“Yo no me iría. Tienes un sueldo fijo todos los meses. ¡Y menos aún por baja voluntaria! Mejor que te echen, así te indemnizan o tienes derecho a paro. La situación económica y política es muy inestable. La cosa está muy mal. Eres asalariado. No tienes colchón económico, ¿a dónde vas a ir con 50 años?” Estas y otras tantas observaciones las he escuchado con frecuencia en las últimas semanas. Normalmente suelen decírtelas personas que te aprecian, bien intencionadas. A veces uno también busca el consejo. Sin embargo, al final, la decisión de marcharse la toma uno a solas. Quizás la gente piensa que tu sueldo es una bicoca; sí, mensual sí, pero no todo es dinero. En mi vida —no es la primera vez— me he marchado de muchos sitios. Nunca cerrando de un portazo, cierto, pero sí con la convicción de que una etapa había terminado.
¿Qué le hace a uno finalmente tomar esa decisión? El fuero interno, ser coherente con uno mismo. Puede que la coherencia no le dé a uno dinero, pero es hontanar de un nuevo entusiasmo: el de emprender a los 50. Y al miedo, al puto miedo… ¡que le den!
Noveno episodio de la serie Sapere aude, atrévete a saber, el podcast de Michael Thallium. Retomamos la literatura con el alfarero, escritor y narrador oral Ignacio Sanz, con quien tuvimos el privilegio de conversar en su taller de alfarería, muy cerca de la catedral de Segovia, en el antiguo barrio de la judería. Es en este lugar donde Ignacio dio forma a las pellas de barro en sus tiempos de alfarero, pero también aquí escribió y escribe muchos de sus relatos. En esta conversación hablamos de literatura, de esa literatura invisible de los autores que viven lejos de las grandes ciudades, pero también hablamos de emociones, de vida en definitiva. Para el recuerdo quedan unos libros que me regaló y un lector de barro, que salió de sus propias manos y que guardaré como libro de viejo que uno encuentra después de una larga búsqueda.
Séptimo episodio de la serie Sapere aude, atrévete a saber, el podcast de Michael Thallium. Este es el tercer capítulo que versa sobre música y para ello contamos con la presencia del organista y compositor Fernando Buide. Nacido en Santiago de Compostela en la década de los años 80 del siglo XX, Fernando ha compuesto hasta la fecha dos óperas.
Me ocurre con los premios lo mismo que a la mayoría de niñas con el juego del fútbol: uno sabe que existen, pero pasa de ellos. Me refiero en concreto a los premios Cervantes, Princesa de Asturias, Nobel… aunque bien valdrían como ejemplos otros tantos de cientos de premios. Dudo mucho —es un modo de hablar: no lo dudo, lo aseguro— que algún día me otorgasen ninguno de ellos. Primero, porque no he hecho mérito alguno; segundo, porque tampoco he creado ninguna obra ejemplar; y, tercero, porque no estoy muy seguro —otro modo de hablar: sí que lo estoy— de que me gustara figurar en la lista de premiados con otras personas que ya han sido premiadas, por aquello de que quizás uno considere que si a este o a esta les han dado el premio, cualquiera entonces puede recibirlo. Seguramente —y esto sí que no es un modo de hablar, lo afirmo— habrá muchas personas que los merezcan de sobra, pero esas tantas otras que en opinión de uno no lo merecen deslucen el galardón. En el fondo, un premio tampoco deja de ser una opinión. Es la opinión de un comité de expertos que deciden quién se lleva el gato al agua en función de gustos, coyunturas políticas y modas a la sazón.
Un premio —según cuál, claro está— es, en realidad, dinerito que el flamante galardonado se lleva al bolsillo. Queda mucho mejor decir “otorgo un premio” que “doy dinero”, aunque dado los tiempos que corren —en los que todos, con mayor o menor fortuna, hacemos girar la noria del consumismo— no sería descabellado hablar de “donaciones de dinero” en lugar de “premios”. Así, uno podría decir, sin que sea vergonzante, “me han donado dinero”. Quizás así también a uno no le importaría figurar en la lista de receptores de dinero, por aquello de la envidia cochina o en pos de la democracia y de la igualdad: “oye, que si a este le dieron dinero, por qué a mí no”. A nadie le amarga un euro. Sin embargo, mejor no menearlo y dejar las cosas como están: cada premiado a su olivo y tengamos la fiesta en paz.
Dentro de cien años, cuando los humanos miren atrás —si es que siguen mirando al pasado en lugar de vivir en un futuro continuo, como puede que ocurra— se dirán “¡Pero cómo pudieron estos premiar a tal o cual persona!”, al igual que nosotros hoy nos decimos “¡Pero cómo a aquellos se les ocurrió premiar a Mengano o a Zutana!”, y nos llevamos las manos a la cabeza e incluso pretendemos anular, deslegitimar, los premios que otros, muchos años atrás, concedieron a Fulano de Tal o Perengana de Cual.
Por lo que se refiere a los libros, a uno sólo le queda el consuelo personal de ir haciéndose con una humilde biblioteca que albergue a esos autores a quienes uno les daría un premio. Qué satisfacción la de sacar un libro del anaquel, ojearlo, sopesarlo, sonreír complacientemente y poder decir: para ti el mejor de los premios, la relectura. ¡Oh, vanidad de vanidades, o sea, vanidad superlativa! Uno no se da cuenta de que cuando muera, otros vendrán que, al ver esos anaqueles de premiados ad libitum, hagan una mueca de pasmo, se lleven las manos a la cabeza y maldigan: ¡Pero cómo este pudo haber leído estas cosas! ¡A la basura o al baratillo! Y es que a ellos esos libros les importarán lo mismo que a la mayoría de niñas el fútbol y a mí los premios Cervantes, Princesa de Asturias, Nobel y demás.
Muchas veces no nos damos cuenta. Especialmente ahora, en estos tiempos en los que parece que todo es inmediato y que todos tenemos abierta una ventana al mundo digital para hacernos notar y mostrarnos rápidamente. Sin embargo, obviamos que nuestra historia se ha construido con personas anónimas de las que sabemos más bien poco o nada. ¿Quién fue Marcus Meibomius? ¡A quién le importa! Y si por él conocemos hoy algo de Arístides Quintiliano, ¡qué más da! ¡Es irrelevante!
Y también la historia es caprichosa: da fama a quienes en vida no la tuvieron. ¡Kafka! ¡Pero si apenas se conocieron sus escritos antes de que falleciera de tuberculosis en 1924! Y si se hubieran quemado sus papeles tal y como dejó dicho, jamás hubiésemos sabido de él, ni de sus libros y tampoco la palabra ‘kafkiano’ hubiera entrado en los diccionarios. Hete ahí una prueba más de que algún día seguramente también desaparezca.
Lo inmediato nos impide vernos, somos invisibles ante quienes pasan de largo azacanados sin saber siquiera que queremos hacernos notar, que nos hagan caso. Somos la anécdota del tiempo que vivimos en la faz de la Tierra. A muy pocos se les incluye una palabra que los memore en un diccionario. Casi todos nacemos con la esperanza que en nosotros ponen los progenitores. Todos nos vamos solos, ignorando qué será de todo lo que queda atrás.
Sexto episodio de la serie Sapere aude, atrévete a saber, el podcast de Michael Thallium. Este es el primer capítulo que versa sobre arte y para ello contamos con la presencia de la pintora y profesora Carmen González Castro. Nacida en Granada, Carmen realiza la mayor parte de su producción artística en Madrid. De este programa surgirá Aprender a mirar, la serie de Sapere aude dedicada al arte y a las artes plásticas.
—Si verdaderamente pudiera reencarnarme, lo haría en rana.
—¿Para qué ser rana? ¡Absurdo!
—No sería una rana cualquiera, sería la más pequeña y venenosa del mundo.
—¡Ya ves tú! Rana pequeña y venenosa. ¡Un sinsentido!
—Lo que más me fastidia es el color amarillo que tendría. Para muchos humanos el amarillo es el color de la envidia, es el color de los ictéricos, es decir, de los enfermos. Pero mi amarillo sería un amarillo brillante, dorado, casi fosforito, para llamar la atención.
—Sí, también hay humanos que se ponen lazos amarillos. También llaman la atención, aunque no son fosforitos.
—Yo sería rana para vengarme.
—¿Vengarte? ¿De quién?
—Vengarme por vengarme. Sin más razón. De hecho, sin razón alguna. Con mi veneno podría aniquilar a miles de humanos en cuestión de segundos.
—¡Desvarías! No podrías.
—¡Oh, sí! ¡Claro que podría! Con tan solo un miligramo del tósigo batracio de mi piel aniquilaría a más de diez personas en muy pocos segundos.
—Serías carne de cañón… Muy pronto los humanos te utilizaríamos como arma. Te acercaríamos a la llama del fuego para que exhalaras el veneno y lo utilizaríamos como dardo envenenado…
—No lo exhalaría, lo exudaría. A ti también te aniquilaría por utilizar mal las palabras.
—¿Pero no has dicho que te vengarías sin razón alguna?
—Cierto, aunque ahora no hablaba como rana, sino como humano. Los humanos utilizaríais mi ponzoña exudada para matar con una intención. ¡Sois intencionados! Mi aniquilación sería arbitraria. Matar por matar, por puro alarde natural, ni siquiera por placer. Me arrimaría a los humanos y al poner mi piel en contacto con la suya, empezarían a sentir los espasmos musculares, y en muy pocos segundos caerían fulminados cuando los pulmones y el corazón se les pararan. No podrían respirar y la sangre dejaría de correrles por las venas. Una muerte silenciosa, eficaz.
—¡Te equivocas! Seguro que para tener esa virtud aniquilante deberías vivir en un hábitat muy particular, húmedo, cálido, remoto. Pocos seres humanos tendrías ocasión de encontrarte. Además, ¡las ranas viven muy poco! Tu existencia sería muy corta. No podrías matarnos a todos.
—Esa sería la única intención que me llevaría de este mundo a mi reencarnación en rana: la de moverme allí donde hubiera humanos. En cuanto a lo de mi corta existencia, en dos años, como poco, podría exterminar un mínimo de 72.000 individuos. Sin esfuerzo y sin hacer ruido. Silenciosamente…
—¡Vuelves a equivocarte! ¿Te crees tú que no encontraríamos un remedio? Somos inteligentes. Y, por cierto, 72.000 individuos son muy pocos. No podrías aniquilarnos. Somos más de ocho mil millones de personas. Eso sería solo un 0,0001 por ciento de la población ¡Irrelevante! ¡Somos superiores! Y, además, te recuerdo que dijiste que en cuestión de segundos aniquilarías a miles de humanos. ¡Las ranas no entienden de matemáticas! Ja, ja.
—He dicho un mínimo… Si me sumergiera en el agua que bebéis, acabaría con muchísimos más.
—¡Te aplastaríamos con un solo pisotón!
—Todo lo razonas. Eres humano. Tu serías el primero a quien aniquilaría. De hecho, ya estás muerto. Has probado el veneno de mis palabras… Ya soy rana.
Quinto episodio de la serie Sapere aude, atrévete a saber, el podcast de Michael Thallium. En esta ocasión el invitado es el compositor David Moliner, con quien hablamos de música y de otras cosas: de la expresividad, de la envidia, de su relación con el que es su maestro, el compositor Jörg Widmann… Incluso haremos un pequeño juego con el libro más emblemático del escritor y filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila: Escolios a un texto implícito. También tenemos la oportunidad de escuchar cinco minutos del estreno de una de sus obras, Estructura III, Das Gelb der Venus (El amarillo de Venus).
Cuarto episodio de la serie Sapere aude, atrévete a saber. En esta ocasión hablaremos con el librero Jesús Martínez, más conocido en el mundo del libro como Jesús Alcaraván. Allá por el año 1992, su afición ornitológica le hizo descubrir un pequeño pueblo amurallado de la meseta castellana en la provincia de Valladolid, Urueña. Fue allí donde Jesús decidió montar una librería, un proyecto por el que nadie daba un duro. Ahora, 30 años más tarde, Urueña es conocida en el mundo como la Villa del Libro…
La de Jesús es una historia de vida, como la de otras muchas personas, pero también es la vida de una persona que logró hacer de su vocación una profesión y, por supuesto, de un sueño una realidad.