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Francisco Tomás y Valiente In Memoriam

Febrero acaba de comenzar… Para la mayoría de personas, el 14 de febrero es el Día de los Enamorados, y muy pocas personas recuerdan que fue precisamente un 14 de febrero de 1996 cuando el profesor Francisco Tomás y Valiente fue asesinado por la banda terrorista E.T.A. en su despacho de la Universidad Autónoma de Madrid. La memoria, muchas veces, es olvidadiza.

Estatuas, esculturas… Uno pasa por delante de ellas a diario sin advertirlas, porque la prisa y los quehaceres nos llevan de allá para acá, a lo nuestro, que es lo que en el fondo nos urge o nos importa. Y cuando reparamos en ellas, nos preguntamos, ¿y ‘esto’ qué es?, utilizando ‘esto’, porque sabemos que las esculturas no tienen vida. Y luego esas figuras que contemplan el alba sin que la luz del sol que aparece en el horizonte les deslumbre sus ojos de piedra. Y también esos árboles desnudos que alzan los brazos al amanecer como si se desperezaran o preparasen para despedir a la luna y saludar a los transeúntes que en algún momento llegarán, como cada mañana, y que pasarán de largo sin apenas percatarse del entorno, con la premura de llegar a tiempo quién sabe a qué destino… Pero de repente, sólo muy de vez en cuando, sorprendentemente, alguien se toma ese pequeño respiro que alberga un recuerdo para quienes ya no están entre nosotros a sabiendas de que la vida sigue su curso.

Francisco Tomás y Valiente In Memoriam

Madrid, la Tierra, un violín y el mar

Teatro MonumentalLa foto la saco con el móvil, aunque de mi hombro cuelga la cámara que, como la mayoría de veces, se queda enfundada para recordarme, al regresar a casa, lo absurdo de llevarla, casi de adorno, a dar un paseo por las calles de Madrid y no dejarle abrir el ojo para plasmar lo que los míos ven. El protagonismo se lo quita casi siempre este adminículo fino e inteligente que sirve para hablar en directo o diferido, enviar mensajes, resolver dudas, leer la prensa, ver películas, escuchar música… ah, sí, y también para hacer fotos y vídeos. Es temprano, aunque no tan temprano como cuando me levanté de madrugada para ir a comprar las Figuraciones que a Andrés Trapiello le publican en la prensa cada viernes. Cuando salí de casa, aún era de noche. Crucé el Manzanares por el puente y subí caminando por la calle de Segovia plantándome en el quiosco de Puerta Cerrada a las seis y media, como todos los viernes. Al quiosquero y al negro que lo ayuda debo de parecerles un ser extraño, ese que sólo aparece los viernes a las seis y media de la mañana para comprar el mismo periódico de todas las semanas. Su primera venta del día, mi primera y única compra de un periódico en toda la semana. Leí El último Fausto de Trapiello y busqué un lugar en el que desayunarme sin prisas, porque hoy no trabajo. A esas horas apenas se ve un alma. Callejeé y me metí en una cafetería abierta de madrugada. Me desayuné despaciosamente y reanudé el paseo subiendo por la calle del Arenal hacia la Puerta del Sol. Aproveché para sacar algunas fotos al alba con mi adminículo multiuso. Proseguí hasta la plaza de Jacinto Benavente —por cierto, me pregunto quién leerá hoy al premio Nobel de literatura de 1922—, bajé por Huertas, giré a la derecha en la plaza de Matute y me planté en Antón Martín.

Y es aquí donde saco la foto de marras. Frente a mí, el Teatro Monumental. Apenas son las ocho de la mañana. El sol comienza a clarear los edificios en un cielo que amanece despejado y pronto se apagarán las farolas que han iluminado la noche de Madrid. Caigo en la cuenta de que no hace ni doce horas que salí de ese mismo teatro. Antes, hace años, fue un cine, pero desde 1988 es la sede del Orquesta Sinfónica RTVE. Acudo allí los jueves o viernes para seguir los conciertos de la orquesta. Anoche fue el sexto concierto de la temporada Ecos de la Belle Époque. La semana pasada, había dirigido la orquesta un director invitado; anoche la dirigió su titular, el asturiano Pablo González. A mí Pablo González me parece un muy buen director de orquesta, aunque lo que yo opine poco les importa a las demás personas. También opino que Carlos Pujol es muy buen escritor —un sabio— y, sin embargo, casi nadie lo conoce y menos lee sus libros. A ambos, Carlos y Pablo, los calificaría de excelentes, cada uno en lo suyo. Pablo González tiene un estilo de dirigir elegante. No puedo evitar que su porte me recuerde a Gustav Mahler, aunque más alto y esbelto. Y me imagino que él estará ya harto de que también se lo digan una y otra vez. ¡Qué le vamos a hacer! Uno no es muy original en sus apreciaciones.

En el programa, cuatro compositores, uno español y tres franceses: Jesús Rueda, Ernest Chausson, Maurice Ravel y Claude Debussy. Poco público asistió al concierto, pero muy entusiasta a juzgar por los aplausos. La Tierra del madrileño Jesús Rueda fue la obra que abrió el concierto. El estreno de La Tierra fue en 2007, en Sevilla. Es una obra que completa la serie Los Planetas que el compositor británico Gustav Holst escribió durante la Primera Guerra Mundial, pero armónicamente es muy distinta a todos los planetas de Holst. Escuchándola uno se imagina volcanes, erupciones y lava… Una música trepidante y visual, cinematográfica. Holst no compuso Los Planetas para el cine, aunque muchos años más tarde sí que lo hizo John Williams con su archiconocida banda sonora de La Guerra de las Galaxias, esta sí que armónicamente muy parecida a Los Planetas de Holst. Hay músicas que sugieren imágenes, y otras que, si uno no tira de imágenes mentales propias, resultan difíciles de comprender. En mi personal musicoteca mental, la obra de Rueda está dentro de este segundo grupo.

Svetlin Roussev se unió a la orquesta en Poema para violín Op. 25 de Ernest Chausson y Tzigane de Maurice Ravel. Roussev es un violinista búlgaro y virtuoso. Tocó muy bien, pero me dejó como muchos otros muchos virtuosos que tocan tan virtuosamente como él. El público disfrutó y aplaudió. Roussev lo agradeció con La sonrisa del diablo —no la telenovela mexicana de 1970, sino el Capricho n.º 13 de Paganini.

Tras la pausa llegó El mar de Debussy, obra que inspiró a compositores españoles como Manuel de Falla. Quien escucha el Juego de olas, escucha también —al menos yo— reminiscencias de música española, sobre todo en las melodías del oboe. Me pasa con Debussy algo muy particular: que su mezquindad personal me hizo perder el interés —dicho sea de paso, Ernest Chausson también dejó de hablarle en vida— por su música hace muchos años. Buen debate ese de si al artista ha de juzgársele por su comportamiento o sólo por su obra… La orquesta hizo una interpretación excelente, pero no logré zambullirme en el mar de Debussy.

Ahora que acabo de sacar la foto, esa de la que hablaba al principio, me asalta otro pensamiento. ¿Cuántas personas sabrán que mañana sábado, 29 de enero de 2022 comienza el ciclo de música de cámara que todos los años se celebra en el Monumental? Son conciertos que se celebran todos los sábados a las doce del mediodía. Hace dos años que no he vuelto. Cuando los descubrí hace seis o siete años años eran gratuitos y me llamó la atención que casi no se publicitaran y que tuvieran tan poco público. Eso me dejó perplejo. Me cuesta entender cómo una entidad que pertenece a un medio de comunicación nacional como es la Radio Televisión Española, no haga por que esa información le llegue a la gente de la calle. No lo comprendo. Pero, bueno, tampoco comprendo cómo la gente no lee más a Carlos Pujol al igual que el quiosquero no comprenderá por qué un ser extraño aparece todos los viernes a las seis y media de la mañana y le compra el periódico.

Michael Thallium

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En conversación con Xavier Güell – El problema Richard Strauss

La vida de Xavier Güell no puede entenderse sin música ni literatura. Lector ávido de James Joyce o Samuel Beckett entre otros muchos, nace en Barcelona en 1956, donde comienza sus estudios musicales que más tarde perfecciona en Madrid, Italia, Alemania y los Estados Unidos. Director de orquesta, insigne productor y promotor musical y desde 2015 cuando publica La Música de la Memoria, su primer libro, escritor. Un jueves 23 de diciembre de 2021, en una tarde lluviosa, nos reunimos en su domicilio de Madrid para conversar sobre lo que llamaremos “el problema Strauss”, protagonista de Nadie logrará conocerse, segunda novela de la tetralogía Cuarteto de la guerra, publicada por la editorial Galaxia Gutenberg.

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Estaba pensando

Oye, mira. Escucha una cosa que te digo…
Que estaba yo pensando que si ahora me muriera
dentro de mí se quedarían todas esas cosas
que jamás he escrito.
Esos libros de mi vida tantas veces pensados
se vendrían conmigo dios sabe dónde,
y eso suponiendo, que es mucho suponer,
que exista un dios que pueda saberlo.

Y no sólo yo me llevaría todas esas cosas jamás escritas,
no.
En eso tampoco me distingo de la mayoría de los mortales,
que desaparecen y se llevan todas esas cosas
que jamás han escrito.

¿He vivido? ¿Han vivido?
¿Vivo? ¿Vivimos?

Los muertos son,
seremos,
el misterio de un libro que nunca se ha leído.
Y, bien pensado, para qué escribirlo
si entre tantos muertos y escritores potenciales
no hay entre los vivos
ni un solo lector de ese misterio
que se vendrá conmigo.

Un montón de muertos,
un montón de intonsos libros.
Y tú uno más
y yo uno menos.
Eso,
escucha bien lo que te digo,
estaba pensando,
que lo has leído
porque yo lo he escrito.

Michael Thallium

30 años de Michael Thallium para Freddie Mercury

…Y el espectáculo continúa desde 1991. La historia la he contado ya varias veces y, aún después de 30 años, de vez en cuando, algunas personas me lo siguen preguntado. Lo memoré a los 22, a los 25 años, y cuando expliqué el origen de mi nombre, que pasó inadvertido. Hoy ya son 30. Farrokh Bulsara (1946-1991) falleció tal día como hoy. Nació en Zanzíbar y a los 18 años se mudó al Reino Unido. Fue allí donde Farrokh se convirtió en el inigualable Freddie Mercury. Tras su muerte, nació Michael Thallium quizás con el iluso propósito de hacer que el espectáculo de la vida continuara. Quién sabe, a lo mejor algún día alguien más continúe esta comedia o quizás aparezca un Canio, cuchillo en mano, para sentenciar: La commedia è finita! En fin… whatever happens, I’ll leave it all to chance…

Michael Thallium

El silencio y un abismo

Por tus besos quise entrar en tu universo.
Por los míos te sentiste ingrávida en el mío.
Quizás.
Eso jamás lo sabré.
Porque el silencio siguió a las gracias que brotaron de tus labios
y un abismo.

Y ahora, ingrávido, dejo abierto mi universo
y tú cierras el misterio, tu secreto,
para que yo no lo vea,
para que no pueda sentirlo…

Y en el cosmos de mi pecho una palabra mana
que ojalá alcanzará tus oídos:
¡gracias!
Pero no hay respuesta.
El silencio y un abismo.

Michael Thallium

Alexis Hatch, ganadora del III Concurso Internacional de Violín CullerArts

Ayer, sábado 11 de septiembre, la violinista hispano-estadounidense Alexis Hatch Martínez Calisto, ganó el primer premio del III Concurso Internacional de Violín CullerArts, dotado con 3.000 €. En esta edición, el segundo premio quedó desierto y el tercer premio, dotado con 1.500 €, fue para la violinista Clara Garriga Traugut.

CullerArts

La final se celebró en el Auditorio Municipal de los Jardines del Mercado en Cullera, Valencia. Alexis Hatch interpretó el Concierto para violín y orquesta en mi menor, op. 64 de Félix Mendelssohn y Clara Garriga Traugut el Concierto n.º 1 para violín y orquesta en sol menor, op. 26 de Max Bruch. Ambas finalistas estuvieron acompañadas por la Orquesta de Valencia dirigida por Carlos Garcés.

Este concurso está organizado por el Ayuntamiento de Cullera siendo el presidente del tribunal el director Cristóbal Soler.

¡Enhorabuena Alexis!

Michael Thallium

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Es la cultura

Ni los unos son imbéciles ni los otros son soberbios; es una mera cuestión de gusto y relectura. No, no somos unos soberbios quienes pensamos que si a la mayoría de personas les gusta un libro es que ese libro no tiene calidad. Y tampoco pensamos, no yo al menos, que la inmensa mayoría de esas personas sean imbéciles. Lo reitero, es cuestión de gusto y relectura. El gusto es muy personal y cada cual tiene el suyo; la relectura, en cambio, pone a cada libro en su sitio y a cada escritor en su lugar. Y sí que estoy convencido de que la mayoría de libros que se escriben y publican actualmente no aguantan la relectura. Libros que leen muchas personas, los hay muy buenos; libros malos y mediocres que leen la mayoría de personas, abundan. Es la cultura…

Cuando me encuentro con alguien que me dice, absolutamente convencido, que Ara Malikian es un gran violinista o que James Rhodes es un gran pianista, no puedo más que callarme. Es inútil discutir y, sobre todo, una pérdida de tiempo. ¿Soberbio? Pues ocurre lo mismo con muchos escritores actuales. Y también resulta inútil discutir. Es la cultura…

Pero, ¿qué es la cultura? Hace muchos años, allá por 2005, leí La cultura. Todo lo que hay que saber de Dietrich Schwanitz (1940-2004), un título que muchos —quizás esos sí que sean imbéciles— encontrarán presuntuoso. En realidad no leí a Schwanitz, sino la traducción al español del original que Schwanitz escribió en alemán. Para poder decir que uno verdaderamente ha leído un libro, ha de leerlo en el idioma original en que se escribió. A falta de pan, eso sí, buenas son tortas, es decir, traducciones. Ya en el título original Bildung. Alles, was man wissen muss (1999) uno encuentra el primer escollo: Bildung. Esta palabra engloba ‘formación’, ‘cultura’, ‘instrucción’… Claramente, tiene una connotación que se pierde en el español al traducirla por ‘cultura’…

De la lectura de aquel libro me quedé con algo anecdótico. Dietrich Schwanitz sugería que dentro del acervo cultural de una persona culta debería encontrarse la lectura de la novela El hombre sin atributos de Robert Musil (1880-1942), entre otras cosas porque son muchos quienes la citan y hablan de ella y poquísimos los que realmente se la han leído. Así que me lo tomé como un reto: yo quería estar entre esas poquísimas personas que realmente la habían leído. ¿Ignorante? ¿Engreído? Me costó, pero me la leí. Ahora, unos trece años más tarde, solo puedo decir que realmente aún no he leído la novela de Musil, porque lo que me leí fue la traducción al español de Der Man ohne Eigenschaften. Así que tengo dos relecturas pendientes: Bildung y Der Man ohne Eigenschaften. Sin embargo, haberme leído El hombre sin atributos, me sirve para poder entrar en cualquier conversación con un mínimo de solvencia literaria. Por ejemplo, si alguien está hablando de que los libros de Julia Navarro o María Dueñas son muy buenos, siempre podré decir sin miedo a equivocarme: «Ah, no he leído ninguno de ellos, pero seguro que entonces El hombre sin atributos te parecerá una obra maestra». También forma parte de la «cultura» saber lo que no hay que saber y no leer lo que no hay que leer. ¿Arrogante? ¿Fanfarrón? Decía Schwanitz que «toda ostentación, incluida la cultural, es absolutamente incompatible con el concepto de cultura. La fanfarronería lo único que delata es la ignorancia. La cultura no se ostenta». Lamentablemente, siempre habrá quienes confundan la erudición con la ostentación. Etimológicamente, ‘erudición’ significa «quitar la rudeza adquiriendo conocimientos», es decir, ser menos burro, con perdón del animal de cuatro patas. Soy un tonto erudito, quiero decir que procuro pulir cada día mis muchas rudezas. Sin embargo, el conocimiento también puede ser perjudicial y contrario a la verdadera cultura, aunque «pocos reparan en la única diversión que no hastía: tratar de ser año tras año un poco menos ignorante, un poco menos bruto, un poco menos vil», escribió Nicolás Gómez Dávila (1913-1994). Es la cultura…

Decía también Schwanitz que la cultura es «el estilo de comunicarse que hace del entendimiento entre los seres humanos un auténtico placer» y «que precisamente porque la comunicación es tan polimorfa y dramática, una persona culta debe conocer sus reglas y ser capaz de aplicarlas correctamente, pues sólo así podrá evitar ser víctima del destino». Otra de las frases que subrayé en mi lectura de 2005 fue: «La cultura es la forma en que espíritu, carne y civilización se convierten en persona y se reflejan en el espejo que son los demás».

Dichosos los seres humanos que son capaces de pensar por sí mismos, que no obedecen ciegamente y que sólo se dejan ordenar —y pueden dejarse ordenarlo que consideran razonable. Cierto que la lectura —el conocimiento— no te hace mejor persona, pero aprender a leer sí. Y aprender a leer no es juntar letras y palabras para darles significado, sino descubrir que deberíamos pasar toda la vida releyendo. Es la relectura la que separa la paja del grano, es decir, el libro malo o mediocre del libro auténticamente bueno. Y hablando de libros buenos que todo el mundo debiera leer, aquí va una recomendación de un escritor a quien antes he mencionado de pasada, Nicolas Gómez Dávila, cuyo libro Escolios a un texto implícito todo el mundo debería leer. ¿Por qué? Porque es un libro que a cada frase que uno lee, le hace pensar, lo cual no significa que uno esté de acuerdo con lo que ha leído. En mi vida muchos han sido los textos que me han hecho pensar, pero es la primera vez que me he encontrado con uno que me hiciera pensar con cada frase leída. Escolios a un texto implícito es un libro de muchas relecturas. Dudo que algún día haya una inmensa mayoría de personas que lo lean. La mayoría solo busca entretenimiento y que no les haga pensar demasiado. Muy pocos conocen a Nicolás Gómez Dávila y menos aún el libro de marras. No obstante, tampoco hay que lamentar que carezca de lectores. Eso solo sería lamentable si la celebridad mejorase la calidad de una obra. Es la cultura…

Horizonte

La decadencia de una sociedad consiste en «exterminar» a los mejores sin que la mayoría de personas nos demos cuenta de que participamos en ese «exterminio». Es un exterminio ajeno, ignorante, silencioso y, sí, libre, porque cada cual es libre de mirar al horizonte y descubrir los mensajes que quiera. Sin embargo, hay mensajes secretos que están a la vista de todos y que sólo unos pocos descifran. Cuando miro el vasto horizonte cultural, me contenta saber que, de vez en cuando, descubro y descifro pequeños mensajes que pasan inadvertidos para la mayoría, mensajes que me vuelven un poquito menos «exterminador» cada día y amplían el horizonte ante mis ojos. Pero eso a muy pocos importa y a nadie incumbe. Allá con quienes se den por aludidos. Esa es mi cultura.

Michael Thallium

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El secreto de nada

NadaNada. Curiosa palabra de la que nace todo. Si uno la desviste para dejarla desnuda, temblorosa, aparece la raíz, su sentido verdadero, su étimo estético. Nada que es origen de todo, ¿cuándo mudó su esencia? Nada proviene de nata que en latín era la forma femenina del participio natus del verbo nasci, nacer. Nata se utilizaba en una expresión, res nata, que significaba algo así como «el asunto en cuestión». La evolución de esta expresión hacia un sentido negativo parece estar ligada al nati plural que se empleaba en la expresión homines nati, es decir, «los hombres nacidos» o «todos». Ese nadi plural acabó degenerando en nadie, justo lo opuesto de todos, porque solía emplearse en frases negativas del tipo homines nati non fecerunt («los hombres nacidos no lo hicieron» = «todos no lo hicieron», es decir, «nadie lo hizo»). Poco a poco, el participio plural fue adquiriendo un valor negativo que terminó por desplazar al nemo, nadie, latino. Del mismo modo, por contagio, parece que la expresión res nata pasa de significar «el asunto en cuestión» a «ningún asunto en cuestión», o sea, nada, sustituyendo así el sustantivo latino nihil que en español ha dado nihilidad, nihilismo y nihilsta. Curiosamente, el catalán se quedó con la primera parte de la expresión res nata: res en este idioma significa nada.

Siempre me han fascinado las palabras, tan antojadizas, tan caprichosas como los seres humanos que las utilizamos. Por eso no hay nada como la etimología, la ciencia del significado verdadero, nada como quitarle al verbo el atavío del tiempo para quedarse con el étimo desnudo y puro. No hay ningún secreto en la nada, como no lo hay en tantas otras cosas.

Hace ya muchos años que me adentré en el mundo del coaching, término con el que nunca me he sentido cómodo en español. En inglés funciona muy bien, pero su importación al español, no. Traducirlo como entrenamiento, se queda corto (por cierto, entrenar y entrenamiento están emparentadas con trajín y trajinar); tampoco funcionan formación, instrucción… Ha sido reflexionando sobre la etimología de las palabras cuando hace unos días inventé un término que a mí me satisface pero al que no auguro mucho recorrido: etimogogia. Así, la persona que practica o ejerce la etimogogia es etimogoga. En esencia, la etimogogia es la disciplina mediante la cual se conduce al sentido verdadero, a la verdad desnuda.

Decía el filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila que «la inteligencia no consiste en el manejo de ideas inteligentes, sino en el manejo inteligente de cualquier idea». No hay ningún secreto en el logro. No hay ningún secreto en el éxito. El secreto de cumplir 49 años es no haberte muerto a los 48. Palabra de etimogogo.

Michael Thallium

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Al mirar por la ventana

VentanaLlegó no como casi todas las mañanas. Ya se había convertido en costumbre llegar a la oficina sobre las 7:30 para evitar el tráfico en la carretera. Hoy llegó a las 08:00, media hora más tarde. Abrió la puerta del despacho, tecleó su clave al ordenador, fichó en la aplicación digital y se preparó una infusión pensando en anotar algunas frases en su diario que, quince días atrás, había titulado Cuaderno de vida poética. Quería llevar una vida poética o, cuando menos, ser consciente de todos esos actos bellos que pasan inadvertidos en el transcurso del día. ¿Posible? Sí, pero no tan fácil. Los seres humanos tendemos a enredarnos en el ajetreo vital y perdemos de vista la belleza de lo que nos rodea. Nuestros sentidos se entumecen ante el hábito del día a día, ante todas esas cosas, ingenuos, que creemos que van a ocurrir, porque así ocurren todos los días. Algunos vivimos esperando una sorpresa agradable que haga añicos el orden del día; otros tan solo esperan que el día pase rápidamente y que no haga mella en sus maltrechas vidas.

Puso de fondo el Adagio del Concierto en sol mayor de Maurice Ravel y comenzó a escribir en el cuaderno sin apenas darse cuenta de que ya había hecho su primer acto poético del día: dejar que esa música, temblorosa de belleza, se le colara por los oídos para estimular las neuronas y permitir que una caricia sonora le recorriera el cuerpo hasta la entraña. Quedaban apenas seis días para su cumpleaños, 49 años dan para mucho. Podía ver el vaso medio vacío o medio lleno. Anotó algunos pensamientos que para muchos serían irrelevantes, como para la mayoría es también irrelevante el Adagio de Ravel. Escribió una última frase inspirada en unas palabras de George Steiner en Necesidad de música. Considerando su vida, se había dado cuenta de que sólo le faltaba, que anhelaba, el logro en el terreno sentimental: unir su cuerpo al de una mujer, sentirse uno con el otro, dos seres, dos idiomas distintos que se traducen simultáneamente en el orgasmo. Y es que en el fondo él era traductor, se dijo. Alzó la vista. Al mirar por la ventana, pensó en ella y sus ojos se quedaron suspendidos en el verde de los árboles buscando el baño caluroso de la luz de la mañana. Fue entonces cuando el Adagio se extinguió en un suave trino del piano, como si el canto de un pájaro lo despertara, como se despierta a un niño para recordarle que hay que ir al colegio. Sí, había que ponerse manos a la obra. Ya era hora de trabajar, de volver a ese ajetreo vital procurando que la belleza no pasara inadvertida…

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