El texto que titulé La predicción allá por 2004, es decir, hace ahora 15 años, estuvo olvidado en una carpeta digital hasta que hoy, por casualidad, me dio por abrir el documento y leerlo. A toro pasado, es muy fácil hacerse el interesante y señalar con el dedo diciendo: ¡Ya os lo dije! ¡Ya lo predije! Aquí y ahora, con el paso de los años, lo reproduzco porque el tiempo ha confirmado la predicción. Confío no obstante en que el transcurso de los años venideros se encargue de rebatir y contradecir lo que dije en 2004. Eso sería una muy buena noticia.
Michael Thallium. Verano de 2019. Foto: Beku Marniè.
Tengo 32 años y desde que nací he vivido oyendo hablar de Afganistán, de Irán, de Irak, de Palestina y de Israel. Con mucha frecuencia, el nombre de esos países ha estado unido, por muchos años, al nombre de personas que unos consideraban líderes, otros dictadores, otros fanáticos, otros libertadores, otros terroristas… Hoy se ha dado a conocer oficialmente la muerte de Yaser Arafat y con él muere una parte de mi historia treintañera. No voy a expresar ningún juicio de valor sobre la persona que ha representado a un pueblo. No lo haré para no herir los sentimientos de quienes lo defienden ni de quienes lo detractan.
Releyendo algunos textos que escribí cuando ocurrieron los atentados de Madrid, en los que predije algunos hechos, concluyo que el paso del tiempo podía haberme quitado la razón. Sin embargo, aún habiendo pasado poco tiempo desde entonces, apenas nueve meses, el tiempo me ha dado la razón o, más precisamente, ha corroborado las predicciones. Sé que a toro pasado es muy fácil mostrarse valiente o ponerse a resguardo del burladero, pero el no haberme equivocado, me motiva para hacer ahora otra predicción, aún sabiendo que puedo errar en lo que diga.
Son muchos los que piensan que tras el fallecimiento de Arafat se abre un nuevo horizonte, que la paz será posible. Lo que no se dice es que son otros tantos los que piensan y desean que eso no ocurra. Por una mera cuestión de lógica individual y humana, que no matemática, concluyo que la paz en Palestina e Israel no llegará, ni la paz en Irak, ni en Irán, ni en Afganistán.
Soy de los que opina que la educación está para enseñar a vivir y que todo educador tendría que aprender a vivir para enseñar. Teniendo en cuenta que en la mayoría de esos países la educación es algo casi “supersticioso” ⎯quien quiera que busque la etimología de esta palabra para saber a qué me refiero⎯, cuando no una educación con muchas carencias, pues resulta normal que la gente, como mucho, aprenda a sobrevivir más que a vivir. Una sociedad cambia por su educación. Si yo me educo en guerra y supersticiosamente, tendré guerra en mi vida y si no la tengo, quizás la eche hasta de menos o la provoque. La muerte de una persona no educa a una generación. La educación de los niños del mañana se hace hoy. Y muchos años tendrán que pasar para que algunas sociedades permitan que quienes las integran aprendan a vivir.
No me resultan esperanzadoras las razones que algunos dan para que llegue la paz entre israelíes y palestinos. Se podrán firmar todos los acuerdos que se quiera y celebrar todas las reuniones o conferencias necesarias para alcanzar la paz, pero ellos seguirán a la gresca. Palestinos e israelíes han tenido y tienen el vicio de la procrastinación: han creído tanto en poder alcanzar la paz mañana, que, “procrastinados”, son incapaces de alcanzarla hoy. Y mañana lo dejarán para pasado y pasado… pasado está.
Cuando yo tenga 64 años, el doble de años que tengo ahora ⎯y a saber si llego siquiera a los cuarenta⎯, quizás haya tenido hijos y mis hijos habrán crecido como yo oyendo hablar de todos esos países, de todos esos nombres de personas salvadores para unos y asesinos para otros. Entonces, solo entonces, quizás pueda yo volver a hacer otra predicción mas halagüeña y la paz sea algo más cercano: todo dependerá de cómo se hayan educado las personas que por ese entonces tengan 32 años como yo ahora. La educación, señores, es tan importante como lenta. Toda una vida. Yo me comprometo a aprender a vivir y a hacer que otros sientan pasión por aprender a vivir. ¿A qué se compromete usted? Usted prediga.
Hace poco tuve uno de esos raros privilegios que la vida otorga a quien espera sin esperar, es decir, a quien aguarda sin impaciencia a que se presente la ocasión, calva o con hermosa cabellera, para aprovecharla. Y la ocasión se presentó de la mano del maestro Cristóbal Soler, quien me invitó a pasar algunas horas de un fin de semana con futuros directores de orquesta. En realidad llevaba yo tiempo queriendo reunirme con él para afianzar eso que parece estar tan pasado de moda hoy: la amistad sincera. Y es que no hace tanto que lo conozco. La música nos unió en la Semana de Música Sacra de Cuenca en 2019, y la música volvió a unirnos ese fin de semana en la escuela de música Katarina Gurska de Madrid, donde Cristóbal imparte un máster en dirección de orquesta. Ese fin de semana estaba dedicado a la zarzuela. Nos habíamos enviado unos cuantos mensajes telefónicos los días previos y, finalmente, acudí a la cita con otro admirado amigo, el violinista Mikhail Pochekin, a quien yo quería que Cristóbal conociese en persona: no hay nada más precioso en la vida que el cultivo de las relaciones personales.
Para la mayoría de personas, los directores de orquesta son unos señores que muestran su espalda al público y que mueven los brazos arriba y abajo delante de los músicos de la orquesta y que, cuando termina la obra, se dan la vuelta y saludan al público. Para no pocos músicos, los directores de orquesta son personas —hombres y cada vez más mujeres— con mucho ego que se plantan delante de otros músicos con mucho oficio para llevarse el reconocimiento del trabajo de los demás que sí que verdaderamente hacen sonar los instrumentos. Y es que los directores de orquesta no tienen un instrumento propio… bueno, sí, su instrumento es uno muy especial, porque no pueden tañirlo, ni tocarlo ni soplarlo: la orquesta. ¡Y, sin embargo, suena! Luego hay otro grupo de personas, quizás minoritario, que sabemos muy bien la importancia que tiene un buen director de orquesta: su principal trabajo no lo hace el día del concierto, lo hace antes, durante los ensayos que nadie ve y pocas personas agradecen.
Pues bien, me encontré yo ese fin de semana madrileño en un aula de la escuela Katarina Gurska rodeado de aspirantes a eso que llamamos director de orquesta: chicos y chicas jóvenes —sí, hay directoras de orquesta, y cada vez más—, de distintos países (Cuba, México, España), que algún día, quién sabe, estarán en un podio dirigiendo las mejores orquestas. Dirijan lo que dirijan, lo de menos es si la orquesta es la mejor del mundo o no, pues son solo unas pocas personas quienes tienen el privilegio de dirigir a las más grandes y prestigiosas orquestas sinfónicas del mundo; lo que verdaderamente importa es que estos jóvenes den lo mejor de sí en cada momento independientemente de si la orquesta o el teatro donde actúen sea de primera, tercera o quinta categoría. Uno nunca sabe quién puede estar entre el público y la mejor tarjeta de presentación es haber dado lo mejor de sí en toda circunstancia. Si lo mejor de uno es un 5, entonces se da un 5, no un 4,5; si lo mejor es un 7, se da 7 y no 6,5; si lo mejor es un 10, se da 10,5. Y es que una de las características del buen director de orquesta es… la paciencia.
Resulta muy curioso observar cómo se forma un grupo de jóvenes aspirantes a la dirección de una orquesta. Frente al correpetidor (pianista) y los solistas, uno de los aspirantes dirige ante la atenta mirada del maestro, en este caso, Cristóbal Soler. Los otros jóvenes directores, desde sus asientos, también dirigen a su manera. Es como si uno estuviese en una clase de taichí: mueven los brazos y las manos en silencio, acariciando el aire, rasgándola cuando toca al son de la música; gesticulan, ponen caras extrañas, cierran los ojos, los abren como si se les fueran a salir de las órbitas… El lenguaje no verbal es quizás lo esencial de la dirección orquestal. El maestro Cristóbal Soler hace parar a quien dirige para corregir, comentar y… “proponer”. Y es que el director de orquesta ha de comprender que su vida se basa en la propuesta y no en la imposición. Y para proponer bien, uno ha de tener las ideas claras y hablar lo menos posible. Menos es más. Un director de orquesta es un maestro que da forma al silencio para convertirlo en música, un domador del ego, el suyo y el de los músicos que tiene delante de él. Por eso insiste Cristóbal Soler en la formación integral del director de orquesta. Y pone de ejemplo a Erich Kleiber. La música es humana: quienes la escriben y la interpretan son humanos. La lucha de un buen director de orquesta es la de dominar su propio ego para hacer que sintonicen los muchos egos de los músicos de la orquesta para conformar un resultado único y acorde. ¡Pobre del director que menosprecie la sabiduría de un correpetidor o de un sencillo músico de orquesta! Por supuesto que la técnica es importante, pero la característica más importante de todas para un director de orquesta es algo que muchas personas obvian y en lo que insiste una y otra vez Cristóbal Soler: ¡ESCUCHAR! Solo de la verdadera escucha puede surgir la humildad de saberse en una posición privilegiada para que sean otros quienes brillen: la orquesta, ese raro instrumento que ningún director podrá jamás asir pero que, sin embargo, sonará maravillosamente una vez vencida la batalla de los egos.
Dirigir una orquesta es dirigir la propia vida. Que a nadie le quepa duda de que es una labor que dura toda una vida y que hay que cultivar todos los días, poco a poco, como se cultivan las relaciones humanas, como se cultiva un huerto del que a la sazón surge el efímero fruto. Ese huerto vital y sonoro requiere dedicación y mucho esmero para que se mantenga fértil. El fruto se goza, el huerto se vive. Y solo al escuchar comprendemos la vida.
Michael Thallium. Verano de 2019. Foto: Beku Marniè.
Me alejé de quienes me rodeaban. No del todo, pero me alejé. Y eso que frecuentemente estoy rodeado de gente. Dejé mis agradecimientos matutinos. Dejaron de tener sentido para mí o empecé a sentir que perdían la autenticidad que a mí me gustaba imprimir en las cosas que hago: se convirtieron en rutina. Luego me encerré en un mundo de letras y papel —un mundo teórico, pero ¡tan vivo para mí!— y, aunque en ningún momento perdí el sentido de la realidad, lo cierto es que me fui desconectando… porque anhelaba conectarme.
Huelga dar detalles de lo acontecido en mi vida en los últimos tiempos. Baste decir que logré concentrar mi estado en dos breves reflexiones que anoté mientras viajaba en el tren de cercanías. Los pensamientos habían recorrido las circunvoluciones de mi cerebro como ejército de hormigas descabezadas en inútil busca de objetivo:
1. Oh, cruel fortuna la de darse cuenta solo al morir de lo único que a uno le faltó toda la vida: ser niño.
2. Hasta que la tierra me trague o las llamas me fulminen, naceré y moriré muchas veces. El problema es que mi estupidez no me deja ver cuándo muero y cuándo nazco, y entonces me obstino en conservar lo de mí ya muerto y aun podrido.
Hoy, sin embargo, hablo con una amiga a miles de kilómetros de distancia. Me cuenta cómo superó hace unos años una terrible operación de mandíbula que la dejó sin habla, con millones de lágrimas y tiempo derramados frente al espejo maldito. Hablamos de los cambios en la vida. Yo le cuento que no tengo ninguna experiencia traumática de la que hablar. Intento explicarle con una metáfora la situación en la que me encuentro: mi caída no es dolorosa, no he caído en picado; mi caída es la de un hombre que se zambulle en un océano inmenso por el que va descendiendo lentamente, mecido por las aguas marinas, como flotando, pero hundiéndose. Y como el fondo abismal está siempre tan lejos, el hombre parece que nunca va a tocar fondo, porque siempre puede llegar más hondo. Entonces, el hombre se da cuenta de que el peso del océano lo presiona y aprisiona. Y es que ha descendido tanto, que salir ahora a flote quizás sea más trabajoso que salir de una situación traumática y dolorosa: ¡la fuerza de la costumbre tiene una inercia sideral!
Al acabar la conversación con mi amiga de la mandíbula de titanio, rememoro esas dos reflexiones de tren de cercanías. Al conticinio, en mi dormitorio, me veo inmerso en ese océano y me revuelvo. Empiezo a patalear y a agitar los brazos para ascender por esas aguas de la rutina, hipnotizantes, aletargantes, consciente del peso de la inmensa letargia marina. Me asalta la duda: ¿tendré suficiente aire para lograr la hazaña?, ¿saldré a flote? Sé que la alternativa solo es, alguna vez, muy lentamente, tocar fondo para no emerger jamás.
Como por ensalmo, vuelvo a dar gracias. Gracias por querer flotar, por querer resurgir. Doy gracias por no haberme ahogado, por rectificar esa letárgica caída. Por la lenta ascensión. Por el cambio.
La revolución española vista por una republicana, escrito en 1936 y publicado por primera vez, con traducción española de Luis Español Bouché en 2005. Editorial Renacimiento.
“He acusado las injusticias porque no quiero que mi silencio las absuelva, y las he puntualizado para darme a mí misma los ciemientos de las que hayan de ser mis futuras actuaciones políticas, tanto como para que de ellas deduzca enseñanzas la mujer.” – Clara Campoamor (1888-1972)
‘Pasmo’ tiene varias acepciones. La primera de ellas que ofrece el diccionario de la RAE es admiración y asombro extremados, que dejan como en suspenso la razón y el discurso. Hay otra, la tercera, que también me interesa ahora: rigidez y tensión convulsiva de los músculos. De pasmo viene pasmoso. En cuanto a la ignorancia, ¡ay, la ignorancia de la que no somos conscientes! Esa, es muy atrevida. Y todos sin excepción, en algún momento, hemos sido ignorantemente atrevidos.
Las palabras precedentes surgen de una insignificante reflexión que hago tras casi seis meses embebido de literatura española de la primera mitad del siglo XX y, más concretamente, de libros publicados entre 1930 y 1940, es decir, de personas que escribieron durante la II República y la Guerra Civil españolas. Y mi reflexión, que ignoro a quien puede importar, es la siguiente: “en los dos últimos años han venido ocurriendo en España acontecimientos sociales y políticos que se asemejan a algunos de los que ocurrieron entre 1931 y 1936″. No voy a nombrarlos, porque considero que quien tenga oídos y ojos y sea consciente de su ignorancia, podrá en algún momento llegar a comprender a cuáles me refiero. Últimamente, menudean por las televisiones y otros medios de comunicación, algunas personas, demasiadas, hombres y mujeres, políticos, tertulianos y opinadores, feminotauras incluidas —quien quiera saber a qué me refiero con eso de feminotauras que lea La novela del buscador de libros de Juan Bonilla— que hablan vehementemente de un periodo de nuestra historia del que parecen saber más bien poco. Sírvame de ejemplo la figura de Clara Campoamor. Hay muchas personas que se llenan la boca y la perorata de “Clara Campoamor” y, a mi juicio, por lo que dicen y cómo lo dicen, concluyo que la mayoría de ellas no tienen ni pajolera idea de quién están hablando ni de lo que hizo ni de lo que dijo. Su atrevida ignorancia me deja pasmado tanto en primera como en tercera acepción de pasmo: sus palabras y actitud me producen asombro y el cabreo me embarga poniendo rígidos mis músculos. Cuando la reflexión y la profundidad escasean, los lugares comunes, la trivialidad y los tópicos abundan. A todas ellas, les recomiendo que lean. Solo eso. Bueno, eso y que después de la lectura ejerciten las neuronas como mejor les convenga.
El voto femenino y yo: mi pecado mortal (1935). Editorial Renacimiento.
Decía Clara Campoamor en su fantástico libro que recomiendo, La revolución española vista por una republicana, que si el porvenir trajese la victoria triunfal de los ejércitos gubernamentales (refiriéndose a los milicianos y simpatizantes del Frente Popular), ese triunfo no llevaría a un régimen democrático, pues los republicanos ya no contaban en el grupo gubernamental. El triunfo de los gubernamentales iba a ser el de las masas proletarias, y al estar divididas esas masas, nuevas luchas decidirían si la hegemonía sería para los socialistas, los comunistas o los anarcosindicalistas. Pero el resultado sólo podía significar la dictadura del proletariado, más o menos temporal, en detrimento de la República democrática. Por otra parte, si las causas de la debilidad de los gubernamentales llevasen a la victoria de los nacionalistas, éstos habrían de empezar por instaurar un régimen que detuviese los enfrentamientos internos y restableciese el orden. Ese régimen, lo suficientemente fuerte como para imponerse a todos, sólo podía ser una dictadura militar.
Teniendo en cuenta que esas palabras las escribió Clara Campoamor en 1936, tres años antes de que terminase la Guerra Civil, su honrada actitud sí que fue verdaderamente atrevida (valiente) y pasmosa (sorprendente), no como esa ignorancia atrevida y pasmosa de tantas otras personas de aquella época y de esta otra ochenta años más tarde.
Fue en la Fundación Juan March cuando lo vi y oí tocar por primera vez. Era una mañana de domingo, fría y con nieve, de febrero de 2018. En aquella ocasión, el pianista moscovita Yury Favorin iba de acompañante del violinista Mikhail Pochekin. Y desde ese momento en que lo oí tocar, Favorin se convirtió en uno de mis favoritos, porque hay que ser muy buen músico para acompañar y hacer brillar a otros músicos cuando uno puede brillar, y mucho, por sí solo. De aquel breve encuentro en el camerino después del recital, me quedé con la impresión de que Yury Favorin era una persona introspectiva, profunda, pero igualmente intuí que quien supiera dar con la llave que abre las puertas de su personalidad, descubriría a un hombre afable y buen conversador. Algo más de un año y medio más tarde, no sé si por azar o por haber dado con esa llave, pude conversar con Yury Favorin y hablar de lo que más le gusta: la música. Por favor, háganme el favor de escuchar a Favorin: su interpretación de los los Estudios op. 2 de Prokofiev no tienen parangón.
¿Cómo comenzó usted en el mundo del piano?
Bueno, de hecho, mi primer instrumento no fue el piano. Fue la flauta dulce. Aprendí a tocarla cuando tenía unos cinco años. Tenía un profesor de clarinete y a los ocho años, cuando entré en la Escuela Estatal de Música Gnessin comencé con el clarinete y el piano. Pronto se hizo obvio que tocaba mejor el piano que el clarinete. Con quince años empecé a estudiar composición y entré en el Conservatorio de Moscú en el año 2004. Tendría unos 17 años. Fue entonces cuando me pasé al piano y dejé de tocar el clarinete. Así fue como empecé.
Entonces, ¿ya no toca el clarinete?
Ahora solo toco el piano.
¿Y se cumple en su caso eso de que de casta le viene al galgo, quiero decir, son sus padres también músicos?
No, mis padres no son músicos. Mi abuela estudió algo de joven en una sencilla escuela de música, pero no terminó los estudios. Sin embargo, el sueño de su vida era que alguien de la familia supiera tocar el piano e hiciera música. Así que la idea de que yo empezara con la música partió de mi abuela. Ella fue quien me llevó a la escuela de música.
¿Y cuándo empezó a pensar en una carrera profesional como pianista?
Creo que fue más o menos cuando estaba en el segundo año de conservatorio. Tenía que prepararme para el Concurso Olivier Messiaen de Paris. Allí tuve una especie de pequeño éxito y fue entonces cuando vi la oportunidad de convertirlo en mi profesión.
Ahora que acaba de mencionar un concurso, ¿cuál es su opinión sobre los concursos de piano?
No creo que pueda decir algo interesante sobre ellos. La mayoría de jóvenes pianistas participan en los conciertos porque quieren tener reconocimiento y que el público los escuche, que los conozca. Pero por otro lado, la idea de los concursos, de la competición entre artistas es un tanto extraña. Y eso es un problema.
Cuando terminó sus estudios de piano y comenzó su carrera profesional, ¿le resultó difícil conseguir conciertos?
[Yuri sonríe] No sé. Cuando toqué en París y después del Concurso Internacional Reina Isabel de Bélgica, en Bruselas, en 2010, comencé a recibir ofertas para tocar en conciertos y, por alguna razón, eso ha seguido así hasta hoy [Yuri se ríe].
Hace algún tiempo le hice esta misma pregunta a un compatriota suyo, Nikolai Lugansky, ¿cree usted que hay una escuela rusa del piano, una francesa, una americana, alemana, etc.?
Si me pregunta sobre las características principales de cada escuela, creo que es difícil hacer un juicio desde dentro, porque estudié en Moscú. Si me habla de, por ejemplo, Richter o Gilles u otros grandes pianistas rusos, son todos tan diferentes que uno apenas puede encontrar algo en común entre ellos. Pero creo que una de las ideas es que el sonido del piano ha de producirse con todo el peso, no con dedos ligeros, me refiero a un sonido profundo, con todo el peso del brazo, con todo el peso del cuerpo. Quizás sea esta una de las cosas que podrían decirse de la escuela rusa, pero me resulta difícil hablar de ello.
Hablemos de sus grabaciones. Tengo dos de sus CD: Alkan Piano Works en el sello Muso y Yuri Favorin Piano enMelodiya. Le confieso que este último CD suyo con obras de Prokofiev, Popov, Shostakovich, Rebikov y Feinberg es uno de los que más escucho. Su interpretación de los Estudios op. 2 de Prokofiev es puro fuego, especialmente el modo en que toca el primero de ellos, si me lo permite, es de otra dimensión. Y cuando pude ver por internet el vídeo del Concurso Cliburn donde también interpreta esta obra, pude comprobar que no hay ni trampa ni cartón: son sus manos las que producen es fantástico sonido. Cuándo mira atrás, ¿de qué álbum se siente más orgulloso?
Creo que el CD que ha mencionado es el mejor para mí, porque me metí de lleno en él, no solo en la interpretación y preparación del programa, sino también en el trabajo de los ingenieros de sonido. Me costó mucho más trabajo y fue más difícil que otros CD.
¿Qué repertorio cree que se le da mejor?
Me gustan muchísimas obras musicales de muy diferentes estilos y de compositores muy distintos… Por supuesto que tengo algunas favoritas, pero me gusta tanto el clasicismo, como el romanticismo o la música moderna del siglo XX. Así que no puedo decirle, porque me encantan muchísimos tipos de música.
¿Cuál es su mayor reto como pianista?
Seguir tocando lo mejor que pueda. Este año me gustaría hacer una grabación en directo de las tres suites de Años de peregrinaje de Liszt. Lo haré dentro de dos semanas en Moscú. Todo el concierto estará dedicado a este ciclo de Liszt. El álbum saldrá en el sello Melodiya y espero que se publique pronto. Este será el trabajo más interesante y ambicioso para mí en el futuro.
Sé que también tiene un grupo de música con el que hace música muy moderna, experimental, una especie de música improvisada…
Es un grupo en el que también compongo música. En realidad se trataba de un trío para improvisar. Tuvimos algunos conciertos, pero ya no estamos activos, principalmente porque resultaba un poco difícil organizar conciertos con percusión. Pero sigo improvisando música con ellos y con otros improvisadores. Hay algunos CD circulando por ahí.
Dado que estudió composición, ¿ha pensado alguna vez en desarrollar su carrera como compositor?
Lo pensé, pero después de tener algo de éxito como pianista, me volqué en el piano.
Qué prefiere, ¿música para piano solo o música de cámara?
Ambas me encantan. Me gusta la música para piano solo, me gusta la música de cámara, me gusta tocar con orquesta. El piano es un instrumento grande y es magnífico, pero es aún más magnífico en colaboración con otros músicos y artistas.
¿Hay algún pianista al que admire?
Hay muchos pianistas y sería difícil para mi decir uno, pero me encanta Vladimir Sofronitsky. Fue un gran pianista, no un virtuoso como tal, pero fue un músico realmente estupendo. También me gusta Richer, pero hay tantos otros grandes pianistas…
¿Podría decirme tres cualidades que usted tenga como pianista?
No estoy seguro de poder hacerlo. De hecho, nunca me oído a mí mismo como oyente. Me escucho cuando estudio, por supuesto, pero no me escucho después de hacer una grabación. Creo que son otras personas quienes deberían decirlo, no yo.
Entonces permítame que se lo pregunte de otro modo, ¿podría decirme tres cualidades personales suyas que se reflejen en us modo de tocar el piano?
Sigo pensando lo mismo. Verdaderamente es muy difícil para mí decir algo…
Bien, creo entonces que yo podría decirle una. Me da la impresión de que es usted una persona muy profunda, que le gusta profundizar en las cosas. Puede que me equivoque, porque solo nos conocemos de aquella vez después del concierto en la Fundación Juan March, en Madrid. Sin embargo, tengo esa sensación de que usted busca la profundidad. ¿Está de acuerdo?
¡No podría decirIo! ¡De veras! Lo que sí puedo decir es que la música me encanta. Ya sé que mucha gente dirá lo mismo y sé que decirlo no es muy especial…
Casi siempre les pregunto esto a todos los músicos con quienes hablo. Cuando usted va a dar conciertos a los auditorios, probablemente verá a gente muy mayor entre el público y a poca gente joven. ¿Qué les diría a los jóvenes para que escuchasen más música clásica y que asistiesen a los conciertos?
No sé qué puedo decir. Simplemente creo que hay maneras especiales de meterse en la música clásica. Puede ser que a los jóvenes no les guste oír mucho a Mozart, aunque sea música maravillosa, y quizás les apetezca más oír, al menos en Rusia, música de Stravisnky. Siempre habrá un compositor especial con el que puedan conectar y adentrarse en el mundo de la música clásica.
¿Tiene planes de venir a España a tocar en el futuro?
Me gustaría, por supuesto. No he estado muchas veces en España, pero me gusta el modo de vida de los españoles.
Si tuviera que pensar, así, de brote pronto, en un programa para un concierto en España, ¿qué obras interpretaría?
Sin duda, sería muy interesante tocar música de compositors españoles. La música de Albéniz me fascina…
Madrid. Ocho de octubre de 2019. Merodeo por la Feria de otoño del libro viejo y antiguo en el Paseo de Recoletos. Me asomo al quiosco del único librero capicúa del mundo que conozco: Marcos Ortiz Marcos. Me reconoce. Apenas una semana antes había estado allí en busca de algún libro del olvidado Antonio Zozaya a quienes los músicos de Madrid habían dedicado una portada en la revista POM en enero de 1936. Aquella primera vez, me dio o yo le di conversación. Le compré o me vendió La guerra de las ideas y una primera edición de Hazaña de Mío Cid Campeador de Vicente Huidobro a precio de saldo. Ahora que nos vemos por segunda vez me dice: “Leí tu artículo sobre Juan Bonilla. ¿Encontraste algún libro más de Zozaya?” Comienza otra interesante y amena conversación de esas que dos extraños mantienen intuyendo que, amén del año de nacimiento, algo les une sin saber muy bien qué. Marcos ignora que dos horas y media más tarde tengo una cita en el Museo del Prado. Igualmente, yo ignoro tantas otras cosas que están detrás de ese quiosco de librero capicúa… Mientras hablo con él, mis ojos se fijan en un ejemplar de Por la otra orilla de Agustín de Foxá. Me dice: “Es una primera edición”. Se la compro y él me la vende a precio de saldo. Aprecio el saldo y agradezco el gesto para mis adentros. Me despido con sincera admiración por alguien que atesora una biblioteca personal de 3.000 o 4.000 ejemplares. Sé que volveré a verlo. Alguna vez.
Me encamino hacia el Museo del Prado. He de estar a las ocho y cuarto en la puerta de los Jerónimos. Ocho días antes, Victor Moreno, responsable de comunicación de la Fundación Albéniz me había escrito para invitarme a una experiencia única… y bella: disfrutar de pintura y música una vez cerrado al público el museo. No podía decir que no. Aún es pronto. Hago tiempo en el Café Murillo cercano al Museo del Prado. Lleva allí desde 1927 (el Café, claro; no el museo). Aprovecho para hojear mi última adquisición y oler ese olor tan característico que desprenden las hojas de libro viejo. Pago lo que adeudo y acudo a mi cita.
En la puerta del museo hay un grupo muy reducido de personas. Enseguida veo a Victor que sale del museo junto a otras personas, algunas conocidas, que, como él, hacen un trabajo callado que pasa inadvertido y sin el cual muchas veces sería más difícil disfrutar de esos raros momentos sublimes de belleza única. Saludo. Nos dividen en cuatro grupos. Mi grupo es el número tres. ¿Cuantas personas? ¿Quince? ¿Quizás veinte? No las cuento. He venido a disfrutar. Sin embargo, no puedo dejar de preguntarme qué historia habrá detrás de cada una de las personas que me acompañan en el grupo. Historias ignoradas y que solo conocen quienes las viven. Y, ahora, todo ese bagaje individual de cada cual se une, efímeramente y por azar, en un limitado grupo de personas que no se conocen. Nos asignan como guía acompañante al historiador del arte Antonio Muñoz Gonzalo. Comienza la visita.
Nuestro cicerone nos ilustra mientras recorremos los amplios pasillos en dirección a la sala donde se encuentran dos famosos cuadros de Francisco de Goya. El Museo del Prado no fue ideado originalmente como pinacoteca, la más grande del mundo, dicho sea de paso. En realidad se quería construir un museo de la ciencia, de ahí esos pasillos tan amplios y salas de altísimos techos. No obstante, está al lado del Real Jardín Botánico. El edificio se concibió en tiempos de la Ilustración de Carlos III, una construcción que se llevaría acabo durante su reinado y el de su hijo Carlos IV. Sin embargo, las voluntades del destino lo hicieron pinacoteca. Llegamos a la sala donde están El 2 de mayo de 1808, conocido popularmente como La carga de los mamelucos y El 3 de mayo en Madrid, el famoso cuadro de Los fusilamientos. Allí nos esperan con sus guitarras acústicas Igor Paskual, historiador del arte y comisario del evento —quizás mucho más conocido como el guitarrista de Loquillo— y Ángel Carmona, periodista presentador de Hoy empieza todo en Radio 3. Pua en mano el primero y a dedo descubierto el segundo, ambos interpretan El dos de mayo, un curioso pasodoble que el maestro Federico Chueca compuso en 1908 —la última obra que compuso antes de morir en junio de ese mismo año— para la conmemoración del centenario de la Guerra de la Independencia. Contemplar los ojos de los caballos de los mamelucos, únicos que miran al espectador de entre todas los ojos que inmortalizó Goya en su famoso cuadro, es toda una experiencia.
Reanudamos el recorrido en dirección a la sala que alberga El jardín de las delicias de El Bosco, uno de mis cuadros favoritos, lleno de simbolismo y alegorías que pasan inadvertidas a los ojos del siglo XXI. Allí aguardan sentados tres alumnos de la Escuela Superior de Música Reina Sofía. Descubro por primera vez en mi vida —¡un cuadro que tantas veces he mirado!— que en las nalgas de una de las figuras representadas en el infierno hay una melodía que alguien, con paciencia, ha conseguido descifrar: la joven estadounidense Amelia Hamrik. Nosotros, los privilegiados del grupo en que me encuentro, vamos a poder escuchar esa melodía que Hamrik bautizó como La canción del trasero del infierno delante del mismísimo cuadro al que Felipe II se refería como El cuadro de las fresas. Suena la melodía, primero en el violín, luego entran a acompañarlo la viola y seguidamente el violonchelo. ¿Qué pensaría El Bosco si hubiera sabido que más de quinientos años después de haber pintado su cuadro un limitado grupo de personas lo contemplaría con asombro mientras sonaba una música compuesta con la melodía que él mismo había cifrado al óleo y con genialidad? Al terminar la interpretación del trío, me rezago del grupo y le pregunto al violinista quién ha compuesto la obra. Al mostrarme la partitura, descubro que es alguien vivo que se hace llamar Juanvi Sprout.
Alcanzo al grupo y seguimos recorriendo los magníficos pasillos y salas del Prado hasta llegar al siguiente destino: La bacanal de los Andrios de Tiziano. Descubro que el preciado color azul ultramarino lo conseguía Tiziano, ardua y pacientemente, hace 500 años, machacando una piedra lapislázuli que le traían de Afganistán. En ese cuadro, a los pies de la Venus dormida, hay otra partitura con el texto: “Quien bebe y no vuelve a beber, no sabe lo que es beber”. Son ahora las voces de cuatro jóvenes alumnos de la Escuela Superior de Música Reina Sofía las que animarán la pintura de Tiziano. Una soprano, una mezzo, un tenor y un barítono interpretan un madrigal basado en el texto que aparece en La bacanal. La fuerza de sus voces me hace pensar en la intensidad del azul ultramarino que ha sobrevivido al paso los siglos. Vuelvo a rezagarme para preguntarle a los cantantes quién es el compositor del madrigal. La soprano me responde que la obra es de Adrián Willaert, un compositor flamenco contemporáneo de Tiziano.
Va llegando el final del recorrido donde nos espera La adoración de los pastores de El Greco, ese testamento que estuvo pintando Domenikos Theotokopoulos hasta su muerte y en el que la virgen tiene el rostro de su mujer y él mismo se representa arrodillado ante el niño Jesús. Fue El Greco discípulo de Tiziano, de quien aprendió la técnica de ese color azul ultramarino tan característico de sus cuadros. En esta ocasión, la música que dará vida al cuadro es una versión para cuarteto de cuerda del último movimiento Pastorale del Concerto Grosso “Per la notte di Natale” de Corelli. Mientras escucho la música que surge de los dedos y arcos de los alumnos de la Escuela Superior de Música Reina Sofía, miro alrededor y observo a esas pocas personas privilegiadas que me rodean, contemplo los cuadros de El Greco que también están en esa sala y siento que desde el ángulo en que me encuentro alguno de los retratos me mira como diciendo: estás vivo, contempla, escucha y disfruta.
Termina la visita. No me da tiempo a despedirme de Victor. El grupo se dispersa y cada cual vuelve anónimamente a su vida. Bajo caminando por el Paseo del Prado hacia la estación de Atocha. Reflexiono sobre la importancia del mecenazgo —en este caso el de la Fundación Telefónica, patrocinadora del evento—, sobre todas esas cosas que el ojo no ve ni el oído escucha. De todo el esfuerzo que hay detrás de cada hoja de un libro, de cada trazo de un pincel, de cada cuadro que se contempla, de cada nota que el músico toca.
En el semáforo antes de llegar a la estación, veo a la soprano que me habló de Willaert abrazada a quien supongo será su amor. Ella no me ve. Poco a poco, la vida de cada cual se diluye entre las vidas de tantas otras personas. Solo queda el recuerdo de un sublime momento de belleza única, ignorantes todos nosotros de eso que está detrás y no vemos.
Comienzo con una confesión íntima: solo me he leído un libro de Juan Bonilla e ignoro si alguna vez leeré algún otro más. Me muevo por impulsos caprichosos. Acabo de terminarlo hace apenas unos minutos. Y lo he disfrutado, porque a ambos nos aquejan enfermedades que se asemejan: a él la bibliomanía; a mí, la melobibliomanía. Los síntomas son parecidos: quien las padece siente un irrefrenable y placentero impulso a callejear por lugares inverosímiles hasta dar con librerías de lance y viejo en busca de algún libro que incluir a la particular biblioteca que uno atesora inútilmente. Por fortuna, el grado de mi enfermedad, si lo medimos por el número de ejemplares acumulados, es muchísimo más leve que el de Bonilla, aunque ya ha empezado la preocupante fase en que, por falta de espacio y exceso de vergüenza, escondo algunos libros entre la ropa que guardo en los armarios. Quizás Bonilla no esté aún en fase terminal y, probablemente, le queden bastantes años más de vida, porque esta enfermedad, curiosamente, te acompaña hasta la muerte, último remedio, al parecer y hasta la fecha, para su cura. Sin embargo, aún siendo mucho más leve en mi caso, al mal que me aqueja lo acompaña otro rasgo no menos preocupante que quizás lo agudice: a la acumulación de libros se añade, según temporadas e impulsos, la acumulación de música y una amenazante ruina económica. Tal es así que ha habido épocas en mi vida en que solicité a amigos o conocidos que no me dejasen, bajo ningún pretexto ni excusa, entrar en ninguna librería ni tienda de música. Pero no es mi intención hablar de mí, sino de La novela del buscador de libros en la que Juan Bonilla explica con maestría, humor y buena literatura las andanzas y desventuras de todas esas personas que nos pasamos la vida rastreando libros. No es un ensayo histórico bibliográfico, no. Ese ya existe, como bien relata Bonilla en su libro, y se llama Enfermos del libro de Miguel Albero. La novela del buscador de libros es “una memoria desordenada, porque la búsqueda de libros es así, desordenada, azarosa”; es una novela que infunde en quien la lee el ánimo de encontrar a autores supuestamente menores para decir, al rescatar alguno de sus libros: ¡vamos, levántate y háblale al mundo!
Antes de seguir con la novela de Juan Bonilla, creo oportuno relatar como lo conocí a él, no en persona claro está. En agosto de 2019, una buena amiga me invitó a pasar unos días, cerca de Rota, en tierras gaditanas, que yo aproveché para pasear al alba por las esmeriladas arenas de la playa que va de Costa Ballena a Chipiona y dedicar el resto del día a la lectura. Ese era un buen antídoto contra la picadura del gusanillo de tener que buscar librerías… pero el gusanillo me picó uno de los días y lo que en principio iba a ser una mera incursión en Rota y el Puerto de Santa María por ver si encontraba algún libro, se convirtió en una inesperada y breve excursión a Jerez de la Frontera. No lo pude evitar. Mis manos al volante y mis pies en los pedales maniobraron siguiendo ese impulso que solo conocen los buscadores de libros y a Jerez fui a parar. A quien se le diga que fui a Jerez para buscar, sin esperar encontrar, una librería en lugar de disfrutar de su casco antiguo y su vinito típico, pensará que estoy loco. Ya lo dije antes. Esto es una enfermedad. El caso es que tras callejear infructuosamente, me rendí a la evidencia. ¿Quién iba a encontrar una buena librería en Jerez cuando las hay en Madrid y puedo visitarlas cuando me dé la gana? El asunto es que cuando estaba a punto de encaminarme de regreso al lugar en el que había estacionado el coche, se me ocurrió preguntar a un viejito si sabía de alguna librería por la zona en la que me encontraba. Me indicó con las manos la boca de un callejón por la que había pasado varias veces antes sin entrar por suponer, erróneamente, que ahí no podría haber ninguna librería. Lo que para mí era una callejuela tiene el nombre de Calle de los Remedios, y en el número 9, se encuentra la librería El Laberinto. ¡Para mí fue todo un descubrimiento! Allí que entré y enseguida conjeturé que por los libros que allí guardaba el librero no era una librería cualquiera. Enseguida entablé una interesante conversación con él y le hablé de Chaves Nogales, de Andrés Trapiello, y de la Editorial Renacimiento que quería visitar unos días más tarde a mi regreso a Madrid y, ¡quién sabe!, con un poco de suerte quizás hasta pudiera encontrarme con Abelardo Linares. No supe hasta unas horas más tarde, porque lo busqué en internet, que el librero se llamaba Manuel Romero Bejarano y que también era historiador y escritor y que había sido el primer concursante del televisivo Pasapalabra que ganó un millón de euros. Pero cuando estaba hablando con él en El Laberinto ignoraba yo todo aquello, así que le debí de parecer uno de esos entusiastas buscadores de libros que se creen que lo saben todo. ¡Ay, nunca subestiméis a un buen librero! ¡Os dará sopitas con honda! Me dejé aconsejar y salí de allí con tres libros. El maestro Juan Martínez que estaba allí de Manuel Chaves Nogales, Claus y Lucas de Agota Kristof y un tercero que me recomendó al darse cuenta, supongo, de mi bibliomanía y de que yo le había preguntado si podía recomendarme algún escritor de Jerez: La novela del buscador de libros. “Es de Juan Bonilla”, me dijo. “¿Juan Bonilla? ¡En mi vida he oído hablar de él!”, repuse yo. El amable librero prosiguió diciéndome que Juan Bonilla renegaba un poco de Jerez, pero que si me gustaban los libros, ese libro era lectura obligada y que me encantaría.
Ignoro si Juan Bonilla reniega o no de Jerez, pues, como ya dije, no lo conozco en persona. ¡Allá que se entiendan los dos, librero y escritor! Ellos sí que se conocen en persona. Sin embargo, he de decir que la recomendación de Manuel Romero satisfizo mis expectativas y que yo también recomiendo la lectura de La novela del buscador de libros a toda persona que disfrute con buena literatura. Cierto que quien tenga dentro el gusanillo bibliófilo, no ya el bibliomaniático, lo disfrutará aún más, pero la compra del libro ya solo merece la pena para cualquier persona por el texto que va desde la página 221 a la 235 en la primera edición de la Fundación Manuel Lara de septiembre de 2018: “El libro que rescatas del mar de libros que se tiende ante ti es una criatura viva, está hecha de vida y su propósito esencial es, a través de ficciones o noticias, de historias antiguas o confesiones personales, prestarte algo de aliento, porque el aliento es ánimo y el ánimo es alma“.
Si Enrique Pezzoni, el traductor al español de Lolita de Vladimir Nabokov, coló en el diccionario una nueva palabra como “nínfula”, confío en que feminotaura, acuñada por Juan Bonilla en La novela del buscador de libros, llegue algún día también al diccionario para eliminar de los periódicos y redes sociales esa hoy tan abundante, facilona y vulgar de feminazi. Los buscadores de libros saben que los libros muertos están vivos. ¡La literatura bonilla y viva!
P.S.: bonillo, bonilla: adj. que es algo crecido y va siendo grande (según el Diccionario de autoridades de 1726: adjetivo diminutivo de bueno. Lo que es agraciado y bien parecido. Latín: bellulus, venustulus).
“Si algo hice en la vida meritorio, se habrá incorporado a el común acervo del sentir y el pensar, como toda obra educadora, única fecunda y real permanencia de la tarea humana y, si nada vale la pena de ser conservado, como afirman mis competidores y adversarios irreconciliables, mi obra pasará, impresa o no, y será desvanecido en el tiempo lo que conservar se ha querido, como todo cuanto careciendo de belleza y de razón, no sirve, sino circunstancial y ocasionalmente, a los primordiales fines de la vida.” —Antonio Zozaya (1859-1943), en Ideogramas, 1927.
Antonio Zozaya retratado en 1927 por Francisco Martínez Alcover con motivo de su homenaje.
Fue en el verano de 2019, leyendo Días de horca y cuchillo de Alfredo Muñiz, que me encontré por primera vez con su nombre. El 21 de marzo de 1936, don Pedro Rico, el por aquel entonces alcalde de Madrid, opulentamente gordinflón, adornó las solapas de tres de cuatro ilustres madrileños con la Medalla de Oro de la capital. Es el mismo Pedro Rico que apenas siete meses más tarde huiría dos veces de Madrid: la primera, infructuosa, unos milicianos lo detuvieron en Tarancón y lo obligaron a volver a Madrid para seguir al frente de la ciudad; la segunda, vergonzante, oculto en el portaequipajes del Nili, el banderillero del famoso torero que Manuel Chaves Nogales inmortalizó en la mejor biografía que de él existe. Pues bien, aquella mañana del sábado 21 de marzo de 1936, cuatro meses antes del comienzo de la Guerra Civil, las regordetas manos de don Pedro condecoraron a tres ilustres: José Ortega y Gasset, Antonio Zozaya y Luis de Tapia. El cuarto ilustre, Roberto Castrovido, pobre, enfermo y con una pierna amputada en 1932, al parecer no pudo asistir al acto. Recuerdo que al leer aquellos nombres, hubo uno que me llamó la atención por la sonoridad del apellido: Zozaya. La “zeta” es la última letra del alfabeto, y para esa minoría de hispanohablantes que la pronunciamos metiendo la lengua entre los dientes, sin confundirla con la “ese” —”Zo Za Ya” y no “So Sa Ya”—, su sonoridad frota el ensalmo. ¿Quién sería ese preterido Zozaya al que Alfredo Muñiz se refería como “articulista, liberal y demócrata de toda la vida” condecorado nada más y nada menos que al lado de Ortega y Gasset? Sin desmerecer los méritos de los otros tres galardonados, me dio por tirar de ese hilo de la curiosidad que en ocasiones nos ofrece a los ojos la lectura de algún libro. Y tiré de Zozaya.
Actualmente, la Internet satisface fácilmente a la persona curiosa si esta tiene un mínimo criterio para filtrar con acierto toda la información de que se dispone. Y no es que esta abunde en el caso de don Antonio Zozaya, más bien al contrario; pero gracias a mis pesquisas internéticas pude averiguar en un par de días ciertas cosas que hace 20 años me hubieran costado meses, si no años, de investigación. Para empezar descubrí que Zozaya es también el nombre de un caserío en la comarca navarra de Baztán y que tampoco en euskera está claro el origen del término zozaia. Pero volvamos a nuestro ilustre caballero, don Antonio Zozaya You. Si singular era el primer apellido con zeta, el segundo con “i griega” apenas le anda a la zaga. Hijo de Magdalena You y de Juan Zozaya Pantiga, nació en Madrid el 3 de junio de 1859. Su padre llegó a ser notario pagándose los estudios con el trabajo en una tienda de ultramarinos y como copista de partituras para algunos músicos. Juan Zozaya Pantiga era aficionado a la música y parece ser que incluso llegó a tocar el violín en la orquesta del Teatro Real. Fue uno de los notarios de oficio que llevó el sumario del asesinato del general Prim en 1870, pero tuvo que dejar el caso por todas las presiones e intrigas que se consumaron con un intento de secuestro debido a la información que conocía…
Antonio Zozaya se crió en Madrid y también, por motivos de salud, pasó en su juventud unos años en Soria, ciudad que lo nombró hijo adoptivo en 1922, diez años antes de que también nombrara hijo adoptivo al poeta Antonio Machado, en 1932. Estudió Derecho y ejerció como jurista, pero abandonó pronto esta actividad, un tanto desengañado, para dedicarse a escribir crónicas en distintos periódicos, novelas folletinescas y difundir la cultura desde finales del siglo XIX. Ligado a la Institución Libre de Enseñanza, en 1879, funda la Biblioteca Económico Filosófica (BEF) que permitió acercar la filosofía a los bolsillos de los estudiantes y personas más desfavorecidas socialmente. Cuando Antonio Zozaya falleció en 1943, la BEF tenía casi 100 volúmenes.
Estas y otras muchas cosas fueron las que descubrí por Internet (1), pero lo que realmente me hizo proseguir con mis indagaciones y adentrarme en los mundos de Zozaya fue un hecho curioso, al menos para mí. Resulta que antes del verano había releído la edición actualizada de Las armas y las letras de Andrés Trapiello, un magnífico y riguroso libro, toda una referencia, sobre Literatura y Guerra Civil, y me llamó la atención que Trapiello —a quien doy mucho crédito— no mencionara ni una sola vez a Antonio Zozaya. Sí que aparecen, empero, otros escritores coetáneos que lo admiraban como, por ejemplo, los hermanos Machado, el propio Castrovido de la pierna amputada que recibió la misma Medalla de Oro que Zozaya, Pio Baroja, Pérez Galdós, Valle-Inclán, Unamuno, Echegaray, Benavente, etc. Eso me hizo pensar que algo tuvo que ocurrir para que la figura de Antonio Zozaya cayera en los fondos abisales de la preterición.
Tras mis indagaciones por la noosfera digital, comencé mi recorrido por los quioscos de la Cuesta de Moyano y por alguna madrileña librería de lance y viejo en busca de libros de Zozaya. Si exigua era la información sobre el escritor en Internet, más lo era aún la relación de sus libros, que hoy apenas pueden encontrarse. Terminé adquiriendo tres libros de Antonio Zozaya: La bala fría, una novela corta del año 1908; Ideogramas, una antología de sus mejores artículos y homenaje de sus lectores, de 1927; y Guía de Soñadores de 1936. También recorrí las calles en busca de una plaza que había llevado el nombre de Antonio Zozaya, a la altura del Cerrillo del Rastro, y que después de la Guerra Civil pasó a denominarse Plaza del General Vara del Rey. Ahí, aún hoy, en la fachada de uno de los edificios, pasa inadvertida una lápida con el busto de Zozaya, en bronce y granito pulimentado, esculpida gratuitamente por Bonome y costeada por suscripción popular en el año 1927. ¡Cuántos cientos de miles de visitantes del Rastro habrán pasado ante su busto, los domingos, ignorantes de su existencia!
Antonio Zozaya en la portada de POM, 1936.
En vida, Antonio Zozaya tuvo el reconocimiento de numerosísimas personas de toda clase social, orientación política y profesión. En 1903 fue la Asociación de Ciegos Españoles la que le rindió homenaje otorgándole una pluma de oro que quizás le sirviera muchos años más tarde para canjearla por comida y alimentar a su familia de camino al exilio. En 1923 fue distinguido con La Legión de Honor francesa. También los músicos y compositores de la época le rindieron homenaje en varias ocasiones llegando a ser incluso portada de la revista musical P.O.M. en enero de 1936, en la que también escribió un artículo titulado Wagner y la moderna ideología. En definitiva, ¿qué ocurrió para que se le olvidara? El exilio.
El 26 de mayo de 1939, zarpaba desde el sur de Francia el buque Sinaia con unas 1800 personas, hombres, mujeres y niños, rumbo al exilio en México. Entre aquellas personas estaba Antonio Zozaya quien emitió un discurso al pasar el barco por el estrecho de Gibraltar: “Mirad a lo lejos aquella quebrada línea oscura que se alza sobre el mar […] es la patria amada que se aleja […] ¿Cuántos podrán encontrarla redenta, emancipada, gozando de las aventuras de una verdadera democracia, en que todos los hombres […] comulguen con las ideas de paz, progreso y libertad. Adiós, patria que te alejas, adiós“. Zozaya cumplió 80 años repletos de trabajo durante aquella travesía por el océano Atlántico. Su mujer, Leona Balza Oquendo —¡vaya con los apellidos!; este Oquendo me recuerda al peruano de los 5 metros de poema de los que habla Juan Bonilla en La novela del buscador de libros—, moriría en 1940 en México; la pluma de Antonio Zozaya dejaría de escribir para siempre tres años más tarde. Su entierro fue multitudinario y el olvido le llegaría, como mueca burlona del destino, del mismo modo que le llegó el final al buque que lo había transportado al Nuevo Mundo y que sería el último mundo de Zozaya. Los Nazis requisaron el Sinaia en 1942 para convertirlo en un hospital flotante. En 1944, un año después de la muerte en México de don Antonio Zozaya You, el buque Sinaia fue echado a pique por los alemanes frente a Marsella para bloquear el paso de otros barcos de guerra. Dos años más tarde, terminada la contienda, lo reflotaron y lo desguazaron, desapareciendo para siempre. Para entonces, había comenzado ya el peregrinaje de nuestro ilustre escritor y polígrafo hacia el abismo del olvido. Hoy, tú leyendo y yo escribiendo, lo recordamos con Zeta de Zozaya.
Busto de Antonio Zozaya esculpido por Bonome, sito en la Plaza del General Vara del Rey de Madrid. Fotografía de septiembre de 2019.
Aviso a los navegantes: Antonio Zozaya utilizó también el pseudónimo Carlos Christian Federico Schüler. Tuvo tres hijos. Uno de ellos, Carlos Zozaya Balza (1897-1991) fue un renombrado epidemiólogo y padre del arqueólogo medievalista Juan Zozaya Stabel-Hansen (1939-2017). A fecha de hoy, tengo constancia de la existencia de dos hermanas gemelas e historiadoras, hijas de Juan Zozaya Stabel-Hansen y biznietas de Antonio Zozaya: María y Leonor Zozaya Montes.
Michael Thallium. Verano de 2019. Foto: Beku Marniè.
Me creí inmortal hasta que me morí. Fue rápido. No me dio ni tiempo a pensar en todos esos arrepentimientos en el lecho de muerte con los que había fantaseado en vida. Una vida vigorosa, por cierto. Tampoco tuve una apacible agonía rodeado de seres queridos que me visitasen y a quienes poder decir: “No me arrepiento; he sido feliz”. Mi muerte fue fulminante. Sentí un dolor tremendo en el pecho. Luché por respirar el mismo aire que, por alguna razón que ignoro, sentía que también me reventaba los pulmones. Apoyé un brazo en la oreja de un sillón, quizás para evitar caerme desplomado al suelo. Bueno, sí. Sí que tuve un ridículo y fugaz arrepentimiento de último minuto. Antes de que se me nublara la vista mirando al suelo, vi que estaba en gayumbos. “¡Joder! ¡Qué vergüenza cuando me encuentren! ¡Por qué no me habré puesto los pantalones!” Ya está. No pude evitar el desplome. Caí de bruces. El golpe debió de ser morrocotudo, porque lo último que recuerdo es un dolor en la cabeza, seco, pero más intenso que el que atenazaba mi pecho. No recuerdo más, porque me morí.
Ahora he descubierto que este estado de muerto tiene una singularidad obvia y extraña de la que jamás había oído hablar ni siquiera en las lecturas de mis muchos libros: uno no sabe qué ocurre después de su muerte, pero recuerda con vivo detalle todo lo que ha acontecido en su vida y, hete aquí lo extraño, puede recorrer el pasado de todas las vidas humanas que ha habido. Me morí un 6 de septiembre de 2019. Tenía 47 años. No sé quién me encontraría tirado en el suelo, porque, como ya he referido, eso es algo que no puedo recordar. Probablemente fueran mis padres. ¡Eso sí que lo siento! Supongo que no hay mayor desgracia para unos padres que la de ver a un hijo muerto. Al menos tengo el consuelo de saber que no me moriría de vergüenza —en cualquier caso, ya estaba muerto— al encontrarme ellos tirado en calzoncillos. ¡Quién me mandaría a mí no haberme puesto los pantalones esa mañana! En fin… Atrás los dejé a ellos, a quienes amé y me amaron. También dejé un hermano y un sobrino que iba a cumplir cuatro años veinte días después de mi muerte. Con mi sobrino me llevaba yo muy bien y era la única persona del mundo que me hacía saborear mi propia sonrisa, una sonrisa que me acompañó la mayor parte del tiempo que pasé con él. Lamentablemente, de mí no tendrá recuerdo alguno cuando sea mayor. Para él fui su tío. Ni siquiera sabía mi nombre. Yo era “Tío”, sencillamente. Recuerdo la primera vez que me dijo “te quiero” con esa lengua de trapo de niño. Le acababa de contar un cuento, tumbado a su lado en la cama, y buscó mi cuello con su bracito para susurrarme: “Te quiero, Tío”.
Atrás también dejé muchos amigos. Tuve una vida feliz. Viajé por todo el mundo y conocí a personas muy interesantes. Pude comunicarme con todas ellas en varios idiomas: español, inglés, alemán, francés, italiano, neerlandés… La única duda que me queda ahora es saber qué habrá ocurrido con mi colección de libros y música. Si bien modestas, estaba muy orgulloso yo de mi biblioteca y de mi discoteca. En alguna ocasión previne a algún amigo que si algún día me pasaba algo, lo más valioso que yo atesoraba eran mis libros, mis cedés… y mi colección de guitarras. Ignoro si esa amistosa prevención sirvió de algo a mi muerte. Por experiencia sé que la basura o un olvidado trastero son el destino de la mayoría de los libros de muerto. Y en cuanto a los cedés, quién sabe siquiera si seguirán existiendo dentro de unos años. Ahora eso ya es irrelevante para mí. Yo me quedé con todas mis horas de lectura y escucha de las que ahora disfruto muchísimo, porque como dije antes, esta condición mía de muerto me hace recordar con todo detalle e intensidad lo vivido. Y lo mejor de todo es que uno puede elegir con cuánto detalle e intensidad desea volver a vivirlo.
El día de mi muerte, andaban algunos partidos políticos intentando formar gobierno en España. Los recelos entre el PSOE y Unidas Podemos así como las arteras intenciones de algunos políticos nacionalistas catalanes, hacían de la situación futura de España algo, cuanto menos, interesante. Habiéndome pasado yo el verano sumergido en lecturas sugeridas por la relectura de Las armas y las letras de Andrés Trapiello, no podía dejar de asombrarme por la similitud que algunos acontecimientos contemporáneos tenían con lo ocurrido en España entre 1930 y 1940. Fue el verano en que descubrí los fascinantes relatos de A sangre y fuego de Manuel Chaves Nogales, el verano de Madrid de Corte a Cheka de Agustín de Foxá, de las Democracias destronadas de José Castillejo, del novelón Celia en la revolución de Elena Fortún, de los diarios de Morla Lynch, de La Estrella Polar de Eduardo Capó Bonnafous, de Doy fe… de Antonio Ruiz Vilaplana, de aquellos Días de horca y cuchillo de Alfredo Muñiz. Todos ellos fantásticos libros. La muerte me llegó antes de poder hincar mis ojos en un libro de Clara Campoamor por el que sentía muchísima curiosidad: La revolución española vista por una republicana. No pudo ser, me quedé con las ganas. Fue el verano en el que visité las increíbles naves —verdadero paraíso para un bibliómano— abarrotadas de libros de la Editorial Renacimiento a las afueras de Sevilla, lugar donde conseguí la mayor parte de mis veraniegas lecturas. Me hubiera gustado conocer en persona a Abelardo Linares, alma mater de Renacimiento. Tampoco pudo ser. Algún día, cuando él muera, seguramente que nos encontraremos y conversaremos. Pero, claro, eso él aún no lo sabe, porque sigue en el mundo de los vivos.
Hay algo, sin embargo, que me tiene loco de contento. No solo ahora puedo recorrer mi vida, sino todas las humanas que en este planeta han existido. Y eso me ha traído al año 1750. Este año me sirvió en vida como truco mnemotécnico para recordar otras fechas y acontecimientos. Solía utilizarlo como referencia mental desde la que construir la historia por mí conocida. Ahora, aquí, busco en Leipzig a un hombre por mí admirado, ciego ya de tantas horas nocturnas escribiendo frente a la tenue luz de las velas. En este año murió él, aunque apenas es enero y eso él no lo sabe ni tampoco lo saben sus familiares. Ni siquiera lo intuye el infame y charlatán cirujano británico que acabará con su vida dentro de unos meses. Me las he ingeniado para que su mujer me deje hablar con él. Y aquí estoy, esperando a que entre en la estancia en la que yo aguardo su llegada. Sus parientes y amigos lo llaman Sebas. En el mundo de los vivos donde yo viví lo mitificaron como Johann Sebastian Bach. La puerta se abre y frente a mí… ¡encuentro al hombre!
Paul Hillier y Jordi Casas at Palacio Caprotti, Ávila (Spain). August 2019.
Paul Hillier es uno de los fundadores del conocidísimo Hilliard Ensemble, conjunto vocal que contribuyó a crear ese sonido típicamente inglés que les dio fama mundial. Eso fue allá por el año 1974. Algunos años más tarde, en 1992, Hillier fundó otra agrupación, The Theatre of Voices. Este inglés de Dorchester, todo un icono de la música coral antigua y contemporánea, ha viajado por el mundo entero y tiene una larga carrera llena de logros como cantante, director y académico. A finales de agosto de 2019, Hillier visitó Ávila con el conjunto Ars Nova Copenhagen. El Festival Abvlensis Plus Ultra les había invitado para interpretar un programa cuyo título lo dice todo: “Canciones que viajan y canciones que se quedan”. A Paul Hillier me lo presentaron la primera noche del festival en el Palacio de Caprotti, justo antes de que él y el maestro Jordi Casas inaugurasen el festival con una interesantísima charla sentados en un chéster sangre de toro. Al día siguiente, volvimos a encontrarnos en un hotel de las afueras de Ávila, en el campo. Paul dijo de ese lugar que le encantaba el paisaje, sobre todo al atardecer: “¡Es precioso!” Buscamos un rincón acogedor en el bar del hotel, nos sentamos y comenzamos lo que para mí fue una perfecta conversación de café:
He de confesarle algo. Aunque usted no lo sabe, yo he pasado horas y horas con usted antes incluso de que nos presentaran ayer. Y todo se lo debo a Stimmung del compositor alemán Stockhausen [de hecho, estoy escuchando esta música mientras transcribo y traduzco la entrevista al español]. Utilicé una grabación de esta obra para meditar. ¡Cosas raras que uno hace! Sin embargo, no fue hasta unos meses más tarde cuando me di cuenta de que esa grabación era la de usted con The Theatre of Voices en el sello Harmonia Mundi. Quisiera empezar con un pequeño ejercicio de memoria. Estamos en agosto de 2019. Supongamos que una persona joven anda buscando información sobre Paul Hillier en Internet. Hay un montón de cosas escritas sobre usted, pero pocas, por no decir ninguna, escritas por usted mismo hablando de usted. Si echa una mirada atrás en su vida, ¿qué le gustaría que se dijera de usted?
El asunto es que soy más bien una persona que mira al futuro, a lo que hago en este momento o estoy a punto de hacer o que intento terminar. Así que no le doy mucho tiempo a ese tipo de…
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