Este texto es el segundo capítulo de Tierras afines (2004),
novela inédita de Michael Thallium. Para leer el primer capítulo, AQUI.
La pista de aterrizaje se avistaba ya desde el aire con la perspectiva privilegiada de la cabina del piloto del avión que iniciaba la maniobra de aproximación para tomar tierra en el aeropuerto de Barajas.
A tres kilómetros de la terminal de pasajeros, en una de las oficinas prefabricadas desde las que se supervisaban las obras de ampliación del aeropuerto de Barajas, Rufino Maldonado observaba aterrizar los aviones. Era mayo y hacía un sol abrasador. La noticia se la había tomado bien, porque no era algo que lo hubiese pillado por sorpresa. Un mes y medio antes, su jefe ya le había comunicado que el informe de calidad del mes de abril sería el último que Rufino haría, con lo cual dedujo que, dado que los informes mensuales se presentaban los quince de cada mes, sus días en aquella empresa estaban contados. Además, dos semanas antes había firmado la carta de despido. Aquella mañana, su jefe le comunicó que aquel era su último día de trabajo. Le agradeció sinceramente la labor desempeñada reconociendo la validez y eficacia de Rufino, pero, lamentablemente, el volumen de trabajo caía en picado y la empresa debía recortar gastos.
Viendo aterrizar aquel avión desde la ventana de su prefabricada oficina de calidad, Rufino se preguntó cómo se verían desde las alturas las pistas cuya construcción había estado supervisando. Supuso que para tomar tierra a tanta velocidad había que tener un control total sobre el avión… Unos aterrizan y otros despegan, pensó. Ciertamente, tenía la sensación de que su cuerpo se despegaba de la tierra sin rumbo determinado después de haber estado trabajando durante tres años en la UTE, una unión temporal de empresas multinacionales que realizaban las obras del ampliado aeropuerto de Madrid-Barajas. Aún quedaban obras por hacer, pero lo que a él le atañía, la supervisión de la calidad de obras, parecía haber tocado a su fin. Sin embargo, Rufino tenía la esperanza de que, después de aquellos tres años de eficacia probada, alguna de las multinacionales que formaban la UTE le ofreciera trabajo, con lo cual conseguiría uno de sus objetivos: trabajar en una multinacional. De hecho, ya le habían pedido el currículo. Trabajar para una multinacional le aportaría seguridad y calidad de vida. Sí, una multinacional… Mirando por la ventana también vio que aquella multinacionalidad de las grandes empresas se reflejaba en la mano de obra barata que se subcontrataba para llevar a cabo las obras: negros africanos (guineanos, nigerianos, senegaleses…), marroquíes, polacos, rumanos (soldadores muy valorados en el mundo de la construcción), ecuatorianos, colombianos… Sin duda, eran multinacionales. Él no debía preocuparse demasiado por la situación de desempleo en la que se encontraba desde hacía una hora. Era arquitecto técnico y un arquitecto técnico en paro recibe el máximo de prestación por desempleo… así que el INEM movería el culo para ofrecerle un puesto de trabajo lo antes posible y evitar el gasto derivado del pago de su prestación.
Recogió algunos libros y apuntes suyos que tenía en la oficina y se marchó. Salió por la puerta y sintió la bocanada de calor que golpea el cuerpo cuando abandona un lugar cerrado con aire acondicionado para salir al aire libre abrasada por el sol de las doce del mediodía. Metió los libros en el maletero y abrió la puerta del conductor de su automóvil mirando por última vez aquellas oficinas. Tenía una sensación extraña. Por una parte, la satisfacción del trabajo y deber cumplidos, saber que la gente lo valoraba. Por otra, pena por tener que dejar a sus compañeros después de tres años… pero albergaba la esperanza de entrar en alguna de las empresas de la UTE. Salió del aparcamiento. Al llegar a casa, debería comunicarle a sus padres que lo habían despedido. Vivía con ellos y con una hermana tres años mayor que él. Rufino y Roberta Maldonado, que así se llamaba su hermana, se llevaban bien a pesar de tener personalidades muy distintas. Roberta había dejado los estudios y, con dieciocho años, había comenzado a trabajar de limpiadora en una fábrica, luego de cajera en unos grandes almacenes, de dependienta en una tienda de ropa y, últimamente, a sus trenta y tres años, de teleoperadora en una empresa de telefonía móvil. Tenía un novio croata con el que llevaba saliendo seis años. No lo amaba; lo quería más por el roce del cariño que por la costumbre del amor, lo cual la hizo descuidarse. Estaba gorda. No tenía planes de casarse ni de tener hijos ni de formar una familia. La idea de quedarse embarazada la aterrorizaba. Vivía a gusto con sus padres yendo al piso de su novio los fines de semana y disfrutando de los favores de algún que otro inmigrante a espaldas del croata. Rufino había estudiado una carrera, había hecho el servicio militar, había cumplido siempre en el trabajo. Era un hombre formal, serio, recto, cumplidor. Roberta representaba la sabiduría popular; Rufino, el conocimiento académico. Ella, la extraversión y la inteligencia desaprovechada; él, la introversión y la aplicación del método oportuno. La promiscuidad y la fidelidad cara a cara. Por ser mayor, Roberta quería mucho al niño, su hermano, porque había conseguido lo que ella no pudo conseguir debido a su estúpido y reconocido coqueteo con la pusilanimidad y la holgazanería. Él, por ser menor, respetaba a su hermana, porque siempre le había dado buenos consejos cuando los necesitó. Sin duda, si alguna vez tuviera un problema, a pesar de sus distintas condiciones, Rufino no dudaría ni un segundo en acudir a su hermana. Deseaba para sí la extraversión de su hermana. No la envidiaba.
Al salir del aparcamiento, le vino un pensamiento a la cabeza. Era curioso, pero después de haber pasado tres años en aquel lugar, jamás había estado en las terminales de pasajeros. Qué contradicción participar en la ampliación de un aeropuerto que apenas conocía. Instintivamente, dio un golpe de volante y, en lugar de tomar la dirección de salida a la autovía, tomó el desvío que conducía al aparcamiento de una de las terminales. Había muchos automóviles estacionados y le resultó difícil encontrar un hueco libre cerca de la entrada de la terminal. Sin embargo, aplicó una vez más en su vida el método oportuno de la paciencia y, tras diez minutos dando vueltas por las rectas callejuelas simétricamente enredadas en líneas paralelas y perpendiculares, encontró el hueco deseado.
Entró a la terminal por las puertas automáticas que se abrieron a su paso. Allí se encontró con un ir y venir de gente con maletas, bultos y bolsas. Las sugerentes voces de la megafonía anunciaban las salidas de los vuelos o avisaban a algún que otro despistado pasajero al que se rogaba acudir a una u otra puerta para no perder el vuelo. En la hilera de los mostradores de las distintas compañías aéreas se hacían colas de pasajeros que, pacientemente, esperaban su turno para sacar los billetes y facturar el equipaje. Algunos se sentaban en el suelo, quizás agotados por las muchas horas de espera o aburridos por las largas horas de viaje que les esperaban. Dos guardias civiles, un hombre y una mujer, pasaron por delante de Rufino conversando sobre las infidelidades de algún personaje famoso mientras velaban por la seguridad de las miles de personas que a diario concurrían aquel aeropuerto. La cola más larga era la que se extendía zigzagueante ante los mostradores de las aerolíneas indias. Una numerosa familia de hombres de piel oscura con barba y turbante y de mujeres con coloridos vestidos de seda fina y con lentejuelas en la frente formaban corros en los que charlaban en una lengua desconocida e ininteligible.
Rufino sintió ganas de ir al cuarto de baño. Su cuerpo le daba claras señales de necesitar evacuar el líquido que ya hormigueaba en la vejiga. Miró a izquierda y derecha en busca de unos baños. Finalmente, colgado del techo, divisó un letrero azul que señalaba, con unos muñequitos internacionalmente conocidos, el camino a los servicios más próximos. Siguiendo aquella señal, Rufino se encaminó entre aquel gentío hacia el lugar en que desahogaría su urgencia. Al entrar, oyó el sonido de los secadores de manos; a mano izquierda, vio una hilera de lavabos; enfrente, a la derecha, las puertas que encerraban las tazas separadas por tabiques de baldosín blanco y, a mano derecha, finalmente, los blancos urinarios colgando de la pared. Allí alivió la presión de la vejiga. Al terminar, pulsó el botón que diluyó con agua el líquido dorado arrastrándolo por el sumidero. Se oyó un “zip” característico de la bragueta que se cierra con celeridad. Rufino se dirigió a los lavabos para lavarse las manos con el transparente jabón azul que caía de las jaboneras al presionar el botón correspondiente. El agua estaba fría. La blanca espuma que producía el metódico roce de sus manos, una contra la otra, se borraba al contacto con el chorro de agua refrescante que producía un ruido hueco al deslizarse por el desagüe. Rufino se miró al espejo. Observó su rostro de treinta años, sus facciones sobrias, su expresión atlética, sus ojos azules salvaguardados por sus finas gafas para miopes de pasta negra, su pelo rubio. El tiempo no pasaba en balde. Era atractivo, pero las entradas comenzaban a hacerse notar. Al verse, se preguntó por qué habría dedicado más tiempo al trabajo que a su vida sentimental. Su hermana le había dicho que él era un muy buen conocedor del mercado laboral pero un inexperto ingenuo en el mercado sentimental… y eso lo pagaría caro algún día cuando se enfrentara a la realidad sentimental del mercado. Recordó que cinco años atrás había tenido una relación con una chica que apenas duró unas semanas, pero que lo dejó definitivamente marcado. Era su primera y única relación. Las cosas no funcionaron bien. Aquella chica era sin duda guapa, pero adolecía de una promiscuidad incompatible con los principios éticos de aquel metódico arquitecto técnico… o al menos eso él creía. Rufino no estaba dispuesto a perder en el juego amoroso de la conquista de la mujer amada, porque para él el amor no era ningún juego, sino una empresa en toda regla. Después de intentar sin suerte y por medio del diálogo conciliador encauzar aquella relación, perdió el primer y único asalto en aquel mercado sentimental al que se había lanzado. Ella jugó con él y él no supo seguirle el juego. Rufino lo achacó a su inexperiencia e incluso reconocía su cincuenta por ciento de culpa. La asumía, pero no estaba dispuesto a cargar con el cincuenta por ciento de la parte contraria. El asunto es que, después de aquel fracaso, Rufino se refugió en el trabajo, se volvió aún más introvertido. Dado que no podía triunfar en el amor, triunfaría en el mercado del que su hermana decía que era muy buen conocedor: el laboral. Así lo hizo, aplicando el método anestésico en los sentimientos. La ascensión profesional era la excusa perfecta para no prestar atención a la absurda pasión de quienes desprecian la satisfacción del deber cumplido… Pero, ¿qué ocurriría ahora que se había quedado sin trabajo? Cerró el grifo y pulsó el botón del secador para que el aire caliente secara sus manos.
Al regresar al vestíbulo de la terminal, sintió sed. Así que decidió buscar algún bar, cafetería o restaurante para beber algo o incluso almorzar. No tenía ninguna prisa. Ahora que no trabajaba no había excusas para no dedicar tiempo a eliminar una de las características de su personalidad que más se reprochaba: la introversión. Era como si al haberle arrebatado el empleo, con él también se hubieran esfumado sus propiedades anestésicas y los sentimientos se despertaban del letargo de los años. Estaba claro que, hasta que lo llamaran de otra empresa, cosa que presumía que no se demoraría mucho, se dedicaría a hacer algún curso y prepararse las entrevistas de trabajo, pero también intentaría cambiar esa actitud suya tan reservada con las mujeres. Sin embargo, le chocaba que ninguna mujer se hubiera fijado en él, pues tenía todas las virtudes que una mujer busca en un hombre: serio, trabajador, honrado, formal y fiel… Claro que no contaba con que aquellas virtudes, llevadas al extremo, podrían producir el más desolador aburrimiento en una pareja. Quizás fuera una persona demasiado previsible. Probablemente, era inflexible, demasiado recto en el juego amoroso. Gran parte de su formación académica se la había pasado trazando líneas paralelas, perpendiculares… Comprendió que, posiblemente, aquellos trazos de dibujo técnico habían marcado indefectiblemente su personalidad, convirtiéndolo a él en una persona un tanto rectilínea, técnicamente diédrica. Tenía que acabar con ello de alguna forma. Y ahora era el momento. Se tomaría unas vacaciones y conocería a más mujeres.
Volvió a buscar con la vista algún letrero que le indicara dónde encontrar una dichosa cafetería, un restaurante… Por fortuna, se topó de frente con la pareja de la guardia civil que había visto anteriormente cuando entró en la terminal. Seguían discutiendo acerca de las infidelidades ajenas. Rufino les preguntó, muy cortésmente y recordando los modos que había aprendido durante el servicio militar, si los agentes eran tan amables de indicarle dónde encontrar una cafetería. La agente, acompañada de las gesticulaciones condescendientes de su compañero, se aprestó a indicarle que debía seguir recto unos sesenta metros y que, a mano derecha, encontraría lo que andaba buscando. Rufino les agradeció la información y les deseó un buen día. Los agentes continuaron la ronda retomando aquella interesante conversación.
El traqueteo de maletas era continuo. Las personas iban y venían desplazándose por los pasillos mecánicos que hacían las distancias más llevaderas a quienes se encontraban fatigados. Rufino dio, por fin, con la cafetería. Había mucha gente. Las personas conversaban produciendo una algarabía en la que las palabras se entrelazaban resultando imposible distinguir un hilo conductor. Una masa informe de sonoras palabras disonantes, una orquesta en la que las voces se afinaban perpetuamente sin el director que pone orden con su batuta en el caos del ruido. Los sonidos eran igualmente acompañados por los sugerentes olores gastronómicos. Por un momento, Rufino pensó que sería mejor retroceder y marcharse a casa. Sin embargo, en un instante de irracional cordura, decidió que debía hacer algo nuevo que desmarcara el metronómico ritmo que había impuesto a su vida. La improvisación es buena. Debía poner en práctica un método de improvisación. Definitivamente, almorzaría allí, entre tanto viajero desconocido.
Observó que la gente hacía cola para servirse la comida del bufé. Decidió unirse a aquel grupo de personas que se servían la comida en fila india. Mientras que la cola avanzaba, sus desvelados sentimientos le hicieron reflexionar sobre el tipo de mujer que buscaba. Evidentemente, debía ser guapa, tener un buen cuerpo. Tendría que ser, además, una mujer segura de sí misma, en absoluto frívola, elegante… una amiga. Le vino a la memoria lo que le dijo en una ocasión su hermana respecto a que los hombres buscaban una mujer que fuese una señora, pero una puta en la cama. En cierta medida, Rufino compartía esa afirmación. Ahora bien, en su conjunto de valores no entraba tener relaciones de pareja con una mujer mayor que él y con hijos, por ejemplo, o con mujeres promiscuas. Más que nada porque su objetivo en la vida era formar una familia estable que no pasara apuros económicos y sin más sobresaltos que los derivados de la convivencia cotidiana.
Le llegó el turno. Tomó la bandeja y la colocó sobre la plancha deslizante. Tomó los cubiertos, el pan y las servilletas de papel. Los puso sobre la bandeja y la deslizó paralelamente al lugar en que se encontraban las bebidas. Le apetecía agua mineral sin gas. Tomó una botella. Siguió deslizando la bandeja. Las ensaladas tenían buena pinta. Tomó un plato. La carne tampoco parecía estar muy mal. Tomó otro plato. Siguió deslizando la bandeja hasta llegar a la sección de postres. No lo dudó. Tomó el arroz con leche. Desde pequeño era su postre predilecto; siempre que podía tomaba arroz con leche, era la costumbre… Bueno, no, mejor no. Siguiendo con la aplicación del método de la improvisación, volvió a depositar en su sitio el cuenco de arroz con leche y eligió una crema que no sabía muy bien de qué era pero que, seguro, se adecuaba a las improvisadas reglas de la improvisación. Había que dar rienda suelta a la espontaneidad. Al final de la cola, esperaba la cajera quien le comunicó impasible que el almuerzo le costaría treinta euros. A Rufino le pareció un poco caro. Una pieza pequeña de pan, una botella pequeña de agua mineral sin gas, un exiguo plato de ensalada, un filete con poca salsa y cuatro patatas fritas y un improvisado postre de crema desconocida. Mmmm, sin duda la sorpresiva cuenta le resultaba demasiado espontánea… pero la espontaneidad era también amiga de la improvisación. Sacó un billete de cincuenta euros de su cartera y pagó con un improvisado dolor de corazón. Todo fuera por la causa.
Saldada la deuda con la impasible cajera, oteó el comedor que se extendía enfrente de él. Casi todas las mesas estaban ocupadas. En una se encontraba un matrimonio joven con un niño pequeño a quien la madre intentaba dar de comer sin éxito; en otra, un grupo de jóvenes excursionistas con las mochilas tiradas por el suelo, en otra un escocés con falda y sin gaita sentado junto a dos señoras presumiblemente escocesas también, en otra una pareja de alemanes discutiendo acaloradamente, en otra unos japoneses inmortalizando con sus cámaras fotográficas aquel almuerzo… Al fondo del comedor vio una mesa que solo estaba ocupada por una mujer que leía un libro. Rufino se aproximó y, muy cortésmente, le preguntó a aquella desconocida si le molestaba que se sentara a aquella mesa para almorzar. Era una mujer joven. Rufino le echaba unos veintiséis años, aunque su habilidad para calcular edades dejaba muchísimo que desear. La joven alzó la vista del libro. Con una amable sonrisa y un ademán invitador dio a entender que en absoluto la molestaba. Prosiguió leyendo.
Rufino se sentó. Sacó el pan del envoltorio de plástico transpirable que lo protegía del manoseo de tanto transeúnte y procedió a probar la ensalada. Estaba sosa, le faltaba un poco de sal. Miró en derredor pero no encontró ningún salero, ni tampoco vinagrera ni aceitera. No le quedó más remedio que comerse la ensalada tal cual. Tomó el cuchillo y cortó un trozo de carne. La carne se adivinaba dura… No estaba mal de sabor, pero estaba un poco dura. Pinchó con el tenedor una patata frita, aceitosa y jugosa a la vista, pero correosa y fría al gusto. No quiso ni pensar a qué sabría el misterioso postre. Mientras masticaba aquel primer trozo de carne, observó a la mujer que tenía delante. Leía un libro del cual aún no podía distinguir el título. Tenía el pelo recogido con un pincho que dejaba caer una graciosa coleta amoñada. Llevaba un traje blanco muy elegante. Los ojos salvaguardados, como los de él, por unas finas gafas de diseño italiano apuntaban una expresión muy atractiva e intelectual. Los labios y las facciones de aquella extraña resultaban muy sugerentes. Ella alzó la vista del libro y se topó con la mirada observadora de él. Rufino apartó la vista, disimulando, para meterse en la boca otro trozo de aquel filete de trapo. Ciertamente, estaba duro. Tomó pan y un poco de ensalada para pasarlo mejor. Pensó que también era mala pata que, después de que lo hubieran despedido aquel día, también le hubieran dado una patada gastronómica con aquel almuerzo. Bebió un poco de agua. Al menos el agua estaba fresca, sin sabor pero fresca. Miró de reojo a la hermosa joven que lo acompañaba a la mesa. Había reanudado la lectura. Se fijó en las manos. Tenía unos dedos finos y largos con uñas cortas. Eso le gustaba: las uñas, mejor cortas. Las uñas largas le parecían de mujeres de dudosa reputación. Sabía que aquel pensamiento era provocado porque la joven con la que había fracasado años atrás tenía las uñas largas. A la sazón, las uñas largas no le molestaban excesivamente, pero después de aquel suceso, comenzó a odiarlas. Pinchó otra patata frita y otro trozo de carne. Masticó. Evidentemente, aquella silenciosa compañera de mesa era muy atractiva. No podía verle el cuerpo, porque estaba sentada. Sin embargo, la camiseta elegantemente ceñida al escultural busto dejaba adivinar unos pechos discretamente llamativos. Ni mucho ni poco. Lo justo y muy bien puesto, pensó Rufino. La elegantísima caída de las mangas de aquella deslumbrante chaqueta blanca formaba al final de la tela viscosa un pequeño hueco por el que se asomaban unas delicadas muñecas. Los gestos de aquellas manos eran lánguidos, proyectados como a cámara lenta. No podía verle las piernas, pero supuso que estarían cruzadas dado que se hallaba ligeramente reclinada sobre el respaldo de la silla de dudosa ergonomía. Sí, aquellas sillas eran un tanto incómodas. El plástico rojo y un diseño sugerente a la vista no se correspondían con la dolorosa sensación que aquellas sillas producían en las nalgas de quienes reposaban el peso sobre ellas. Seguramente, las habrían elegido adrede para que la gente permaneciera el tiempo estrictamente necesario en aquel algareado comedor. El trasiego de miles de personas en el aeropuerto, unido a la consigna empresarial de obtener el mayor beneficio en el menor tiempo posible, hacía imprescindible que los asientos proporcionasen una comodidad sobria, justa y necesaria. No le extrañaba a Rufino que, con esos precios desorbitados y la discutible calidad de la comida, quienes fueran los propietarios de aquella cafetería-restaurante obtuvieran unos pingües beneficios a fin de mes. Aquel improvisado dolor provocado por los treinta euros que había pagado en la caja volvió a atacarle el corazón.
El filete no había ya quien lo tragara. Había ido perdiendo el calor que disimuló su dureza hasta entonces y, al quedarse frío, ni el pan ni las patatas ni la desaliñada ensalada ayudaban a Rufino a pasar por las tragaderas aquella alpargata de carne. Vio que por la puerta de la cafetería entraba aquella familia india de turbantes y coloridos vestidos de seda fina que había visto media hora antes haciendo cola frente a los mostradores de las aerolíneas indias. Si hablara indio, les recomendaría fervorosamente un delicioso menú a base de ensalada y carne para, por el mero placer de fastidiar y pagarla con alguien, resarcirse de la dichosa mañanita que llevaba. Sin embargo, ni su educación ni su respetuosa urbanidad le hubieran permitido llevar a cabo aquella empresa, aunque hablase indio mejor que el más indio de los indios.
Definitivamente, aquel empanado bocado cárnico-vegetal no había quien lo tragara, pero por respeto hacia quien tenía enfrente, no hizo el feo de escupirlo y lo engulló como pudo con otro trago de agua, al menos, fresca. La rigidez de aquella maniobra agudizó la sensación de dolor en las nalgas. ¡Qué joder! Le dolía el culo, lo cual le hizo imaginar cómo sería el de aquella lectora bellísima. La prueba de fuego sería ver cómo tenía el trasero esa joven cuyos ojos se movían de izquierda a derecha siguiendo el compás marcado por los renglones del libro del que Rufino aún no había sido capaz de averiguar el título. Era imposible que aquella joven fuera perfecta, algún defecto tenía que tener. Seguro que cuando se levantara de la silla tendría un culo gordo que estropearía la buenísima impresión que hasta entonces había causado al arquitecto técnico. Y, de no ser así, seguro que tenía novio. Por un tic instintivo e irracional, seguramente debido a su falta de confianza en el terreno sentimental, Rufino miró a un lado y a otro por ver si aparecía el imaginario novio. Daba igual, si no estaba allí, seguro que la estaría esperando en alguna otra parte. Era imposible que una mujer tan perfecta, perfección que aún estaba pendiente de confirmación cuando se levantara del asiento, no tuviese novio… y, además, seguro que se trataría de un gilipollas impresentable. Aunque, por otra parte, una mujer tan hermosamente intelectual no tenía por qué tener necesariamente novio. Quizás, igual que él, era una inexperta en el mercado de los sentimientos. Las apariencias, a veces, engañan y personas que dan la impresión de tenerlo todo controlado, de ser muy seguras de sí mismas, en realidad, son unas tímidas e introvertidas de campeonato. Volvió a mirar disimuladamente el rostro de aquella mujer, estudiando la actitud indiferente o el absorto interés que presentaba ante lo que parecía ser una entretenida lectura.
El postre, aquella desconocida crema de un color verdecino, parecía contemplarlo desafiante, como diciendo: “Bueno, ¿qué?, ¿me vas hincar el diente o no?” Rufino se lo pensó. Ya había tenido bastante con la carne como para aventurarse ahora con un dudoso postre. Volvió a beber agua por ver si se le aclaraban las ideas. La elección de aquel raro postre había sido la decisión más improvisada que había tomado aquel día, aparte de la de conocer la terminal del aeropuerto. Tomó la cucharilla y la sumergió en la esponjosa crema. No se lo pensó dos veces. La improvisación era la improvisación. Sin reparos introdujo la dosis cremosa en la boca. No estaba mal. Ignoraba de qué estaría hecha. El color era tirando a un verde esponjoso muy claro, pero no sabía qué sabor darle. En cualquier caso, era un sabor agradable. Estaba rico. Por fin, algo había salido bien.
La joven apartó la vista del libro que leía y lo dejó cuidadosamente sobre la mesa no sin antes haber puesto el billete de avión a modo de improvisado marcapáginas. Se quitó las gafas y se frotó los ojos, desperezándose, estirándose hacia atrás. Aquel movimiento hizo reafirmarse a Rufino en la perfección de aquel busto. Dio un pequeño bostezo súbitamente cortado al darse cuenta de que él la observaba en ese momento. Sonrió e hizo un ademán como pidiendo disculpas por aquella falta de educación. Rufino devolvió aquel gesto con otra sonrisa que venía a decir algo así como que no se preocupara, que si ella supiera la mañana que él había tenido, entendería que hasta le daba las gracias por aquel bostezo revelador. Ahora, sin gafas y realzado su color por la acuosidad del bostezo interrumpido, aquellos ojos llamaban aún mucho más la atención. Eran de un verde cristalino precioso. La joven se quitó el pincho del pelo, soltándoselo. Rufino comprobó que lo que él había pensado que era un pincho, en realidad, no era más que de un lápiz de madera. La graciosa coleta amoñada se deshizo en una melena de cabello caoba con un elegante corte en capas que llegaba un poco más abajo de los hombros. El momento de la prueba de fuego había llegado. La joven se levantó del asiento y la elegante chaqueta corta que le llegaba hasta la cintura permitió a Rufino comprobar con sus ojos fascinados que el culo, efectivamente, era igual de perfecto que el busto. Era ligeramente respingón, prieto, redondito, simplemente perfecto. Y aquellas piernas cubiertas por la viscosa tela blanca de los elegantes pantalones de bajos acampanados eran largas, de inmaculadas formas. Rufino estaba fascinado. No sabía si el cremoso elixir verdecino que había elegido de postre lo habría embrujado o si aquellos relucientes ojos esmeraldinos habían despertado definitivamente sus sentimientos de aquel letargo anestésico en que habían estado. Rufino jamás creyó en el amor a primera vista. Eso era un invento efectista de las películas de cine o de novela barata, algo imposible. Sin embargo, al ver aquel monumento digno de la admiración de cualquier arquitecto, sintió que el alma se le enamoraba por primera vez en su vida de una mujer. El corazón le dio un vuelco y se puso muy nervioso. No podía dejar escapar a aquella mujer. La situación era absurda. Tenía que hablar con aquella desconocida antes de que se marchara. Pensó en cómo entablar urgentemente una conversación. Hablar de sus cualidades como hombre y de los informes de calidad que redactaba era improcedente y, obviamente, aburrido. El tiempo se le agotaba. No podía dejar marchar así a la que podría ser la mujer de su vida. Debía hablar, decir algo. El corazón se le aceleraba. Finalmente, decidió aplicar el método de la improvisación una vez más y se lanzó a la piscina amorosa sin asegurarse siquiera de si había agua. La voz salió nerviosa:
— Disculpe mi atrevimiento, señorita, pero es que llevo observándola desde que me senté a comer… Hoy me han echado del trabajo… No conocía la terminal y he decidido venir a verla después de tres años. Luego me entró hambre y decidí almorzar aquí… El filete estaba más duro que un piño y la ensalada ni le cuento… Luego la he visto a usted, que es muy guapa… El postre estaba bueno… De hecho, tiene el color de sus ojos, verde… bueno, sus ojos son mucho más bonitos… En fin, que no podía dejarla marchar sin cruzar al menos dos palabras con usted. Me llamo Rufino Maldonado, mucho gusto — terminó ofreciendo una mano temblorosa.
— Helena, Helena Boromitza —respondió ella sonriente y sorprendida.