Soy de una de las últimas generaciones que tuvieron el latín como asignatura obligatoria en el bachillerato. De eso hace ya muchos años. Así que entiendo que habrá muchas personas jóvenes del primer cuarto del siglo XXI a quienes eso de rosa, rosae, rosam les suene más a chino que a latín. Siempre he considerado que el conocimiento consciente de las lenguas, como poco el de la lengua materna, es imprescindible para el desarrollo del potencial humano. Dime de dónde vienes y te diré quién eres. Los españoles o quienes hablamos español como lengua materna, nos guste o no, venimos del latín. Y aunque es verdad que una lengua es dinámica y está en constante evolución, influida por otros muchos idiomas, eso no es obstáculo para esmerarse en cuidarla cuando hablamos y escribimos. Parece que eso de expresarse con decoro dejó de ser costumbre hace muchos años. No hay más que darse una vuelta por las cadenas televisivas, medios de comunicación y redes sociales para comprobarlo. No obstante, no desisto en mi empeño de aprender algo nuevo cada día para pulir y dar lustre a la lengua de la madre que me parió y del padre que me engendró, lo cual no excluye mi esfuerzo por hacer lo mismo con las otras lenguas que aprendí de mayor.
Sin embargo, no era del latín de lo que quería hablar, sino de la expresión ‘de rositas’ que utilizamos para designar a alguien que hace algo sin esfuerzo, que se va sin rendir cuentas o sin el castigo que merece. ¿Quién no ha utilizado alguna vez la expresión ‘irse de rositas’? Cualquiera, con un poco de interés, puede seguir su rastro fácilmente, pues ya estaba documentada en el siglo XVIII en el Diccionario de Autoridades. Ahora bien, una de las características de las palabras y expresiones es que modifican su significado, bien por el uso o bien porque alguien las utiliza con una nueva connotación que cuaja en el resto de hablantes. Así que, atendiendo al gran poder creativo de la lengua, intentaré ver si cuaja mi humilde aportación con la siguiente parábola.
En los tiempos de Roma, el emperador Petrus Sanctius, apodado “Caesar Resurgentis” por su hábil destreza para resurgir y alcanzar el poder del Senatus después de que su propia Legione lo depusiera, intentó llevar a cabo un cambio de régimen político en el Imperio. No contaba con muchos apoyos dentro del Senatus. No obstante, se alió con un grupúsculo de senadores encabezados por Paulus Ecclesia, miembro de los plebeyos nobles que más tarde se convertiría en excelso patricio. A cambio de su apoyo, Paulus Ecclesia exigió que se incluyera a su mujer, Irenne Montibus, dentro de la Curia Hostilia como representante de las Feminotauras. La pugna por el poder entre Sanctius, Ecclesia y Montibus derivó en unas rencillas que quisieron dirimir convocando a los ciudadanos del Imperio en una asamblea multitudinaria en Roma. Los médicos helenos enviaron unos emisarios desaconsejando la concentración de la ciudadanía romana y del Imperio, pues habían advertido ya los primeros casos de peste en algunos lugares. Sanctius y su curia hicieron caso omiso de los avisos de los galenos griegos. La asamblea se convocó y festejó con grandes fastos. Petrus Sanctius, por un lado, arengaba a sus fieles seguidores erigiéndose como ínclito y absoluto promotor de la multitudinaria asamblea; por otro lado, Paulus Ecclesia junto con su esposa Irenne Montibus arengaban a sus huestes proclamándose como los verdaderos y únicos artífices de la congregación de toda esa cáfila venida de remotos lugares del Imperio. Al día siguiente de la multitudinaria asamblea, la peste se declaró en Roma diezmando la población en pocas semanas. Los muertos se acumulaban por las calles y templos romanos. Las evidentes desavenencias entre Sanctius, Ecclesia y Montibus no impidieron que siguieran en el poder durante unos cuantos meses más. La falta de unión del resto de los senadores hizo que tuvieran que ser los propios ciudadanos de Roma quienes se rebelaran para forzar el derrocamiento de Sanctius, Ecclesia, Montibus y su curia. Al abandonar Roma, Sanctius tomó unas rosas del jardín imperial en su puño —su fragancia era lo único que no olía a peste— y huyó a no se sabe dónde. Fue entonces cuando, al parecer, un bardo extranjero dijo: ¡Míralo, se va de rositas dejando la muerte y el desorden en el Imperio! Fue el comienzo de la decadencia de Roma. Paulus Ecclesia e Irenne Montibus huyeron al sur. Vivieron plácidamente en un domus de Sikelía hasta el fin de sus días mientras la peste cerraba el círculo de la existencia para cientos de miles de civis romani.
El misterio es que, muchos siglos después, cerca de Bomarzo, en la región italiana del Lacio, se encontró una roca tallada con un símbolo extraño que algunos expertos atribuyen a un escultor del Renacimiento que pudo haber leído el relato original, hoy desaparecido, del bardo que pronunció la famosa frase por primera vez.
Rosa, rosae, rosam… De rositas.
Michael Thallium
Global & Greatness Coach
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