—Hay veces que no quiero existir —la voz de Tevatai sonaba melancólica, pero serena, al otro lado del teléfono—. Esta semana he deseado convertirme en un ángel…
Saorsa, que lo amaba profundamente, sabía que, aunque resonaran en el oído con belleza y hondura, esas palabras destilaban desesperanza y amargura. Era un modo poético de eludir la palabra muerte. Tevatai era escritor, un escritor con muy pocos lectores; Saorsa, matemática. Ahora les separaban miles de kilómetros. No podía abrazarlo ni besarlo ni regalarle esa mirada amorosa que le hiciera comprender que no, que se equivocaba al decir esas cosas.
—Este mundo me viene muy grande, Saorsa. Lo hago todo mal. Y cada vez es peor. Si a mí me ocurriera algo, me convertiría en un ángel para cuidaros a todos. Anoche lo deseé tanto que pensé: “¡Al final puede que suceda!”
—No te va a ocurrir nada y ya eres un ángel. Y no lo haces todo mal —respondió finalmente Saorsa.
—Me alegraría si estuviera en el cielo. Allí estaría mejor, sí, y mi gente también debería alegrarse de ello.
Saorsa, acostumbrada a ese lenguaje limpio y puro de la Matemática, no podía decirle que ella no creía en el cielo. Sus palabras la entristecían, pero en el fondo sabía que Tevatai se equivocaba: no era necesario que se transformase en un ángel, porque ya lo era en la Tierra. Tevatai era quince años más joven que Saorsa. Cuando se conocieron en un país extranjero para los dos se amaron todas las noches hasta que el destino los devolvió al lugar donde cada uno de ellos había nacido. A Saorsa no le hubiera importado engendrar un hijo con Tevatai. De hecho, lo deseó tanto cuando sentía el cuerpo de Tevatai dentro del suyo y sus almas se fundían en una sola…
—Nunca, nunca, nunca, ningún hijo debería tener un padre que a veces quiere morirse. Ya sabes cómo es un niño que crece con un padre así, con un padre que finalmente se deja morir. Saorsa, recuerda estas palabras: sea contigo o no, no me dejes ser padre. No me animes a ello. Muchas veces hago daño a la gente sin querer…
—Eso no es cierto —intervino tajante Saorsa—, no haces daño a la gente, sino más bien al contrario.
Quizás Tevatai no entendiera esas palabras de Saorsa, pero lo cierto es que, cuando las pronunció, un pensamiento se le estaba cruzando por la cabeza, un pensamiento que finalmente se transformaría en la refutación de esas melancólicas declaraciones que Tevatai decía al teléfono. No, no sólo sería una refutación, sino la redención de aquel estado casi depresivo en el que el escritor se estaba sumiendo. Saorsa estaba más convencida que nunca: dedicaría toda su inteligencia, todos sus conocimientos, toda su existencia, a formular la ecuación que demostrara que Tevatai ya era un ángel, que no lo hacía todo mal, que el mundo no le venía grande. Cuando formulase esa ecuación, acudiría allí donde Tevatai estuviera para darle una sorpresa y dejar las hojas escritas de su puño y letra repartidas encima de una mesa, de un sofá o de un mueble. Esa sería su prueba de amor y así Tevatai podría seguir escribiendo el libro de su vida, de una vida dichosa.
Saorsa se sonrió, segura del éxito de la bella y pura formulación matemática que concebiría. Fue entonces cuando, gozosa, concentró todas esas cifras alfanuméricas aún no escritas en tres palabras que lo decían todo:
—Gracias por existir.
Tevatai no lo comprendió, pero sintió un algo, un no sabía muy bien qué.
Michael Thallium
Etimogogia en acción
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