tantos años se me revela muy superior a toda esa exitosa palabrería literaria de entretenimiento, de lectura fácil y de venta rápida que impera en muchas librerías y demasiados grandes almacenes. Y no, no es que reniegue del libro nuevo —¡viva el libro viejo o nuevo!—, pero es que resulta que los libros que me atraen suelen estar descatalogados y sus escritores olvidados. Y a mí, que soy muy poca cosa, también me gusta jugar a dios —al menos por unas horas, días o semanas— resucitando esas voces de otros tiempos, arrumbadas en la sima del olvido, y como ensalmo susurrarle al libro que sostengo en mis manos: ¡Te devuelvo la vida! ¡Levántate y anda! ¡Cuéntame! ¡Cuéntanos!
Fue la cocaína y la heroína. Un amigo lo encontró muerto en el baño. Tenía una jeringuilla colgando del brazo. Philip tenía 46 años y, como suele decirse, «solo los buenos mueren jóvenes». He de reconocer mi falta de conocimiento cuando se trata de cine y películas, y no sabía que Philip tenía una carrera tan larga y exitosa como actor. Cuando supe de su muerte en 2014, la primera imagen que me vino de él a la cabeza fue la de su interpretación en El último concierto, la película de 2012 dirigida por Yaron Zilberman e inspirada en el Cuarteto de cuerda en do# menor Opus 131 de Ludwig van Beethoven (1770-1827). La película tuvo buenas críticas en general y el reparto de actores principales era verdaderamente estupendo: Philip Seymour Hoffman, Christopher Walken, Catherine Keener, Mark Ivanir e Imogen Poots. Sin embargo, lo que muy poca gente sabe es que la música de la película estaba interpretada por el Cuarteto Brentano. De hecho, uno de los miembros de este cuarteto estadounidense, la violonchelista Nina Lee, aparece en la escena final de la película remplazando a Christopher Walken. Y el asunto es que a pesar de la gran actuación de los actores, esta película no sería nada sin la música.
Antonie Brentano
El Cuarteto Brentano se fundó allá por el año 1992 en la prestigiosa Escuela Julliard y toma su nombre de Antonie Brentano, a quien se cree ser la “inmortal amada” de Beethoven. En 1998, el chelista Michael Kannen dejó el cuarteto y lo remplazó Nina Lee. Desde entonces y ya durante más de 20 años, la formación de este conjunto de cuerda ha permanecido estable: Misha Amory (viola), Serena Canin (violín), Nina Lee (violonchelo) y Mark Steinberg (violín).
Este cuarteto estadounidense estará de gira por España durante enero de 2020. En concreto visitarán las ciudades de Murcia, Valencia, Orense, Pontevedra y Lugo. En el programa llevan obras emblemáticas del repertorio para cuarteto de cuerda: el Cuarteto en la mayor K. 464de Mozart y dos cuartetos de Beethoven, el Cuarteto en la mayor Op. 18 n.º 5 y el Cuarteto en mi bemol mayor n.º 12 op. 127, el primero de los últimos cuartetos de Beethoven.
Esta es la historia de cómo a veces las cosas realmente funcionan. Hace nueve meses, jamás hubiera pensado que esto terminaría sucediendo. ¡Pero sucedió! ¡Y vaya que sí fue una experiencia maravillosa! En marzo de 2019, acudí a la escuela infantil Nemomarlin Pintor Rosales de Madrid para ver una obra de teatro para niños. Raquel Menéndez, la directora de la escuela y una muy buena amiga mía desde la infancia, me había dicho que Sara García Iglesias, una de las maestras de la escuela, había estado preparando una obra de teatro basada en un cuento para niños titulado Los guardianes del castillo. Al parecer, todas las maestras de la escuela participaban en la obra. Entonces, le dije a mi buena amiga: «Mira, voy y hago un vídeo de ello» ¡Así fue! Para allí que me fui con cámara y trípode para grabar el espectáculo y ser testigo del cariño y entusiasmo con que las maestras habían estado trabajando para hacer que todo aquello sucediese. Mientras grababa, me enteré de que se trataba de una obra con un fin benéfico: recaudar fondos para ACTAYS. Entonces, una idea se me cruzó por la cabeza. Tengo un buen amigo, Mikhail Pochekin. Él y su hermano Ivan son grandísimos violinistas y me dije: «¿Por qué no ayudar y unirse a la causa de ACTAYS ofreciendo un concierto benéfico?» Al terminar la obra de teatro, me acerqué a Ana Mateo, responsable de comunicación de ACTAYS, que estaba entre el público. Le comenté mi repentina idea de organizar un concierto benéfico para recaudar fondos en beneficio de su causa. La verdad es que estaba adelantándome un poco a los acontecimientos, porque ni siquiera había hablado yo con Mikhail Pochekin nada al respecto. Tan pronto como salí de la escuela, llamé por teléfono a Mikhail —creo recordar que por entonces él estaba en Salzburgo— y le hablé de la idea. No dudó ni un segundo y me dijo: «¡Por supuesto! ¿Cuándo?» Y así fue como empezó todo lo que vino a continuación. El concierto se celebró nueve meses más tarde. ¡Fue como un embarazo para dar a luz a un bebé!
ACTAYS es una asociación fundada en 2014 por Beatriz Fernández. A su hija Isabel, de dos años y medio, le habían diagnosticado una enfermedad neurológica muy, muy rara… y mortal: la enfermedad de Tay-Sachs. Con el fin de encontrar una cura para esta enfermedad, Beatriz creó ACTAYS. Lamentablemente, su hija falleció, pero Beatriz no se arredró y siguió luchando por esta causa. Hoy ACTAYS ayuda y da apoyo psicológico a familias con niños que padecen enfermedades neurológicas.
Resumiendo la historia para no alargarme, diré que tan pronto como Mikhail Pochekin vino a Madrid en uno de sus viajes —Mikhail vive entre Salzburgo, Munich, Moscú y Madrid— nos reunimos con Natalia Suárez, directora de ACTAYS, y Ana Mateo para ver el modo de llevar a cabo el concierto y concienciar a la gente sobre la enfermedad de Tay-Sachs. En el camino, encontramos la valiosísima colaboración de la Escuela Superior de Música Reina Sofía—de la que los hermanos Pochekin fueron alumnos hace años— y de Allianz Partners España. Mikhail y su hermano Ivan Pochekin decidieron donar el concierto en beneficio de los niños con enfermedades neurológicas en el Hospital del Niño Jesús de Madrid, donde ACTAYS lleva a cabo uno de sus proyectos. Para aquellos de ustedes que no conozcan este proyecto, les invito a visitar el «Teatrillo» del Hospital del Niño Jesús. Allí conocerán a increíbles voluntarios y profesionales —como Marialy Guédez, psicóloga de ACTAYS—, que dedican su tiempo para mejorar la vida de estos niños y sus familias. Mikhail Pochekin y yo colaboramos en una actividad en el Teatrillo, acercando la música de violín a los niños hospitalizados y a sus padres, quienes jamás antes habían tenido la oportunidad de escuchar y ver a un violinista de la talla de Mikhail. Fue una experiencia fantástica y transformadora.
Los hermanos Pochekin durante los ensayos. Auditorio Sony, 21 de diciembre de 2019.
Entonces, el 21 de diciembre de 2019, finalmente el concierto tuvo lugar en el Auditorio Sony de Madrid. Hay tantas personas e instituciones a quienes dar gracias por hacer que esto sucediera… Empezando por los hermanos Pochekin —Ivan vino desde Moscú para el concierto y se marchó al día siguiente de vuelta a Rusia— y la Escuela Superior de Música Reina Sofía y Allianz Partners y todos los medios de comunicación y personas —no puedo dejar de mencionar a Luz Orihuela de RNE y su programa radiofónico «Andante con motto»— que se hicieron eco de este concierto solidario. Por no mencionar igualmente a todas esas personas que acudieron al concierto y contribuyeron a la causa de ACTAYS con su asistencia.
Cuando se trata de calidad musical y excelencia, los hermanos Pochekin son una apuesta segura. Para la ocasión habían preparado un bellísimo programa formado por el Passacaglia en sol menor de Haendel transcrito por el compositor noruego Johan Halvorsen para viola y violín, el Duo para violín y viola en sol mayor de Mozart, Asturias (Leyenda) de Isaac Albéniz en una transcripción para violín solo del propio Mikhail Pochekin, los Caprichosnums. 10 y 24 de Nicolo Paganini—Ivan Pochekin es un especialista en Paganini— y la Sonata para dos violines op. 56 del compositor ruso Sergey Prokofiev. El público aclamó a este generoso duo de hermanos al final del concierto, y ellos correspondieron con dos propinas: un bello Andante para dos violines de Reinhold Glière y un arreglo del villancico Noche de paz para dos violines, al que el público se unió cantando.
Ahora que el parto de este bebé musical ha terminado, solo esperamos que esta experiencia sirva para que otros más vengan y contribuyan a la causa de ACTAYS. ¡Nosotros lo hicimos! Ahora es su turno… Creen su propia historia de música y alianzas y hagan que las cosas funcionen.
Mi año de existencia número 47 pasará a mi particular y pequeña historia personal como el año en que descubrí a escritores de los que jamás antes había oído hablar o, parafraseando el dicho popular, si lo he oído, no me acuerdo. Al poco de cumplir 47, descubrí el nombre de Antonio Zozaya y estaba convencido de que tendrían que pasar algunos años más hasta hacer otro gran descubrimiento literario. Me equivoqué, porque apenas pasados dos meses, descubrí otro nombre que me ha revelado una prosa bellísima, sincera y sencilla. Esto no es más que una señal de mi ignorancia supina y de lo mucho que aún me queda por conocer y tanto por aprender. El nombre al que me refiero brotó de los labios de Jorge Luis Borges en una entrevista que le hicieron a finales de los años 70 del siglo XX. Confieso que de Borges he leído muy pocos libros: El Aleph, algo de su poesía, algún cuento y poco más. Y eso fue hace muchos años. A mí me atrapa más el Borges orador, el que habla más que el que escribe. Afortunadamente, quedan bastantes documentos audiovisuales del Borges ya anciano que, gracias a la tecnología, uno puede consultar en internet. Quien no haya visto la conferencia que dio sobre su “humilde” ceguera, no sabe lo que se pierde. Sin embargo, me tomé quizás al pie de la letra las palabras que Borges le dijo a Joaquín Soler Serrano, allá por el año 1980, en el programa A fondo cuando le pidió que dejase un breve testamento de urgencia para los telepectadores. Borges, que había soñado que se moría, dejó un humilde mensaje para las generaciones futuras: “Les aconsejo que lean a otros autores, que se olviden de mí. Es un consejo muy sincero. Olvídense de Borges, hay tantos otros muy superiores…“. ¿Será por eso que lo he leído poco? Sí, lo he leído poco, pero escuchado mucho.
Decía que fueron los labios borgianos los que me desvelaron el nombre de mi último descubrimiento: Alfonso Reyes. Me picó la curiosidad y me fui por las librerías de viejo de Madrid en busca de alguno de sus libros, que no son fáciles de encontrar. Reyes, al igual que Zozaya, fue un polígrafo —no de esos tan de moda ahora en el siglo XXI; no me refiero a la maquinita televisiva que ante la respuesta del interrogado sentencia: “Dice la verdad”— que escribió sobre muchísimos y diversos temas. Ambos también se dedicaron al periodismo. Sin embargo, sin demérito de mi anterior descubrimiento zozayesco, he de decir que la prosa de Reyes es muy superior.
Alfonso Reyes, mexicano oriundo de Monterrey, tuvo una vida muy interesante, y lo admiro también por haber realizado otro sueño suyo: crear su propia y vasta biblioteca, la valiosísima Capilla Alfonsina. Viajó y residió en distintos países. De 1914 hasta 1924, se exilió en Madrid. Y fue en esta ciudad donde logró ser quien fue, y “no remolque de voluntades ajenas”. Gracias a Madrid logró vivir de lo que más amaba: la escritura. Y fue aquí donde escribió un librito que tituló Cartones de Madrid, un conjunto de estampas literarias de lo que Reyes denominó “la Atenas a los pies de la Sierra Carpetovetónica”. En apenas dos días, leí con urgencia El plano oblicuo, el ya mencionado Cartones de Madrid y Visión de Anáhuac —circula por internet una grabación del propio Reyes leyendo su texto de Anáhuac—; aún me queda por leer Autobiografía, una selección de páginas autobiográficas —hecha por el profesor Alberto Enríquez Perea— dispersas entre los muchos libros de Reyes. Supe que el Fondo de Cultura Económica ha publicado toda la obra de Reyes, y que en en Madrid estos títulos se pueden encontrar en la librería Juan Rulfo. En mis pesquisas alfonsinas, fui a dar también con Andrés, un escritor que atiende la librería de la Casa de México en la madrileña calle de Alberto Aguilera. Fue él quien me recomendó algunas otras lecturas y quien también me desveló un secreto —eso queda para otro momento— que aún no he leído: Tres libros de Julio Torri. ¿Será este otro nuevo descubrimiento?
Con todo, he podido hacerme una idea de la inmensa figura literaria que es el políglota y polígrafo Alfonso Reyes. Cuando Reyes vivió en Madrid y escribió aquel libro de estampas madrileñas, ignoraba que poco más de un siglo más tarde, un madrileño como yo lo memoraría con retazos literarios de lecturas de urgencia a los que llamaría “Cartones de Alfonso Reyes”. Y así, con esta breve nota, dejo constancia del recuerdo de un mexicano universal que rondó solo por las posadas de Madrid entre 1914 y 1917, sin saber a lo que había venido… ¡Qué recuerdos de cosas lejanas!
Tiene 28 años y vive a caballo entre Berlín —donde actualmente estudia con nada más y nada menos que Jörg Widmann—, Madrid y Castellón. David Moliner es compositor y percusionista, un músico para el que la expresividad, el gesto expresivo en la música, lo es todo. Eso se ve claramente cuando uno habla con él. Humilde, modesto, reflexivo, pero muy apasionado en la conversación cara a cara. Para David Moliner la música que llamamos contemporánea entronca con la tradición de Bach y Beethoven. Defiende que la música clásica actual no es conceptual, no es fría ni cerebral… o al menos no debería serlo. Muy al contrario, su bandera es la expresividad, el gesto expresivo que nos hace comprender la música y el mundo que nos rodea. Nos reunimos en Madrid para conversar, y desde el primer instante me doy cuenta de que sea como sea su música, le guste a uno o no le guste, lo cierto es que uno no puede más que prestar atención y escuchar atentamente a alguien que se entusiasma tanto con lo que hace y crea.
¿De dónde le viene la afición por la música y por qué la percusión y no el piano?
La afición real es por el tema de los trenes. Yo era, y lo sigo siendo, un gran aficionado a los trenes…
[David se ríe] ¡Sí! Y Steve Reich también tiene una obra sobre trenes, un cuarteto. Y Dvorak también iba mucho a los trenes; llevaba a sus alumnos a la estación de Praga a ver el tren durante las clases de composición… Como decía antes, de pequeño iba mucho en tren con mis padres, porque me gustaba, me tranquilizaba. Yo era hiperactivo, sigo siéndolo, pero en esa época tenía cólicos también. Y la única cosa que me tranquilizaba era el tren. Me parecía un vehículo silencioso y tranquilo. Iba con el Cercanías de Castellón, donde vivo. También a Valencia. Me acuerdo de que en esa época iba por las tardes, a las tres o las cuatro, y ponían de fondo música clásica. Y aquello me parecía una conjunción perfecta que encajaba muy bien, porque me tranquilizaba y me daba la posibilidad de desconectar de mi intranquilidad del cuerpo. Y así fue como empecé. Mi padre también me hacía algunos dictados al piano…
¿Es también músico su padre?
Bueno, aficionado, pero lo típico de que tocaba algunas notas y me decía que hiciera algo de música en el conservatorio. Así empecé. Al principio me consideraba un pianista un poquito frustrado. Siempre quise hacer piano, pero cuando hice la prueba, aunque en verdad saqué muy buena nota, no quedaban plazas en el conservatorio de Castellón. Mis amigos hacían percusión y, entonces, me metí en percusión. Reconozco que al principio la conjunción con la percusión me costó, porque yo componía y la percusión…
¿Componía usted antes de estudiar música?
Sí, aunque de manera intuitiva. Tenía un programa de música que se llamaba Encore, con el piano. Hice una sinfonía de cámara o algo así y me acuerdo que le dedicaba mucho tiempo. Para mí era algo superenriquecedor. Luego me puse a la percusión y así surgió todo.
Una curiosidad, ¿cómo es que siendo percusionista no le ha dado por el rock?
Supongo que será por la forma de ser de cada uno. A mi padre le gusta mucho la música clásica. Y cuando escuchaba la música clásica en el Cercanías, pues a mí me recordaba a la música que escuchaba mi padre. Recuerdo que mi padre tenía un casete con la Séptima de Beethoven por Karajan y también la Música de los fuegos artificiales y los Conciertos a due cori de Haendel. Para mí aquello era una sensación de catarsis muy fuerte, porque me parecía una música muy dramática, más incluso que alguna música de rock. ¡Por eso fue! En mi mundo no tenía mucha música rock ni pop. Luego cayó en mis manos un disco de clásicos populares de Argenta. Siempre he intentado buscar el encaje de la percusión dentro de el circuito de la música clásica.
En sus dos facetas como percusionista y compositor, ¿cuál de ellas tiene más peso?
Siempre he querido que fueran en paralelo, pero el caso es que nunca ha sido así. A mí me pilló el Plan Bolonia de estudios y entonces era imposible compatibilizar una carrera de composición con la de percusión. De hecho, aún no tengo la carrera de composición, soy percusionista. Pero yo recibía clases de composición con el maestro Voro García en Valencia. Y luego me fui a Madrid con Alberto Posadas, con José Luis Toral… Fui cogiendo ideas hasta madurarlas un poco. Luego estudié con Pascal Dusapin. En el circuito de música contemporánea está muy mal visto hacer un retroceso al pasado. Pascal Dusapin me dijo que tenía que volver a mi pasado, le interesaban las obras que yo había escrito de niño. En ese momento, ¡las piezas encajaron! Es decir, hacer lo que modestamente creo que soy yo. Lo más difícil es ser honesto con uno mismo al cien por cien. Y esa es la máxima aspiración para mí como compositor: ser honesto conmigo mismo. Luego habrá más gente a la que le guste o no lo que hago. Ser honesto es lo más importante. Es difícil en el mundo en que vivimos en estos momentos.
Y con esa honestidad de la que habla, ¿qué le resulta más honesto: componer y que se interpreten sus obras o interpretar obras de otros compositores?
Es que está todo unido. Cuando compones, eres libre, no eres esclavo de nada; cuando tocas obras de otros, es un ejercicio de humildad y de ponerte al servicio de una persona para que te muestre lo que quiere oír y tú hacerlo lo más fielmente posible. Ambas cosas están muy ligadas.
Prosiguiendo con la honestidad, ¿se cumple en usted aquello de no ser profeta en su tierra?
Castellón es una ciudad donde no hay un circuito musical estable, potente, pero me siento muy afortunado de pertenecer a la Comunidad Valenciana, porque me ha dado mucha vida musical. Hay grandes músicos. En mi tierra siempre me he sentido muy acogido y en España también. En ese sentido, las cosas me han venido bien. Es verdad que he trabajado mucho, porque yo estaba viviendo en Berlín y me llamaron para dar clase en conservatorios superiores con flexibilidad horaria. Así que me vine a Madrid y puedo compaginar mi vida profesional de intérprete y compositor con la eventual de pedagogo. Tanto a nivel concertista como compositivo, sí que he tenido bastante reconocimiento en España. ¡Todo lleva su tiempo!
¿Qué retos tiene como compositor?
Esa pregunta da para mucho… Realmente, mi búsqueda más importante es el tema de la tensión y la distensión. La música para mí es neutra, lo único de lo que se puede hablar en la música es de nuestras acciones. La música es lo que uno quiere que sea. La música no es solo auditiva, también es visual. Por ejemplo, está comprobado (en Berlín lo hemos hecho), un clarinetista tocando la Rapsodia de Debussy con un gesto neutro y luego tocándola con más expresividad corporal, el resultado de una y otra interpretación no tienen nada que ver. La semántica de la música para el público es diferente de una manera u otra. Mi búsqueda va por ahí. A mi modesto modo de ver, el tema de la tensión y distensión en la historia de la música se ha tratado muy débilmente. Sé que estoy siendo muy superficial con mi afirmación, pero cuando llegó Anton Webern, por ejemplo, nos mostró un punto de vista en el cual las especies de segunda y séptima que utilizaban en la serie dodecafónica, él era hábil para polarizar una nota de modo que había que estar muy perceptivo para poder escucharla. Eso crea una gran tensión y distensión, porque rompe el modo de la especie. Esa es mi búsqueda: llegar a una máxima explotación de la tensión y la distensión. En ese sentido, me considero un expresionista. Beethoven hizo mucho… en la Heroica ves unos acordes que rompen el modo de la especie. Y Bach también lo hace en la cadencia del Concierto de Brandemburgo n.º 5. ¡Eso es lo que me interesa! Ser orgánico pero con el máximo grado de expresividad. Xenakis también lo hizo con su obra Jonchaies. En mi búsqueda, intento crear acordes que yo llamo congruentes y subyacentes.
¿Qué es un acorde congruente?
Es un acorde en el que se junta toda la tensión. El acorde subyacente es en el que se relaja esa tensión. También se puede tratar de un gesto congruente. En realidad trato de llevar la tensión y la distensión al grado mínimo, como hizo Webern, y también llevarlas al máximo. Webern tiene muchos gestos, sus obras están llenas de gestos, siempre luchando por la expresividad incluso de gestos corporales. Con todos mis respetos, cuando Pierre Boulez dirige la música de Webern sin gesto, se pierde toda la semántica de la obra. Mucha gente piensa que la música de Bach es racional y que la música de Webern o Xenakis también. Sin embargo, para mí son compositores de lo más expresivos.
Al hilo de lo que dice de la expresividad, ¿con qué directores de orquesta españoles de música contemporánea se queda usted?
Me gusta Pablo Heras Casado. Para mí es un referente en este aspecto. Es verdad que Pablo estudió con Pierre Boulez en Lucerna, pero me quedo con él por su expresividad. Ha dirigido muchas obras contemporáneas en Madrid y te contagia, te hace conectar enseguida con la música. También me ocurre algo parecido con Matthias Pintscher, un director alemán, pero que reside en Nueva York. He trabajado con él en Lucerna y es muy expresivo. La música contemporánea tiene mucha relación con Beethoven y con Bach. Por eso no entiendo cuando hablan de que la música contemporánea es cerebral…
¿Cómo le explica usted a alguien que no escuche habitualmente música contemporánea que este tipo de música tiene que ver mucho con Bach, por ejemplo?
Eso ha sido un fallo nuestro. Ha sido un fallo de los intérpretes. No lo hemos sabido explicar bien. A nosotros también nos han explicado también que la música del siglo XX era toda conceptual. Por ejemplo, Rihm estaba muy mal visto. Boulez lo controlaba todo, la expresividad no se podía ver… Cuando hoy en día hablas de sentimientos, de pasión o de expresión en la música contemporánea, ¡por fin nos hemos sentido liberados! Yo creo que la música del siglo XXI va por ahí: por la expresividad. Así pues, ¿cómo explicaría que la música contemporánea tiene mucho que ver con Bach? Con ejemplos. El público no es tonto, pero también necesita de nosotros para explicar algunas cosas.
Ha nombrado mucho a su padre, ¿qué personas le han influido más en su vida?
En cuanto a mi forma de ser, creo que siempre he vivido entre dos extremos, porque mis padres están separados. Mi madre es muy temperamental y mi padre mucho más tranquilo, apaciguado. Mi familia paterna es más conservadora y mi familia materna más progresista. De pequeño he estado en Barcelona, pero también en Castilla, en un pueblo pequeñito. Estaba entre dos mundos. Creo que tengo rasgos temperamentales de mi madre, pero también rasgos que yo llamo polineodionisíacos. Si realmente quieres saber como soy, escucha mi música: piensa con el corazón y siente con la razón. En cuanto a mis influencias musicales, diría una frase que dice Ángel Gabilondo: «mis mejores amigos son Platón y Aristóteles». No dejo de aprender de Bach, de Beethoven, de Webern o Xenakis cada vez que los escucho.
Supongamos que pudiésemos resucitar a Bach justo ahora y que escuchase una de sus obras, ¿cuál cree que sería su reacción?
Puede ser que no entendiera cómo razono yo mismo mis mecanismos con los suyos. ¡O igual sí! Quizás no entendiera todo perfectamente. Bach era muy claro con sus ideas. No obstante, me gustaría decir una frase que me dijo a mí Jörg Widmann cuando me veía dudar al componer: «No puedes dudar, porque si estuvieran aquí Beethoven o Bach tendrías que sentarte al lado de ellos sin miedo a mirarles a la cara». Cada uno tiene sus defectos. Yo estoy lleno de ellos, pero hay que luchar por poder hablar bien a la cara con Beethoven o Bach. Así que puede que a Bach le gustaran algunas cosas de las que hago. ¿Por qué no?
Vayamos ahora a su faceta de intérprete percusionista. ¿Qué le gustaría hacer que no haya hecho ya?
Una cosa que me gustaría mucho es tocar y dirigir percusión para ponerla en el lugar que se merece. Es el instrumento actual. No tengo nada en contra del piano ni del violín, que tienen un gran repertorio. La percusión es el instrumento más neutro; es visceral, es lírico, es expresivo, delicado, es noble, y con tantos colores diferentes… ¡es más que un órgano casi! Mi idea es dirigir programas de percusión, porque es muy gestual, para ponerla en la primera línea de los instrumentos solitas. Siempre se asocia la percusión al acompañamiento, siendo un poco como el hazmereír. Los percusionistas estamos atentos a todo. Muchas veces somos la conexión directa de la orquesta con el director. Ahora tengo un proyecto con el Riot Ensemble. Vendrán a España y haremos una gira con ellos. Haremos un programa con la transcripción de Webern del Ricercare a seis voces de Bach, Plectra de Xenakis, el Concerto de Webern y también haremos una obra mía: la Estructura no. 1.
¿Tiene más proyectos en ciernes?
En el verano de 2020 estrenaremos una obra mía en la Konzerthaus de Berlín: el Concierto para percusión y orquesta que haremos con la JONDE. Es un encargo de la Asociación Española de Orquestas Sinfónicas. También se hará en España y algunas otras ciudades europeas. Tengo muchas expectativas, porque tocaré una obra mía con una orquesta tan buena como la JONDE. En el concierto interpretaremos música de Falla y Mahler aparte de mi obra. También tengo algunos proyectos con Jörg Widmann en Berlín.
¿Hay algo más que quisiera decir sobre la música contemporánea?
Sí. Tenemos que convencer a la gente de que hay que atreverse a pensar, a conocer el mundo en el que se vive realmente. No somos seres simples. Nos venden un mundo simple. No lo es. Si realmente quieres saber cómo eres, la música es el arte más perfecto para saberlo, porque verás la abstracción, te pondrás en el lugar del otro y te atreverás a hacer el ejercicio de pensar. La música contemporánea tiene todo eso. Quizás me falte articularlo mejor, pero hay que atreverse a conocer.
¿Y cuál sería su mensaje para las personas que dentro de unos años lean esta entrevista?
Que se atrevan a pensar. Cada vez vamos caminando más como ovejas. Que tengan la valentía de parar, analizar y saber el mundo en el que vives con toda su complejidad.
Michael Thallium. Verano de 2019. Foto: Beku Marniè.
Alguien llama al timbre. ¡Din don! El dedo acusador se aparta temeroso del botón que, mediante una instantánea señal eléctrica, hace emitir un sonido parecido al de las campanas de otros siglos. Estas, sin embargo, son prácticas campanas adocenadas e invisibles del siglo XXI. Ese brevísimo repiqueteo electrónico a ritmo de dos por cuatro, ¡din don!, resuena en el descansillo y se propaga por las estancias de la casa avisando a los anfitriones de que alguien les reclama de pie ante la puerta. Ese alguien es un joven de apenas veinte años, cenceño, rubio, de ojos claros y no muy alto. Él ignora que quien le abrirá la puerta en unos segundos está sobre aviso de su visita. Juan no sabe que Pepe ha enviado un correo electrónico al afamado escritor y compositor don Roberto Zapata:
“Apreciado Sr. Zapata: un buen amigo mío, Juan Bara, hombre de un talento inusitado (créame esto que le digo, pues en mi vida como intérprete me he encontrado, afortunadamente, con personas muy talentosas, pero ninguna con ese asombroso y extraño talento de Juan) estará en su ciudad el próximo fin de semana. A mi buen amigo le he pedido que le haga una visita, pero él se ha mostrado un tanto reticente. He de confesarle (y le ruego que esto quede entre nosotros) que hace un par de meses también le recomendé que visitara en Barcelona a su colega Paco Lista, cosa que hizo, pero el encuentro no parece que fuera muy satisfactorio y sé que el Sr. Lista no mostró mucho interés ni por las composiciones de Juan ni por sus increíbles dotes como pianista. En mi opinión, y lo digo con todo el respeto, creo que eso se debió a que don Paco Lista anda muy metido en eso que está tan de moda ahora y que llaman vanguardia y nueva música, lo cual puede ser que no le deje ver más allá de tres en un burro y apreciar lo que, claramente, es ARTE con letras mayúsculas. Por eso, si finalmente Juan se decide a acudir a su casa, Sr. Zapata, le pediría que tan solo lo escuche y que juzgue por usted mismo. Yo le estaría muy agradecido. Y, sinceramente, creo que ese encuentro entre ustedes, sin ánimo de ser presuntuoso, les cambiará la vida. Dele recuerdos a su mujer con quien tuve ocasión de compartir escenario hace un año. ¡Un recital memorable! Por cierto, un pajarito me ha dicho que vuelve a estar embarazada, así que aprovecho para darles mi más sincera enhorabuena a los dos. Un abrazo, José Joaquín.”
En el descansillo, los segundos se estiran como relojes fundidos al sol de la impaciencia. Juan, con su mochila al hombro, comienza a arrepentirse de la visita. Piensa que no tendría que haber hecho caso a Pepe. Total, ¡para qué! Ya tuvo bastante en Barcelona con el Lista de los cojones que pasó de su cara y de su culo… Juan está a punto de darse la media vuelta, pero justo en ese momento se oyen unos pasos amortiguados que se aproximan al otro lado de la puerta. El tintín de las llaves y el rasgueo del engranaje de la puerta blindada distraen a Juan y lo disuaden de una retirada de la que, muy probablemente, se hubiese arrepentido: no es consciente de la transcendencia que tendrá esta visita en su vida y en la de al menos otras dos personas más. La puerta se abre. Frente a Juan un hombre con una bata verde y en zapatillas de andar por casa; un tanto horteras, tanto la bata como las zapatillas. El Sr. Zapata, quien tiene 23 años más que el apenas veinteañero delante de sus narices, lo saluda parcamente pero con amabilidad. Lo invita a pasar. Por supuesto, no menciona el correo que José Joaquín le ha enviado. Le llama la atención la belleza física del joven. A Roberto Zapata le sorprende un tanto la voz atiplada de Juan. ¿De verdad que tiene 20 años? Lo guía hasta el estudio que alberga un Conrad Graf auténtico. Juan se sienta al piano. Roberto Zapata se sienta en una silla detrás de él, a cierta distancia. “¡Adelante, toque lo que usted quiera!” Juan comienza a tocar los primeros acordes triunfantes de una de las sonatas que ha escrito. No lleva apenas un minuto tocando, cuando siente unas cálidas manos que se le posan en los hombros y una voz que le dice: “Disculpe un momento, que voy a llamar a mi mujer”. Juan traga saliva sabedor de la responsabilidad que eso conlleva. Roberto Zapata sale disparado hacia el otro lado de la casa en busca de su esposa. Son un matrimonio joven, pero ya con familia numerosa. Roberto le saca nueve años a su mujer. “¡Clara, tienes que ver y escuchar esto! ¡Ven!”. Roberto Zapata, entusiasmado, lleva de la mano a su mujer hasta el estudio. Juan, al ver a Clara entrar, vuelve a tragar saliva. Ha escuchado todos los discos que Clara Zapata ha grabado y, aunque no ha tenido oportunidad de verla tocar en directo, es consciente de que tiene delante de sí a la mejor pianista internacional del momento. Clara le pide que siga tocando. Juan vuelve a comenzar la sonata. Y luego toca un divertido y atrevidísimo Scherzo y otra sonata y otra obra y otra… Pasa una hora y dos y tres. El matrimonio y Juan hablan y se divierten en el estudio como hacía tiempo que no ocurría en esa casa. Finalmente, Roberto Zapata sentencia: “¡No se hable más! Juan, quédate con nosotros el tiempo que necesites. La casa es grande y aunque tenemos a los críos alborotando y correteando por ahí casi todo el día, tenemos una habitación de invitados en el piso de arriba que es muy tranquila, con un piano vertical y una decente biblioteca.”
Pepe tuvo mucha razón al afirmar en el correo a don Roberto Zapata que ese encuentro les cambiaría la vida. Unos pocos días más tarde y tras diez años sin escribir en prensa, Roberto retomará su actividad de escritor para publicar un artículo en el que proclamará a Juan Bara como el mejor compositor de los últimos dos siglos. Las malas lenguas dirán, recordando su bisexualidad y vida de juventud un tanto depravada en las noches de Madrid, que ya está aquí otra vez el Zapata enamorado de otro joven al que exalta a saber tras qué tipo de favores, que más le vale dedicarse a cuidar de sus hijos y dejar de chupar del bote de su mujer. Sin embargo, el tiempo dará tozudamente la razón a Roberto Zapata. Juan Bara será un compositor que dejará para la posteridad las mejores páginas musicales jamás escritas en el siglo XXI. Lo que sí que ninguno de los tres sabe ahora es el tremendo giro que darán sus vidas en apenas tres años. Roberto Zapata intentará suicidarse dentro de unos meses y en 2022, a los 46 años de edad, morirá de una terrible enfermedad tras una larguísima agonía. Pepe, Juan y Clara se lo encontrarán ya muerto en la habitación del hospital. Clara quedará viuda y con hijos; tendrá que luchar en la vida y vivir de lo que siempre supo hacer con genialidad incomparable: tocar el piano. Juan Bara se dejará crecer una profusa barba en cuanto su imberbitud se lo permita —eso no ocurrirá hasta pasados los 30— y hará todo lo posible por “agravar” su atiplada voz para sonar más varonil. Juan no se casará ni tendrá hijos, aunque se hará cargo de los hijos de Clara y de Roberto con mucha generosidad; a Clara le unirá una amistad que durará hasta que la muerte los separe. Clara Zapata, catorce años mayor que Juan, morirá en 2061 a los 76 años de edad. Apenas un año más tarde, a los 63 años, Juan Bara morirá de cáncer de hígado. Durante su último año de vida se dedicará a destruir todo aquello que deje rastro de su paso por la tierra. Solo sobrevivirán las mejores de sus obras que le darán fama mundial igual que se la darán, amén de muchísima reputación, en vida. En cuanto a José Joaquín, Pepe, les sobrevivirá diez años más y se convertirá en adalid y difusor de la música de los Zapata y de Bara hasta su muerte en 2072.
Hoy, 10 de noviembre de 2019, mientras los españoles votan en las elecciones generales el destino de España para los próximos cuatro años, Juan, Clara y Roberto, ajenos a ese proceso electoral, ignoran que cuando por la mañana temprano sonó ese ¡din don! electrónico, en realidad era el destino el que estaba llamando a sus puertas.
Texto escrito en 2004. Quince años han transcurrido desde entonces. Y aunque algunas cosas han cambiado, hay otras que parecen haberse anclado en el mar del tiempo…
Michael Thallium. Verano de 2019. Foto: Beku Marniè.
Si no fuera porque he estado en Cuba y porque tengo amigos por esas tierras tropicales, seguramente no escribiría de esa céntrica isla en el mar de las Antillas. Parece ser que el nombre procede del vocablo indígena Cubanacan, que significa algo así como lugar céntrico. Asumiendo esa procedencia como cierta, ya no puedo inventarme sin remordimiento la historia que me había venido a la cabeza. Quería decir que esa verde isla fue bautizada con ese nombre debido a los conquistadores que portaban cubas de vino del Viejo Continente y, al llegar a la isla, se embriagaron con tanta belleza extraña. Dicho de otra forma, se pusieron borrachos como cubas… y de ahí lo de Cuba. Pero no. No colaría por más que fuera verdad.
Los europeos y, en particular, los españoles tenemos un concepto de la sociedad distinto al concepto que pueda tener un cubano, sobre todo, si el cubano ha salido de la jaula tropical alguna vez. La mayoría de los cubanos ven en Estados Unidos o Europa la panacea y la solución a todos sus problemas —a pesar de que la televisión castrista muestre con reiteración y alevosía las miserias del mundo occidental. Sin embargo, es difícil encontrar en Cuba alguien que quiera quedarse en la isla. Resulta que todos quieren marcharse… o eso dicen.
Otros como yo, en Europa, criticamos inútilmente el sistema occidental que los de la céntrica isla de las Antillas están deseando degustar. Sobre gustos hay ya demasiado escrito. Suele ocurrir que cuando uno tiene siempre pollo para comer, termina aborreciendo el pollo y mira con deseo o envidia al que disfruta del caviar. Sin embargo, suele ocurrir que el que come caviar llega a cansarse también de él, porque se da cuenta de que el pez del que provienen las preciadas huevas llegará a agotarse algún día. El apetito es voraz. Vamos, que el sistema que los cubanos envidian, dista mucho de ser la panacea que les libre de toda enfermedad. Por otra parte, yo tampoco envidio el sistema cubano.
Muchas veces me he hecho la pregunta de si será posible que la democracia llegue a Cuba alguna vez. Después de estar allí, mi respuesta es rotunda: no. El cubano se ha acostumbrado a vivir en la apatía de la perentoria subvención estatal. Le da igual trabajar más, porque va a ganar lo mismo. Es cierto que viven del invento e inventan muy bien, pero veo muy difícil que un cubano entienda que para pagarse un alquiler tenga que trabajar y que para comprarse un piso tenga que hipotecarse para toda la vida.
Recuerdo que una vez, con una entrañable amiga mía, estuve en un colmado, un supermercado cubano. La pasividad de quienes allí trabajaban era más que pasmosa. La fila para pagar era larga y la cajera tuvo la genial idea de ponerse a hacer caja a pleno día mientras las personas se asfixiaban de calor y la negrona contaba casi con los dedos de las manos las monedas. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… Cuando aquella mujer tuvo a bien abandonar la tarea de contable para desempeñar la de cajera, el mosqueo del público era patente. No acabó allí la cosa. Al llegar a la caja, aquella eficiente dama tenía colgando de sus gruesos labios un flas que chupaba con tranquilidad —me imagino yo que para refrescarse del cansancio que le supuso contar el dinero. Mi amiga cubana, compatriota de aquella gorda cajera, enfermó de los nervios y me dijo: ¿Entiendes ahora por qué quiero marcharme de aquí?
No voy a ser yo quien juzgue a unos u otros. Solo quería escribir unas líneas menos literarias que en otras ocasiones para recordar a todas esas personas que dejé en La Habana, porque muy probablemente no entenderán mis críticas a la sociedad en la que vivo y que ellas envidian desde el otro lado del Atlántico. A Zeida del Carmen, a Amanda, a Mr. Bean y Mami, a la Abuela Mallorquina, a Nissete, a Boris y a ese talentoso negrón alto, Ernest Havanna, con quien compartí escenario en repetidas ocasiones representando al maestro japonés y su discípulo Tahíto. Inolvidables momentos aquellos. Vayamos muy bien, borrachos como cubas.