Camino con mi sobrino de 5 años. Me va parloteando historietas típicas de esa edad que a muchos adultos nos parecen «niñerías». Yo, en modo filosófico, me digo: «Le voy a hacer una pregunta que se va a quedar callado». Lo miro y le pregunto triunfante: «Oye, ¿qué es la vida?» Él me mira como diciendo «vaya unas preguntas más tontas que haces, tío». Entonces va y y me suelta: «¡Pues qué va a ser! ¡La vida es un corazón!» Acto seguido, se mete las manos en los bolsillos y retoma sus historias de transformers y Bob Esponja. Yo, desarmado, agacho la cabeza y tomo consciencia de lo «tonto» que soy…
Esas «niñerías» me evocan otras de las que hablaba Gerardo Diego en un artículo que publicó en la revista Escorial allá por mayo de 1949, cuatro meses después de la muerte de Joaquín Turina. En un sentido homenaje al compositor sevillano, Gerardo Diego escribía que Turina se enternecía «con la poesía suprema de los niños, jugando con sus juegos o durmiendo, angelicales, en la cuna». Recomendaba a los pianistas tocar las Niñerías de Turina. «Qué maravillosas piezas infantiles, y qué nanas dulcísimas las de Turina».
No lo conocí en persona. Podría haberlo hecho, porque el año en que falleció, 1987, yo tenía unos 15 años, pero en aquella época, Gerardo Diego para mí no era más que el nombre de un poeta en los libros de Lengua y Literatura de Fernando Lázaro Carreter. Eso sí, tengo un muy buen recuerdo de los tres o cuatro poemas que de él leí. No en vano, guardé su nombre en la memoria y desde entonces ha sido silencioso compañero vital. Ignoraba por aquel entonces que muchos años más tarde, ya cuarentón, descubriría la razón oculta que nos unía y por la que su poesía me dejó tan buen sabor de boca: la música.
En 2014, la editorial Pre-Textos publicó la primera parte de Prosa musical de Gerardo Diego, dedicado a la historia y crítica musical que el gran poeta santanderino ejerció con perspicuidad y arte suprema; un año mas tarde, en 2015, apareció la segunda. Fue entonces cuando me dije: «Ajá, hete aquí el eslabón perdido; ahora comprendo aquella extraña conexión adolescente con Gerardo Diego». A él también le debemos los mejores poemas musicales en castellano con los que honra a muchos compositores e intérpretes: Schubert, Chopin, Fauré, Brahms, Falla, Ida Haendel y tantos otros.
Gerardo Diego nació el 3 de octubre de 1896. Hoy, en este 2020 que muchos desearían borrar de la memoria, se cumplen 124 años de su nacimiento; en 2021 se cumplirán 125 —ya veremos si se le rinde merecido homenaje a su legado. Para la mayoría, Gerardo Diego pasa inadvertido como crítico musical, pero lo fue —¡y muy bueno!— en una época en la que no existían ni internet, ni grabadoras y en la que uno tenía que echarse al coleto muchos libros y partituras amén de contar con excelente memoria para hacer reseñas con rigor, maestría y excelente pluma. En sus críticas menudean las personalidades musicales de la primera mitad del siglo XX. Algunos de esos nombres trascendieron y pasaron la infalible prueba del tiempo; otros quedaron preteridos o truncadas prematuramente sus carreras. Difundió y defendió la música de los compositores españoles, muchos de ellos ya casi olvidados hoy por la mayor parte de personas: Muñoz Molleda, Conrado del Campo, Asins Arbó, Esplá…
Como crítico lo descubrí tarde, pero desde que lo hice, su prosa y su poesía me lo cantan todo, porque Gerardo Diego supo engarzar las palabras en libre melodía de armonías. Esos dos volúmenes de Prosa musical editados por Ramón Sánchez Ochoa en Pre-Textos son un verdadero tesoro musical y literario.
La vida es un corazón, decía mi sobrino. Ya le preguntaré yo qué es la música para que me regale otra «niñería». Quizás entonces le hable de Gerardo Diego o de Joaquín Turina…
Michael Thallium
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