Andaba yo hace un par de semanas en busca de El mudejarillo y terminé en la librería Antonio Machado al lado del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Fue allí donde, en busca del libro de José Jiménez Lozano, descubrí por casualidad que acababan de reeditar otro libro que llevaba mucho tiempo buscando: Escolios a un texto implícito de Nicolás Gómez Dávila. De este escritor y filósofo colombiano ya escribí hace medio año en un articulillo que titulé De escolios y textos. Por aquel entonces, recuerdo, también envié un correo electrónico a Jacobo Siruela e Inka Martí para preguntar si la editorial Atalanta estaría interesada en publicar una novela que escribí en 2020. Les hablé también de la imposibilidad de encontrar ejemplares de Escolios a un texto implícito. Ignoro si eso les sirvió de acicate para reeditar el libro, pero fue muy agradable comprobar que así lo hicieron meses más tarde. En cuanto a lo de mi novela, resultado infructuoso.
Quien lea los escolios de Nicolás Gómez Dávila no se quedará indiferente. Da igual por dónde uno abra el libro, siempre encontrará una frase memorable, impactante y, lo más importante, que dé que pensar. El escolio es una nota aclaratoria, un comentario, que se pone a un texto. Los escolios solían ponerse al margen de un texto en los antiguos manuscritos. De ahí que los escolios de Nicolás Gómez Dávila se refieran a un “texto implícito” que el lector ha de imaginar… Aquí van unos pocos escolios sólo para mostrar la punta del iceberg:
La cultura no llenará jamás el ocio del trabajador, porque sólo es el trabajo del ocioso.
La inquietud es consecuencia de una fe excesiva en la estabilidad de las cosas.
El prestigio de la “cultura” hace comer al tonto sin hambre.
Llamamos filosofía la lógica del discurso cuando tiene lo absurdo por tema.
Las artes se están muriendo de autofagia.
El hombre no debe su experiencia a la vida, sino a los ratos de ocio que le deja.
Necesitamos que nos contradigan para afinar nuestras ideas.
La literatura toda es contemporánea para el lector que sabe leer.
Basta el impacto de un verso para hacer estallar los detritos que sepultan el alma.
Con el descubrimiento de Nicolás Gómez Dávila a muchos nos llega también el redescubrimiento del escolio.
He encontrado la llave que dejaste debajo del felpudo de la vida y con ella he abierto el silencio al que dices damos nombre de pájaros, de viento entre las ramas, del agua que fluye afanosa por la acequia del soñar humano. Estaba allí, intacta, y no hubo desengaño: me sirvió a mí solo, como sólo a Cenicienta le sirvió el zapato de cristal. He vuelto a dejarla en el mismo lugar por si a alguien más le sirve para encontrar la horma de sus sueños, que no son sino sueños de muchos otros, como la poesía es de todos, aunque solo unos pocos la escriban, otros cuantos la lean y la mayoría no la aprecien. Quiero decir que he leído, que he vivido, La Fuente del Encanto, ese hontanar del que manan más de cuarenta años de una vida poética, la tuya, que apenas conozco más que por este libro que llega como un pan recién horneado cuyo hurmiento, estoy seguro, has heñido laboriosamente en silencio, con amor de panadero y oficio de poeta, aunque eso sea una verdad indemostrable. Y también sé que te hubiera gustado pasar más tiempo de obrador en la tahona para sacar al aparador el pan perfecto. Pero, ya lo sabemos, la perfección es una inacabable sucesión de instantes, como la vida, que duran más que toda esa desconocida eternidad que nos aguarda.
Te confieso que temo leerte, pues cada vez que me encuentro con uno de tus libros, aparto otros que ando leyendo —en esta ocasión le tocó a Otra modernidad, el libro de Miriam sobre Ramón Gaya, a quien tú tanto admiras (prometo retomar su lectura en cuanto termine de escribir esta carta)— y, al terminar de leer el tuyo, aumenta sin remedio mi biblioteca personal con algún nuevo ejemplar de viejo. Por La Fuente del Encanto han llegado dos más: la Tercera antolojía poética de JRJ y otro que conoces muy bien, El arca de las palabras. Este último se lo compré hace un par de días al hijo mayor de los Gulliver en la Cuesta de Moyano… Pero para qué seguir con anodinas confesiones de bibliómano.
Ya lo he contado en alguna otra parte. Llegaste a mi vida por casualidad y no hace tanto, hará algo menos de seis años. Tu nombre hasta entonces para mí desconocido me llegó por amor, quiero decir que fue por una mujer a quien yo intenté ligarme sin éxito. CGC es pintora y me recomendó Las armas y las letras. Al igual que había hecho muchos años antes cuando por un amor secreto de adolescencia me leí la Divina comedia —ella se llamaba Beatriz, como la de Dante—, por Carmen me leí Las armas y las letras. Y ese libro tuyo me llevó a otros muchos de otros autores. Gané una amiga, perdí un amor; aumentaron los libros y menguaron los caudales.
Cada vez que he descubierto un libro tuyo he ido atando cabos y conociéndote un poco más. No soy, empero, un iluso y sé que conocer a alguien por lo que escribe es quedarse sólo con la punta del iceberg. La vida de una persona va mucho más allá de las palabras así como la poesía va más allá de los versos. Lo que quiero decir es que apenas nos hemos visto dos veces. De la primera no eres siquiera consciente. Fue en la presentación de MADRID —libro que te salió redondo— en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. No me acerqué a saludarte por aquello de no molestar y porque, me dije, ya habrá ocasión de encontrarme con él de un modo natural, igual que nace el verso. La segunda fue en el Auditorio Nacional. La música es algo que nos une, eso también lo he descubierto en tus libros. Allí sí que pudimos charlar, aunque en el fondo ignorabas quién yo era. Y está bien así. Quiero decir que a las personas se las va conociendo poco a poco como el sol de la mañana entra por la ventana e impregna de luz los sueños del día.
Primero fue, como ya he dicho, Las armas y las letras, luego vinieron las novelas Ayer no más, Los confines, Días y noches. Después llegaron MADRID y tu traducción al castellano actual de El Quijote. Hace apenas un par de meses le tocó el turno al primero de tus Spp que leo, Quasi una fantasia. Permíteme decirte que este diario novelado es pura poesía, una verdadera novela poética. El ejemplar que tengo parece ya un libro de viejo por lo manoseado y garabateado que lo he dejado. A estas lecturas, añado mi cita semanal todos los viernes desde hace casi un año con tus Figuraciones en El Mundo que se han convertido para mí en un modo de medir el paso del tiempo.
Como ves, no soy ningún experto en tu obra. Sólo disfruto lo poco que de ti he leído. Aunque digo más, eres el único escritor vivo que —junto con Juan Bonilla, a quien bien conoces— releo asiduamente. Por lo demás, soy lector de escritores muertos y, casi siempre, preteridos.
Pero regresemos al encanto de tu fuente poética. Ha sido para mí un placer y sorpresa ver presente a Miguel d’Ors en tu último libro. Casualidades de la vida, a él también le escribí una carta aquí poco antes de que empezara el confinamiento en 2020. A finales de febrero de ese año, me leí del tirón sus Poesías completas 2019. Me encantó y emocionó. Fue la primera vez que leía un libro entero de poesía en mi vida. A lo más que había llegado antes era a leer poemas sueltos. Hace poco también leí otro, mucho más breve, Horizonte de sucesos, de tu amigo JB. Y ahora, el tuyo. Ahora sé que no eres partidario de recitar tus poemas, que prefieres que la poesía se lea en silencio o, a lo más, recitárselos a Miriam, Rafael y Guillermo o quizás a algún amigo al teléfono. Te advierto de que quizás algún día, no obstante, te llegue alguno de ellos, «tembloroso de pura belleza», al oído recitado por mí.
Y al igual que tú no puedes sustraerte a la prosa diaria de la vida ni a las consideraciones de orden político, no voy tampoco yo a sustraerme a la «política poética» ni a tus batallas políticas. Que para muchos resultas polémico es obvio. No voy a ser yo quien salga a defenderte, porque de sobra sabes tú hacerlo, y muy bien, solo. Creo que con todo lo dicho anteriormente, por si alguna duda hubiera, queda patente mi apoyo. Por ti he conocido y leído a Castillejo, a Campoamor, a Chaves Nogales, a Fortún y a tantos otros. A buen entendedor, palabras sobran. Obras son amores y no buenas razones.
Sólo un pequeño apunte más sobre La Fuente del Encanto. Al leer algunos pasajes, retrocedía en las páginas porque tenía la sensación de haberlos leído antes en ese mismo libro, aunque no los encontraba. Me equivoqué. Mi duda quedó resuelta al terminarlo y leer tu nota final: habían aparecido en otros libros tuyos que ya había leído.
Voy despidiéndome, Andrés, felicitándote por el logro de tu vida poética y de tu familia a quien he ido conociendo por tus libros. Tú encontraste a Miriam. Ojalá yo hubiera encontrado mi miriam también. De Carmen ya te he hablado. De Marina aún no. Pero esa es otra historia, un mar de amores, en el que tendría que zambullirme ahora y no hay espacio ni tiempo, porque esta carta a un poeta quiere ser breve. Y en cualquier caso, al poeta tampoco le hacen falta razones para comprender los amores.
Tu obra deja relejes a quien quiera recorrer el camino de una vida poética. «La poesía no solo canta lo que se pierde, sino que se escribe para que no se pierda en el olvido lo que ha sido hermoso, y de la belleza que hemos conocido nadie puede prescindir, porque forma parte de la que está por llegar.» Ya lo dije al principio, he vuelto a dejar la llave debajo del felpudo de la vida para que quien quiera pueda seguir abriendo las puertas de la poesía.
Esa fue la pregunta. Así, de sopetón. Y lo fácil y probablemente más preciso y ajustado a la realidad hubiera sido responderle que por el coño de tu madre. Bueno, por el de tu madre, el de la mía y el de todas las madres. Incluso hasta tu hija está aquí por tu coño, eso también podría habérselo dicho. Claro, esa simplificación, aunque precisa, obvia que en algún momento antes una pilila debió de asomar por la portañuela y pedirle bailar a una vulva con más o menos elegancia, con más o menos disfrute, con más o menos sensualidad o arrobo o arrebato: vals, pasodoble, foxtrot, tango, rocanrol, suin, tuis, bachata, merengue, salsa, reguetón, chundachunda… Y nueve meses después de la danza y de la panza, ¡chas! aparecemos nosotros por el coño de nuestras progenitoras que, en ese preciso instante, maldicen el baile con la pilila y la vulva que las parió. Hete aquí el misterio de la vida resuelto en apenas 157 palabras. El resto es pura literatura, vana especulación e inútil busca de sentido.
Sin embargo, esa no fue mi respuesta, a pesar de las cervezas y el vino. La conversación estaba siendo profunda. Con ella las conversaciones siempre se impregnan de profundidad, de sencillez y amabilidad. Son agradables. Cuando tienes sentada delante de ti a la mujer con quien tu pilila saldría escopetada a la pista de baile para danzar con su vulva como los zíngaros del desierto o como los balineses en días de fiesta, la verdad es que a uno le debería resultar fácil poder decir esas cosas con naturalidad. Pero a mí, en lugar de nublárseme la razón, se me obnubila la naturalidad y entro en modo filosófico y me adentro en los bosques de la reflexión transitando por los senderos del hombre en busca del sentido. Su pregunta no fue un requiebro habida cuenta de que apenas unos minutos antes me había declarado por enésima vez. En realidad fue la tercera o la cuarta, aunque la reiteración en poco más de un año bien merece el calificativo de enésimo. Decía que su pregunta no fue un requiebro. Ella no elude las respuestas. Me había respondido con la sencillez, profundidad y amabilidad que la caracterizan. Por eso me gusta tanto y es mi amiga. Enésimas calabazas que cosecho. Pero tampoco elude las preguntas. Y esta era peliaguda. Quizás fuera un reto. «Tú me has preguntado y yo te he respondido por enésima vez; a ver, hombre de pelo en pecho, respóndeme tú a esta», puede que pensara. Me metió un gol vital por toda la escuadra y con suma elegancia. ¿Por qué estamos aquí? Podría haber respondido que para contemplarla. Dicen que la felicidad es la contemplación de la verdad. Así que deduzco que ella es la verdad. Cuando la tengo delante, me siento muy feliz. Pero no. Tampoco respondí eso.
Entre plato y plato, aparecía la camarera del restaurante gallego al que habíamos acudido para cenar. Picholeiros se llama. ‘Picholeiro’ viene de la ciudad de los ‘pichos’, que es como se denominan los caños metálicos de los que emana el agua en la Compostela de las mil y una fuentes de piedra. Y así se les denomina coloquialmente a los compostelanos. Aunque también se les llama picheleiros con e. Aunque el ‘picheleiro’ no bebe agua sino vino, pues proviene del término francés ‘pichel‘, que es como se conocían los vasos de base ancha y boca estrecha con los que se sacaba el vino de los barriles. El ‘picheleiro’ era el artesano que los fabricaba y, por antonomasia, todo aquel que empinaba el codo para beber. Vino, claro.
La camarera no era gallega, sino madrileña. Muy amable. Iba vestida con un pantalón negro y una camiseta negra ajustada que realzaba un bello torso de ninfa. Llevaba ese nicab occidental en el que se han convertido las mascarillas en tiempos de pandemia. La mascarilla negra le cubría la mitad del rostro. Tenía unos ojos grandes, preciosos. Ni siquiera sé su nombre. Estuve a punto de decirle que eran como dos astros que venían a iluminar la verdad que contemplaba delante de mí. Pero no lo hice. Y quizás hubiera sido esa la respuesta a la pregunta que me habían hecho: «Mira, no sé por qué estamos aquí, pero sé que estoy para contemplarte a la luz de los astros». Sí, ya lo sé, pura literatura y vana especulación.
Terminamos de cenar. Quizás el vino había liberado el verbo o eso creíamos. No recuerdo cuál fue exactamente mi respuesta, pero sí recuerdo que fue una velada muy agradable. Yo estaba feliz. Nos despedimos. Era tarde. Le di un abrazo. Ella tomó su camino. Yo el mío. Callejeé un rato por las calles de Madrid para desvanecer el vino que llevaba en las venas. Caminé solo hasta llegar al edificio en cuya azotea había decidido pasar la noche. Subí las escaleras. Al llegar arriba, vi estrellas en el cielo. ¡Lo que hubiera dado por contemplarlas con ella! Me metí en el zaquizamí. Cerré la puerta. Estaba solo. Me tumbé bocarriba en el colchón y un batiburrillo de pensamientos afloró de algún rincón de mi cerebro: danzan los zíngaros y los balineses, escopeta, pilila, pista de baile, vulva, chundachunda, el amor es querer querer. Pensé en la verdad, o sea, en ella. ¿Por qué coño estamos aquí? No pude responder. Inútil busca de sentido. La noche me cerró los párpados hasta el amanecer.
Soy hafefóbico como él. Sí, hafefóbico. También podría decirlo de otras tantas maneras: afefóbico, hapnofóbico, haptefóbico, thixofóbico, quiraptofóbico. Da igual cómo lo diga, porque mi trastorno es igual de incomprensible para quienes no lo padecen. Les voy a ahorrar que busquen la palabra en el diccionario: no soporto que me toquen, me da fobia que alguien siquiera me roce, como a él. ¡Qué paradoja que esta enfermedad se pueda tocar con tantas palabras y a mí no me pueda tocar nadie! Nuestro trastorno solo afecta a uno de cada millón de seres humanos de este planeta. Yo dentro de un millón, él dentro de otro millón… Si en el mundo hay unos 6.000 millones de personas, entonces somos 6.000 afefóbicos, 6.000 gilipollas a quienes nos produce una ansiedad terrible que nos toquen. Estoy dándole a las teclas de mi máquina de escribir con guantes de látex. Él también escribió su libro con guantes de látex, pero a él le consideraron cuando lo terminó el mejor escritor de su generación; a mí no, porque nunca he terminado de escribir mi libro, y no sé si alguna vez lo terminaré. Por eso no soy el mejor escritor de mi generación…
¡El mejor escritor de su generación! ¡Vaya una frase más hueca! Es tan socorrida… La utilizan los críticos para que nadie pueda reprocharles su exageración. Fulanito es uno de los mejores violinistas de su generación, uno de los mejores pianistas de su generación, de los pintores, de los artistas… ¡El mejor escritor de su generación! ¡Qué cobardes! Con que dijeran que alguien es el mejor escritor que jamás ha existido, bastaría. Pero añaden esa coletilla de su generación para cubrirse las espaldas, porque ¿cuántos escritores habrá que sean de su generación? Total, ¿quién va a ponerse a contarlos? Yo no, aunque podría, porque también padezco aritmomanía. Los gilipollas que leen a los críticos y se creen a pie juntillas sus veredictos son eso, gilipollas. Perdón por la repetición, pero es que a la gilipollez no le tocan tantas palabras como a mi trastorno. Nosotros somos solo 6.000; gilipollas en el mundo hay, grosso modo, unos 3.000 millones, lo cual para quien esté un poco avezado en matemáticas significa que la mitad de personas que viven en el mundo son gilipollas. Y si encima eres hapnofóbico, ¡Houston tenemos un problema! Aunque las matemáticas no siempre son exactas cuando uno se anda por las tramas. 2+2 no siempre son cuatro: «hombre» tiene dos sílabas, «alto» tiene dos sílabas, pero «hombre alto» solo tiene tres sílabas.
En cualquier caso, a él lo consideraron el mejor escritor de su generación. Todo un mérito teniendo en cuenta que el libro que le hizo merecer tal consideración ni siquiera lo había escrito él. Lo había escrito su padre: Bruno Carrasco. Él también se llama Bruno Carrasco, aunque le llaman Nono… Lo de Nono no es un hipocorístico de Bruno, no. Quien quiera saber qué significa hipocorístico que lo busque en el diccionario. No les voy a facilitar la tarea esta vez: soy haptefóbico pero no gilipollas (sí, soy la excepción que confirma la regla). Lo de Nono le viene por su enfermedad: «No, no, no me toques». A mí no me llaman Nono, pero tampoco soporto tocar a nadie ni que me toquen. Si pudiera, pagaría las 500.000 pesetas que tengo ahorradas para que me quitaran este trastorno. Lo digo de veras, 500.000 pesetas para quien me cure. Mi terapia consiste en heñir masa de pan. ¡Ya me gustaría a mí heñir la espalda suave de una chica bonita! Seguro que algún gilipollas busca el significado de heñir también.
En fin, que Nono Carrasco, el mejor escritor de su generación sólo plagió a su padre y para colmo también lo intentó con un tal Juan Bonilla. Le copió Nadie conoce a nadie, aunque nunca se lo entregó a la editora, una chica Crumb con la que se mataba a pajas con guantes de látex. Lo de copiar al Bonilla ese tampoco le gustó mucho a su madre, porque según ella el tal Bonilla ese va poniendo bombas a las vírgenes y se mete todo el rato con los cronistas de Sevilla… Ella ¡tan sevillana!
No soy crítico, pero les aseguro que Nono Carrasco es el mejor escritor thixofóbico de la historia. El mejor, se lo aseguro.
Lo mío con él es totalmente fortuito. Y no, lo nuestro no es una relación amorosa. Ni yo soy maricón ni él tampoco, que yo sepa. He escrito maricón y me pregunto cuántas personas se me echarán encima tachándome de homófobo —hasta el corrector antihomófobo de mi Mac me corrige y reescribe automáticamente homófono— en los tiempos que corren. Para quienes no lo sepan o tengan algo de curiosidad, lo de homófono, dicho de la música, designa el canto en el que todas las voces tienen el mismo sonido; dicho de una palabra, que suena igual que otra, pero que tiene distinto significado y puede tener distinta grafía, por ejemplo, hola, ola, tubo, tuvo, barón, varón… En cuanto a lo de maricón y homófobo, para qué andarse con justificaciones… No sé para qué hago esta aclaración, me voy por las ramas. Lo que cuenta es que lo mío con Bonilla empezó de un modo fortuito, casual, pero ‘casual’ en español de toda la vida, no en el inglés de todas esas personas que visten de calle, de modo informal, vamos. Fortuito fue mi encuentro con uno de sus libros —el primero que de él leí— en una librería de Jerez de la Frontera. Me lo recomendó el librero: La novela del buscador de libros. Y yo, que tengo el vicio de buscarlos, fui tirando del hilo que me llevó a otros suyos que fui ensartando en mi hilo vital. Tampoco tantos, pero suficientes para comprender y declarar que Juan Bonilla es un excelente escritor y el único vivo al que, junto con Andrés Trapiello, releo con agrado y curiosidad primeriza. Para quienes deseen tirar de vicio, quiero decir, tirar del hilo, aquí tienen una sucesión de libros: Tanta gente sola, Una manada de ñus y Totalidad sexual del cosmos. Fortuito fue también mi encuentro con El libro, ese instrumento, uno de sus artículos en El Mundo por el día del libro en 2021. Fortuito porque estaba al lado de una de las Figuraciones que Trapiello escribe todos los viernes, y si no es porque yo las leo semanalmente, ni me entero del instrumento al que se refiere Bonilla.
He vuelto a irme por las ramas, porque uno en realidad no quería hablar de narrativa, sino de esa frontera en el espacio-tiempo que algunos, yo, llaman poesía. Aunque esto también es fortuito. La profesión de andarse por las tramas —con lo de ‘andarse por las tramas’ cito al propio Bonilla, no es invención mía—, es decir, el oficio de novelista, lo viene desempeñando magníficamente desde hace muchos años el escritor jerezano. Sin embargo, uno aún no había leído nada de su poesía. La fortuna quiso que hace unos días leyera en algún lugar que no recuerdo —lo fortuito a veces conlleva también una amnesia transitoria— la noticia de que acaban de publicarse dos libros suyos, uno de poesía, Horizonte de sucesos, en la editorial Renacimiento y una novela, El mejor escritor de su generación, en la editorial El Paseo. De este último, escribiré en otro momento, pero de esa frontera poética del espacio-tiempo que es Horizonte de sucesos, quiero escribir ahora.
Me faltó tiempo para bajar al centro de Madrid —vivo en las afueras—y comprar ambos libros. No soy lector habitual de poesía. Mi última lectura «poética» fue hace ya más de un año cuando leí Poesía completa 2019 de Miguel d’Ors, un libro que me emocionó y que dejó en mi memoria uno de los mejores y más cortos poemas que jamás se hayan escrito. Se titulaba Permanencia y decía así: «Se fue, pero qué forma de quedarse». Ahora que lo rememoro, me doy cuenta de que Juan Bonilla nunca se ha marchado. Llegó a mi vida hace no más de tres años, pero ¡qué forma de quedarse! Los poemas de Horizonte de sucesos son —no es exageración— pequeñas partículas de luz que se escapan de Juan Bonilla para dar lugar a nuevas radiaciones cuando se encuentran con quienes los leemos. Mi lectura de Horizonte de sucesos fue, sin embargo, poco poética. Los leí en el trayecto de un autobús que me llevaba de vuelta a Móstoles y luego mientras comía en un restaurante vegetariano al que acudo porque —esto sí que es poético— hay una camarera que ignora que voy allí solo para verla y cruzar unas pocas palabras con ella. Fue allí donde entre poema y poema, bocado y sorbo, entre alguna mirada furtiva y algún que otro tímido comentario, terminé de leer el poemario de Bonilla con esa suerte de mensajes secretos y sonrisas que solo un bibliómano solitario —el epíteto ‘solitario’ sobra— puede llegar a descifrar y comprender… Fue allí, entre recuerdos de un amor que parece no regresar jamás de Italia y la presencia de esa camarera forrada de tatuajes que ignora que estoy leyendo los poemas de Bonilla, donde compruebo que las matemáticas no siempre funcionan fuera del campo de las matemáticas y que 2 y 2 no siempre producen 4: ‘hombre’ tiene dos sílabas, ‘alto’ tiene dos sílabas, pero ‘hombre alto’ sólo tiene 3 sílabas. Pongo este ejemplo sin citar siquiera —porque así lo quiere— a quien primero lo escribió. Soy consciente de que con estas palabras no hago más que salirme por la tangente, vamos, que me ando por las tramas. Pero aún tengo más. Tengo un título genial para las memorias de una actriz porno: Si te visto, no me acuerdo. No digo de dónde coseché el chiste, porque su autor me dio —cuando lo leí— permiso expreso para no hacerlo.
En esas andamos quienes leemos y escribimos. Porque sí, yo ya he leído a Juan Bonilla, al poeta y al narrador. ¡No saben lo que se pierden quienes aún no lo hayan hecho! Juan también me ha leído, pero ese es un humilde premio indescifrable que guardo para mí. ¡Nadie se pierde nada no leyéndome! Ya lo dije: lo mío con él es totalmente fortuito, otro de esos inexplicables sucesos en el horizonte del misterioso agujero negro de la vida o de la muerte… Y, por fortuna, creo que así seguiremos.
Laia Falcón es una soprano española que junto a un elenco de músicos excepcionales —Alberto Rosado (piano), José Luis Estellés (clarinete), Aitzol Iturriagagoitia (violín) y David Apellániz (violonchelo)— ha creado y dirigido un musical basado en el homónimo de Orson Welles y Cole Porter de 1946, justo después de la Segunda Guerra Mundial. Welles y Porter quisieron rendir un homenaje a Julio Verne y Georges Mèliés.
Por cierto, el clarinetista José Luis Estellés acaba de obtener la cátedra de música de cámara para vientos en la Escuela Superior de Música y Danza de Colonia (Hochschule für Musik und Tanz Köln). ¡Todo un reconocimiento y honor para un músico español!
En este vídeo se pueden ver parte de los ensayos en el Centro Superior de Música de la Universidad Autónoma de Madrid. El estreno de este proyecto musical se enmarca dentro del Ciclo de Grandes Intérpretes y Compositores organizado por el Centro Superior de Investigación y Promoción de la Música (ISIPM) en el Auditorio Nacional de Madrid. Estreno: domingo 11 de abril de 2021.
Siete de abril de dos mil veintiuno. El mundo abunda en tecnología. Casi todos tenemos un dispositivo móvil o portátil para salir del paso. Llevamos una enciclopedia en el bolsillo. Nos dicen que ya no es necesario utilizar la memoria. Me digo, ¿será necesario? Si necesito una información, no tengo más que mover los dedos y buscarla en alguno de los buscadores digitales. Aún en el primer cuarto del siglo XXI, ese mega buscador que todo lo sabe es el Gran Google, Imperator Mundi, que quiere decir ‘Emperador del Mundo’ —la aclaración es porque ya casi nadie conoce ni habla ni escribe el latín. Es la primera vez en la historia que un ente abstracto alimenta y controla el presente y el porvenir de los seres humanos. Lo sabe todo… O casi todo, todo, todo. Ante el Gran Google ofrendo una palabra —quiero decir que la escribo— por ver con qué me alimenta, con qué me controla. La palabra la leí hace un par de días en El mundo bajo los párpados. ‘Nooterapia’. Imperator Mundi me devuelve ‘zooterapia’. ¡Caramba! Me cuesta encontrar entradas que hablen de nooterapia. ¿Será porque el mundo bajo los párpados no interesa? Sí, cuesta encontrarlas. Será por poco tiempo, supongo: el Gran Google lo abarca todo. La nooterapia antigua pretendía purificar y restituir al paciente como ser completo y sano, un ser en armonía con la naturaleza. Canalizar la pneumática por medio de la teúrgia para lograr la metanoia. ¿Pero quién cree ya en Asclepio? Y más aún, ¿a quién le importa saber qué son la nooterapia, la pneumática, la teúrgia y la metanoia? Sí, definitivamente, Imperator Mundi aún no ha penetrado en eso que guardan los párpados cada noche cuando cerramos los ojos… ¿Invadirá ese mundo de los sueños alguna vez? Cuando eso ocurra, habremos dejado de conocernos, nos habremos rendido ante la posibilidad de restituirnos y no entenderemos los libros. Nos habremos sacrificado en el altar del Gran Google, ciegos, con los ojos cerrados, pero sin ningún mundo ya bajo los párpados.
Entiéndase: no son los tiempos que corren, sino en los que uno quiera creer. Se pelearon por dos mujeres, más bien por dilucidar cuál de ellas estaba más buena. Se liaron a hostias. Se dieron de cuchilladas e hirieron los cuerpos hasta que uno de ellos quedó desarmado. Entonces, al verse éste en peligro de muerte, agarró una vara de hierro macizo que había en el suelo, y le asestó al contrincante tal golpe en la cabeza que le abrió los sesos dejándolo fulminado. Mirándolo mientras aún resollaba por el esfuerzo de la pelea, aunque ya no pudiera oírlo, le gritó: ¡A ver ahora quién está con la tía más buena, joputa!
Perfectamente podría ser este el relato de un suceso, de una noticia en cualquiera de los periódicos que uno aún puede comprar en papel, aunque a falta de papel, buenas son pantallas digitales. Uno se ha hartado de oír cuando era estudiante —y de eso hace ya más de veinticinco años— que la mejor literatura se escribe en los periódicos. El bulo sigue corriendo como la pólvora. La mejor literatura se encuentra en los periódicos, dicen. Pues bien, yo digo que la mejor literatura, de estar en algún sitio, está en los libros. Alguien podrá decir que no, que las mejores plumas están en la prensa escrita. Y, claro, excepciones siempre hay, al igual que también hay libros malos. De hecho, creo que no ha habido mayor cantidad de libros malos en la historia de la literatura como los que hay ahora que se publica tanto más por la cantidad que por la calidad. Porque ahora escribe todo quisque. Sin embargo, de calidad… no tanto o más bien poco. Aún así, el fiel de mi balanza vital se inclina más favorablemente hacia los libros que hacia los periódicos. Y aún más favorablemente a los libros de antaño que a los de hogaño. Y no tiene nada que ver con una nostalgia de hombre que piensa absurdamente que todo tiempo pasado fue mejor. No. No hay más que leer para darse cuenta.
En cualquier caso, los sucesos del siglo XXI, en esencia, tampoco se diferencian mucho de los de hace seiscientos o setecientos años. Sin ir más lejos, el suceso con el que empecé este artículo bien podía estar sacado de Amadís de Gaula, caballero que se pasaba los días en justas dando mandobles, quebrando lanzas, cortando brazos y piernas a cercén, hendiendo cabezas hasta las quijadas por ver qué doncella era más bella que Oriana o le concedía un don. La diferencia es que ahora, en lugar de ir en caballería, se va en coche, y las lanzas, espadas, escudos y venablos son de otra índole… de las doncellas, ya ni hablo. Eso sí, los joputas, haberlos los había entonces y haberlos hoy, también haylos.
Qué cosa extraña es la vida. A veces. Bueno, a veces para quienes tenemos el privilegio o padecemos la maldición —que según se mire somos privilegiados o estamos malditos— de tener consciencia y poder pensar, sentir la extrañeza que produce esa «cosa» que llamamos vida, como si fuera una tercera persona ajena, cuando en realidad formamos parte de ella, somos ella; no la vivimos, sino que la estamos viviendo. A un ser vivo sin consciencia, animal o vegetal, poco le importa eso que llamamos vida y menos aún la vida humana. Sencillamente, vive sin más preocupación que la de alimentarse, relacionarse más o menos según convenga, reproducirse y defender su espacio vital. Seres que no son conscientes de la vida, pero que viven, la están viviendo; seres que no son conscientes de la muerte, pero que mueren definitivamente y una sola vez, en un instante. ¡Con lo sencillo y fácil que sería una vida con consciencia limitada! No preguntarse por qué fallan las cosas, sino simplemente hacerlas y cuando fallen empezar con renovada energía, como cuando se destruye un hormiguero y la hormiga lo construye de nuevo sin sufrimiento, con tan solo, quizás, algo de desgaste físico. No preguntarse por qué fallan las relaciones personales, sino simplemente relacionarse y cuando fallen construir otro «hormiguero» porque se está viviendo.
Pero somos conscientes los humanos. En mayor o menor medida. Tenemos una consciencia frágil, quebradiza y cada cual a su manera. Somos conscientes de la vida, aunque a veces, muchas veces, nos creamos que es algo ajeno que nos sucede, cuando realmente nos estamos sucediendo en ella. Somos también conscientes de la muerte, aunque nos creemos inmortales hasta que nos morimos cuando a cada uno le toca. Porque la muerte, sí, también la vemos como a una tercera persona, una «persona» que viene y se nos lleva… cuando, en realidad, somos nosotros quienes nos vamos. Vivimos con miedos, vivimos con alegrías, vivimos con inseguridades, vivimos con incertidumbre, vivimos con comodidades. La vida y nuestros momentos en ella, esos momentos de los que somos medianamente conscientes. Nuestros momentos vitales. Como contemplar, que ya no solo ver, el rostro del ser amado, el olor a café por las mañanas, ese aroma que nos recuerda que estamos no ya vivos, sino que estamos viviendo; trascender sin que la muerte sea una objeción para vivir, para estar viviendo, para seguir viviendo, para hacer esas cosas que de verdad nos interesan y que queremos para siempre, porque para siempre nos queremos siendo auténticos. Afirmar radicalmente lo que hemos querido, lo que deseamos y seguir adelante con los pies en la tierra, aquí y ahora, presentes y fraguando el futuro. Sí, ¡qué cosa extraña es la vida!
Anoche tuve un sueño inquieto. No dormí bien. No le di demasiada importancia, porque esos insomnios ocurren a veces. Tampoco le encontré ninguna explicación trascendental. Hoy el día transcurrió tranquilamente, sin sobresaltos. Y a eso de las seis de la tarde me llega la noticia de que hoy Elena Montemayor ha fallecido. Entonces surge de algún rincón perdido un pensamiento: con las estrellas se navega; jamás en ellas se desembarca. Elena fue alumna mía. Que su estrella sea guía para sus familiares y seres queridos. Descanse en paz. Madrid, 11 de marzo de 2021.