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Tanta gente, tantos libros…

Le envío un correo para compartir con él un texto que he escrito: Madrid, Andrés Trapiello y yo. Aprovecho para hacerle una pregunta que intuyo ya le habrán hecho demasiadas veces. ¿Cuál de tus libros me recomiendas y por qué? Me despido con un abrazo desde Madrid. Sé que responderá. Un año antes también lo hizo cuando le envié otro texto en el que hablaba de La novela del buscador de libros, el único suyo que me he leído hasta la fecha. Casualidades del destino, al día siguiente anuncian en la prensa que le han concedido el Premio Nacional de Narrativa. Me alegro por él y me sonrío: donde pongo el ojo, pongo la bala. Sé que responderá, porque lo hizo un año antes también. No sé, se me figura una persona campechana y sencilla. Pasan uno, dos, tres días. No responde. No me impaciento. Reprimo mi impulso de comprar algún otro libro suyo. Prefiero esperar su respuesta. Siete días más tarde, abro el buzón y leo su correo en el que se disculpa por la tardanza. Habían sido días raros. El jurado del Premio Nacional parecía haber respondido a mi pregunta recomendándome Totalidad sexual del cosmos, su última novela, pero prefiero guiarme por la recomendación que me hace. Los premios me importan muy poco. Me dice que a quienes les gusta la narrativa siempre les recomienda Tanta gente sola o Una manada de ñus, que son libros de cuentos; para quienes prefieren los ensayos, Biblioteca en llamas o La plaza del mundo. Dice que aún no ha leído el libro de Andrés, pero que pronto le pondrá remedio. Yo le respondo escuetamente, agradeciendo su respuesta y dándole la enhorabuena por el premio. Le digo que seguiré su recomendación empezando por Tanta gente sola. No dudo de la calidad de la novela premiada con el Nacional de Narrativa, pero como esa la leerán en tropel ahora que está reciente el premio, prefiero comenzar por el pasado que le ha llevado adonde está. Me despido de Juan prometiendo que algún día, no ahora, leeré Totalidad sexual del cosmos.

Me lanzo en busca de Tanta gente sola. Vivo en Móstoles. Me da por pensar que quizás aquí haya alguna librería donde pueda encontrarlo. Sé que podría encargarlo por internet, pero me niego a la facilidad del clic de una tecla que merme digitalmente el saldo de mi cuenta bancaria. Prefiero sentirme el buscador de libros de mi propia novela. Llamo a las pocas librerías que resisten en esta ciudad. Fantaseo con la posibilidad de que al menos en una de ellas lo tengan, porque en esa, apenas tres semanas antes, había encontrado Madrid de Trapiello y El infinito en un junco de Irene Vallejo —a ella, ¡casualidades!, también resulta que luego le dieron el Premio Nacional de Ensayo. Búsqueda infructuosa. Es incomprensible, pero ¿quién va a leer en esta ciudad los libros que a mí me gustan? A los dos días, me encuentro conduciendo el coche con la promesa de mirar en una sola librería y ya está. Eso de conducir sin rumbo cierto para encontrar un libro me recuerda a aquel día en que terminé en una librería de Jerez de la Frontera. Fue allí donde Manolo Romero Bejarano, el librero de El Laberinto, me recomendó el primer y único libro de Juan Bonilla que me leí. Ahora, algo más de un año más tarde, vuelvo a estar al volante en busca de un libro, aunque esta vez sé el libro que quiero. En La Casa del Libro de Tres Aguas me dicen algo que ya me habían dicho en otras librerías: que no tienen el libro, que hay dos ediciones, una de ellas de bolsillo que cuesta seis con noventa y cinco euros —escribo el número con letra para recordarme que no sé por qué se escribe veintiuno y no noventaicinco—, y que pueden encargármelo. Pregunto si lo tienen en alguna otra tienda de Madrid. Me responden que no, pero que lo tienen en almacén y, me repiten amablemente, que pueden encargármelo. Contrariado me invento la excusa de que lo necesito ya, porque es para un regalo. ¡Cuántos regalos me habrán servido de excusa para marcharme de las librerías cuando me dicen que me lo pueden encargar! Vuelvo al aparcamiento del centro comercial, me meto en el coche, saco el móvil y llamo a las librerías que google me dice que hay en Alcorcón. Llamo una por una a las que están abiertas. La respuesta es invariable. No tenemos el libro pero se lo podemos encargar. Arranco el motor y pongo rumbo al centro de la capital. Se me ha metido en la cabeza que tengo que encontrar el libro en una librería y punto. Llego a la Cuesta de Moyano. Tengo que encontrar un sitio para aparcar. ¡Mierda! ¡Es zona verde y hay que pagar! Tengo la suerte de encontrar un sitio en la calle de Alfonso XII, no muy lejos de la Cuesta. Si me pego una carrera, puedo dejar el coche estacionado sin pagar un euro. Total, voy a tiro hecho. Salgo corriendo. Menos mal que voy en chandal. Si no, la gente podría pensar que estoy loco. ¡Correr por un libro! ¡Bah! Pregunto en los pocos quioscos que están abiertos. La respuesta es unánime: no tenemos nada de Bonilla. Vuelvo al coche corriendo no vaya a ser que me multen. Llego sin aliento. He tenido suerte. Me meto en el coche. Es entonces cuando descubro que he aparcado delante de la placa que conmemora a don Santiago Ramón y Cajal. Me sonrío como cuando me enteré por la prensa de que a Juan Bonilla le habían dado el Premio Nacional. Hacía apenas unos días que me había leído El mundo visto a los ochenta años y me resultaba toda una ironía no poder encontrar el libro de un escritor actual y vivo y, sin embargo, ir a parar al palacete de un muerto cuyo libro había encontrado una semana antes en la misma Cuesta de Moyano. Volví a casa sin más recompensa que el guiño poético de don Santiago. Quizás por eso la mayoría de mis lecturas sean de libro de viejo y muerto…

A los dos días, domingo, vuelvo a intentarlo en alguna librería de viejo abierta por la zona del inexistente Rastro durante la pandemia. Encuentro, de segunda mano, Nadie conoce a nadie —que unas horas más tarde regalaré a una amiga, para que al menos alguien más lea a Bonilla—, pero ni rastro de Tanta gente sola. Luego en el Fnac de Preciados. Nada. En La Central de Callao. Tampoco. Se lo podemos encargar, me dicen. ¡Cojones, que es para un regalo! Me doy cuenta de que Bonilla es un autor poco comercial, lo cual me alegra (quizás a él no, no lo sé). Al día siguiente, me rindo ante la evidencia y decido encargar el libro, no por internet, sino a la librería Desiderata en la que hacía poco más de tres semanas había encontrado Madrid y El infinito en un junco. Al menos así contribuyo al mantenimiento del comercio de barrio, me digo. ¡Iluso! Encargo la versión de bolsillo, porque ya me he gastado bastante en combustible y suela de zapato…

Juan Bonilla - Tanta gente Sola

Tanta gente sola llega un martes a Desiderata. Recojo mi encargo. Miro el libro como quien encuentra un tesoro y comienzo a leerlo con avidez de pirata. Me encanta. Sabía que si el primer libro que leí de Bonilla me pareció muy bueno, este no podría decepcionarme. No me defrauda. Disfruto cuando encuentro una palabra que el escritor se inventa. En La novela del buscador de libros fue ‘feminotaura’; en Tanta gente sola, ‘tictaconear’. Me sumerjo en la lectura. Buceo en un océano lleno de vida e historias. Me atrapa el modo con que Juan Bonilla teje esa red de palabras y relaciones en la que uno no distingue ya si los personajes son reales o ficticios. Ese juego de verosimilitud e inverosimilitud que envuelve al lector en el relato y lo vuelve relato mismo convirtiéndolo en creador de otra historia dentro de la historia. Sus retratos de la gente contienen toda la fantasía del mundo concentrada de mil maneras. Esa innecesaria ‘fanteasión’ del retrato de la que hablaba Ramón Gómez de la Serna —otro gran inventor de palabras— en su retrato de Maruxa Mallo. Gentes que lo único que quieren es hacer algo más que simplemente existir. Pero…

Sí, siempre está ese feo «pero» que luce un collar de puntos para prolongar una historia al final de un párrafo. Y leyendo las historias de tanta gente sola, uno comprende por fin el misterio de esa foto inquietante de la portada en la que aparece un hombre que se asoma al abismo del ser o no ser en la azotea de un edificio de nueve plantas. Pero eso solo lo descubre uno al final del libro. ¡No podía ser de otro modo!

¿Y del amor? El amor se mide por el número de bolsas de basura que una pareja genera. Fulano de Tal y Menganita de Cual pudieron generar 25.000 bolsas de basura. Eso son muchos años de amor. ¡Qué satisfactoria impresión de lo que es el amor! Aunque también sé que el amor puede concentrarse igualmente en una paja o en un dedo de toda esa gente que anda tan sola por la vida buscando a otra gente que nunca llega…

Juan, yo te daría el Premio Nacional simplemente por Tanta gente sola, aunque ya he dicho que los premios me importan muy poco. ¿¡Dar un premio nacional por un solo libro y corto encima!? Bueno, Juan Rulfo pasó a los anales de la Historia de la Literatura por tan solo tres novelitas. ¡Pero menudas novelitas! Tu libro, me parece una verdadera obra de arte. Sí, ¡al final fue todo un regalo!

Tu literatura, Juan, es la meta de quienes te leemos. Tu prosa es literatura bonilla y viva, verdadera poesía. Esos cuentos que cuentas se me entremezclan con la realidad… ¿Cuánto habrá de ese Urbano, personaje tuyo del libro, que gana el concurso Cifras y letras en el librero de Jerez que te me descubrió? Porque Manolo Romero Bejarano ganó Pasapalabra

He de poner fin a este texto, porque siempre me dicen que lo que escribo es muy largo para que alguien me lea alguna vez en internet. Pero, Juan, que sea este último párrafo el homenaje inapreciable a Tanta gente sola, porque aunque nadie repare en ello si no lo digo, nueve son los párrafos de que consta mi escrito al igual que nueve cuentos exquisitamente entramados conforman tu libro como nueve plantas también tiene el edificio del misterioso hombre de la portada que se asoma al abismo del ser o no ser. También te digo que tu libro merece muchas relecturas. Así que pasas a formar parte de la lista de escritores vivos que releo. Una lista muy exigua que solo tiene dos nombres: el de otro escritor que ya he mencionado y ahora el tuyo. Y sí, yo también le pondré remedio: algún día leeré Totalidad sexual del cosmos, porque lo prometido es deuda. Pero antes déjame que busque Una manada de ñus. Hay tanta gente, tantos libros…

Michael Thallium

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