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Torelli, vida larga, arte feliz

Felice Torelli-Sacrificio de IfigeniaLlevar por nombre el calificativo de la felicidad y vivir más de 80 años en los siglos XVII y XVIII, ¿son prueba de que Felice vivió una vida feliz? No lo sabremos. Solo sabemos que su nombre era feliz. Vivió casi 40 años más que su hermano mayor, que murió con poco más de medio siglo. Giuseppe, el hermano muerto en 1709, fue músico; él, pintor. Los dos hermanos nacieron en Verona, en la región del Véneto, y ambos partieron a la capital de Emilia-Romaña entre 1684 y 1686 para desarrollar sus carreras artísticas. Ambos murieron en Bolonia, pero con una diferencia de casi 40 años. Giuseppe Torelli, violinista y compositor, desarrolló el concerto grosso consolidando los tres movimientos típicos del concierto moderno: rápido-lento-rápido. Llegó a servir como primer violín en la corte del margrave de Brandeburgo-Ansbach, Jorge Federico II. La mayoría de sus manuscritos se conservan en la basílica boloñesa de San Petronio. Murió con algo más de 50 años. Felice tuvo una larga vida de casi 81 años, de los cuales 47 los vivió con su mujer, la pintora Lucia Casalini, con quien se casó en 1701. Ambos fueron padres de Stefano Torelli, pintor más internacional que sus progenitores. Felice y Lucia abrieron su propio taller de pintura al poco de casarse. Felice fue uno de los fundadores de la Accademia Clementina de Bolonia. El Sacrificio de Ifigenia fue uno de los cuadros que pintó Felice, esa Ifigenia a quien dos siglos más tarde el gran escritor mexicano Alfonso Reyes dedicaría su gran poema: Ifigenia cruel. Lucia Casalini se distinguió como retratista de la nobleza boloñesa, aunque la mayoría de sus obras se han perdido. ¿Fueron felices? No lo sabemos, pero tanto Lucía como Felice vivieron muchos años: casi 85 años ella y casi 81 él. Ars longa, vita brevis, dijo Hipócrates. Vida larga, arte feliz, digo yo.

Michael Thallium

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Bach-Busoni: Bravo por Chiyan Wong

Chiyan Wong / Bach-Busoni

Chiyan Wong / Bach-Busoni

56 minutos de música maravillosa para piano. Esta grabación que aparece en el sello británico LINN Records bien merece una reseña. El plato principal del CD son las Variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach (1685-1750) en la versión que de ellas hizo en 1914 el compositor y pianista italiano Ferruccio Busoni (1866-1924). Busoni concentró las variaciones originales de Bach, escritas para clave de dos manuales, en tres secciones. La primera sección consta del conocidísimo tema del Aria y las variaciones 1, 2, 4, 5, 6, 7, 8, 10, 11 y 13 (se omiten la 3, 9 y 12) ; la segunda, de las variaciones 14, 15, 19, 20, 22, 23 y 25 (se omiten la 16, 18, 21 y 24); la tercera y última sección la conforman las variaciones 26 y 28 seguidas de un Allegro finale, Quodlibet e Ripresa que consta de las dos últimas variaciones (29 y 30) y de la recapitulación del Aria. El pianista honkongnés Chiyan Wong opta por el aria original del Bach sin ornamentación, aunque añade algunos «comentarios» contrapuntísticos al final. Con esta reducción, Busoni pretendió hacer una versión de concierto más corta que la original. Busoni, sin embargo, no se limitó solo a transcribir; las cuatro últimas variaciones son de su propia cosecha. Un total de 32 minutos de música bellísima que se hacen cortísimos. Las variaciones originales con repeticiones duran entre 70 y 80 minutos. En el siglo XXI, en el que todo parece ir a un ritmo vertiginoso, deprisa y sin pausa, las variaciones de Busoni son un bálsamo para los oídos y no desmerecen en nada a las originales. En realidad, es como si se tratase de otra obra. La interpretación del hongkonés Chiyan Wong es espléndida. Las melodías están muy bien articuladas con un stacato que simula el ataque del clave en un piano moderno.

A esta obra la acompañan otras tres de menor dimensión: la Inversión de la variación 15 compuesta por el propio Wong, y otras dos compuestas por Busoni: la Sonatina n.º 4, «In diem nativitatis Christi MCMXVII», BV 274 y la Chacona de la Partita n.º 2 originalmente escrita por Bach para violín. Busoni escribió la Sonatina n.º 4 en diciembre de 1917 durante su exilio en Zurich. Es una obra íntima en un solo movimiento que consta de cuatro secciones y que refleja el deseo de Busoni por reconquistar la serenidad. La versión de Busoni es ya un clásico en su género y la interpretación de Chiyan Wong es magnífica. Para quienes quieran escuchar una estupenda versión de la Chacona original para violín, les recomiendo la grabación del violinista Mikhail Pochekin en el sello Solo Musica.

Lo dijimos al principio, 56 minutos de música maravillosa que no defraudarán a nadie. ¡Bravo por Chiyan Wong!

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Xana o la gran mentira

Estoy del patriarcado, de la cultura LGTBIQ+ y de las feministas hasta el mismísimo coño. Que diga yo esto, que nunca he sido mal hablada, puede ser muestra, en partes iguales, de mi hartazgo y perplejidad frente a lo que ocurre delante mis narices ahora y desde hace algún tiempo. Tengo 48 años. Soy mujer. Soltera. Blanca. Heterosexual. Sin hijos. Vivo con mi madre, ya mayor y un tanto desmemoriada. Mi padre falleció hace 10 años. Su muerte fue un trago amargo y su agonía una pena insufrible. Tengo un hermano 10 años menor que yo. Así que si mi padre hubiese muerto cuando yo tenía 10 años, sería hija única. Pero eso yo no lo hubiese querido: ni que mi padre hubiera muerto cuando yo tenía 10 años ni ser hija única. A mi hermano lo adoro, aunque no nos vemos mucho. Vive a casi 20.000 km de distancia, en el hemisferio sur. Yo soy española. Mi hermano también, pero vive en Nueva Zelanda desde hace 10 años. Allí se fue con su novia letona, que ahora es su mujer y mi cuñada. Tengo una sobrina de 5 años, a quien solo he visto tres veces: el día de su nacimiento, cuando cumplió tres años y hace un mes cuando cumplió cinco. Para su nacimiento fui yo quien viajó a Nueva Zelanda. Para su tercer cumpleaños fue mi hermano quien vino a España. Hace un mes fui a Bali, allí celebramos los cinco años de Valda, mi sobrina. El nombre es letón, aunque proviene del alemán. Significa ‘energía’, al parecer. Mi hermano y mi cuñada son así. Originales.

Nunca me he casado. Me hubiera gustado, sí. No puedo decir que no haya tenido suerte en el amor, pero tampoco puedo decir que la fortuna me haya acompañado. Estuve enamorada. Ha habido muchos hombres en mi vida, pero solo uno al que verdaderamente amé. Murió hace 15 años en un accidente. Su muerte y la de mi padre cinco años más tarde me dejaron muy tocada. La primera por su imprevisible y repentino advenimiento y la segunda por su largo y previsible final. Fueron dos hombres a los que amé y me amaron. Aún me cuesta pronunciar su nombre. Me refiero al nombre de Teo. Fuimos pareja durante cinco años, los más felices de mi vida. Incluso ahora que acabo de escribir su nombre, no puedo dejar de emocionarme después de tantos años. Con Teo hubiera sido madre. Lo estuvimos hablando y estábamos decididos, pero ocurrió aquello y el mundo se me vino encima. Ni siquiera pude despedirme de él. Cuando desperté por la mañana, una llamada al móvil hizo de aquel día el día más triste de mi vida. Más que cuando murió mi padre. Teo me lo dio todo. Yo tenía 33 años, él 31 y toda una vida por delante. Cuando lo recuerdo, se me encoge el corazón. Teo era un hombre bondadoso, muy inteligente, alegre, siempre de buen humor. No he vuelto ha encontrar un hombre tan atractivo como él, tan sincero, tan entusiasta. La última vez que lo vi, no lo vi, porque estaba medio dormida en la cama. Sentí que se levantaba como todos los días para ir a trabajar. Y como todos los días, antes de abandonar el dormitorio, me dio un beso y me pasó la mano por la cabeza. Esa madrugada me susurró «Te quiero, Xani». Yo me hice la remolona, aunque el susurro de su voz penetró en mi cerebro. Creo que respondí con un medio gemido de aprobación y quejido. Siempre he sido muy dormilona. Si hubiera sabido lo que iba a ocurrir en las tres siguientes horas, no le hubiera dejado marchar, lo hubiera abrazado cuando me dijo que me quería y nos hubiéramos hecho el amor como tantas noches en las que nuestros cuerpos, nuestros cerebros, nuestra piel se volvían uno. Estábamos muy enamorados. Si un cura me hubiera preguntado “Xana, ¿tomas por esposo a Teodoro?», yo hubiera respondido con un rotundo «Sí, quiero». Ese hombre se había entregado a mí, y yo me entregué a él con amor, pasión, afecto y una grandísima admiración. Tres horas más tarde, cuando sonó el móvil y me dieron la noticia, me quedé muda y con las palabras también se fue la alegría. Me sumí en una profunda tristeza, en una depresión de la que me costó dos años salir. Todos mis sueños, nuestros sueños, se esfumaron como una voluta al viento. Luego vino la enfermedad de mi padre. Tres años de angustia. Mi padre era fuerte, muy entusiasta. Un asturiano de raza, como en más de una ocasión le habían definido muchas personas. Fue él quien eligió mi nombre, Xana. Supongo que la originalidad de mi hermano proviene de mi padre. ¡Cuánto hubiera disfrutado con Valda! Me quedé huérfana de padre con 38 años, pero a los 33 ya me había quedado huérfana de amor. Teo fue el amor de mi vida. Sus ojos verdes y esa voz tan bonita que tenía… Durante aquellos dos años de depresión, pensé en quitarme la vida, pero fue una frase que siempre repetía Teo la que me lo impidió: «La vida es un valor. Vivir es optar por la vida». A Teo le encantaba leer, y esa era una frase que había subrayado en un libro de un escritor y filósofo colombiano. Yo opté por la vida. Por respeto a Teo y con la ayuda de mis padres y de Zábor, mi hermano. Sí, a mi padre le encantaban las últimas letras del abecedario. A mí me puso Xana y a mi hermano Zabornín, aunque siempre lo hemos llamado Zábor.

He decidido escribir mi historia, no la de mi vida, sino la que vivo en estos días de comienzos de 2021. ¿Cómo hubiera actuado Teo ante esta situación? Con una sonrisa, seguro. He conocido a más hombres después de Teo. Caí en una especie de escalera de caracol que me hizo descender al fuego que quema y del que yo era la llama viva. Muchos hombres terminaron abrasados. Mi llama sigue encendida a pesar del climaterio que anticipa una próxima menopausia. El último abrasado ha sido Lucas. ¡Somos tan distintos! No quise quemarlo, pero él propició que las brasas de nuestra pasión lo consumieran. Yo no he sido indiferente, pero el fuego a mí ya no me quema. Lucas, diez años más joven que yo, se recuperará. Lo sé. ¿Hubo pasión? Sí, mucha. ¿Hubo amor? No por mi parte. Sentía afecto, pero ni he podido ni he querido amarlo. Siempre he sido sincera: «Lucas, tú te abrasas en un fuego del que yo soy la gasolina y el extintor; puedo apagarlo cuando quiera, y lo haré». Lo hice. Él se abrasó.

Michael Thallium

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De escolios y textos

Nicolás Gómez Dávila (1913-1994)

Nicolás Gómez Dávila (1913-1994)

Un ‘escolio’ es una nota que se pone a un texto para explicarlo. Aprendí su significado de un colombiano muerto a finales del siglo XX, quien fue maestro del escolio a un texto implícito. Sin embargo, de él no supe hasta bien entrados dos decenios en el siglo XXI. Me refiero a Nicolás Gómez Dávila, el reaccionario auténtico. Quienes quieran disfrutar de su prosa, rica, intensa y concentrada, que lean Textos; quienes quieran disfrutar de sus Escolios a un texto implícito, que se hagan con un ejemplar de su obra magna si pueden (que actualmente, a comienzos de 2021, no es nada fácil). El escritor y filósofo colombiano es de lo más elocuente. No necesita escolio ni comentario:

«La vida es un valor. Vivir es optar por la vida.»

«La frase debe tener la dureza de la piedra y el temblor de la rama.»

«Mantengamos la confusión verbal entre estética y ética. Que feo signifique siempre algo malo y malo algo feo»

«Revolución es el periodo durante el cual se estila llamar ‘idealistas’ los actos que castiga todo código penal.»

«Periodistas y políticos no saben distinguir entre el desarrollo de una idea y la expansión de una frase.»

«La importancia de un acontecimiento es inversamente proporcional al espacio que le dedican los periódicos.»

«Los medios actuales de comunicación le permiten al ciudadano moderno enterarse de todo sin entender nada.»

«En un siglo donde los medios de publicidad divulgan infinitas tonterías, el hombre culto no se define por lo que sabe sino por lo que ignora.»

«¿La tragedia de la izquierda? –Diagnosticar la enfermedad correctamente, pero agravarla con su terapéutica.»

«La estadística es la herramienta del que renuncia a comprender para poder manipular.»

¡Buen provecho!

Michael Thallium

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Un libro más en las páginas de la vida

Juan Bonilla - Totalidad sexual del cosmos

A Carmen Mondragón la conocí hacia finales de 2020 gracias a Juan. Fue en noviembre cuando la conocí. Ese año fue un buen año para mí. Fue el año en que más libros leí en mi vida. Tuve tiempo para ello y nadie me molestó. Carmen tenía otro nombre que se lo puso un amante suyo, 18 años mayor que ella, un vulcanólogo mexicano que también pintaba y escribía. Carmen era, igualmente, mexicana. Juan es español, gaditano de Jerez de la Frontera, aunque ha muchos años ya que vive en Mairena del Aljarafe, pueblo del que quiere ser poeta. Si no es por él, a Nahui Olin jamás la hubiera conocido. Nahui Olin fue el nombre que le puso a Carmen Mondragón su amante, el Dr. Atl. En México quienes aún la recuerdan si es que se acuerdan de ella—, la conocen por Nahui Olin. También es pintora y tiene unos ojos verdes preciosos. Juan la conoció porque se la regaló Tomás Zurián, que fue quien realmente la descubrió, la restauró pieza a pieza, se enamoró de ella y la sacó de la preterición. Juan nos la regaló a mí y a todos enmarcándola en la totalidad sexual del cosmos que alberga una apasionada historia de amor. Gracias a Juan, ahora me he dado cuenta de que poseo una extraña habilidad que me hace viajar más allá incluso de la totalidad sexual del cosmos, una rara cualidad mediante la cual puedo recordar todas y cada una de las vidas que han existido en el planeta Tierra. Desde que en noviembre de 2020 conocí a Nahui Olin, vago por una infinitud sensual del cosmos de la que no puedo sustraerme. Vivo recordando con total intensidad todas y cada una de las vidas humanas que me precedieron. A Juan nunca lo he visto en persona, solo nos conocemos por escrito. Su libro no es un libro más en las páginas de la vida. A él le debo la adquisición de este extraño superpoder que me tiene pasmado…

Michael Thallium

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Me creí inmortal hasta que me morí (II)

Este texto es la segunda parte del que escribí aquel día que me morí (léase AQUÍ), junto a otros más que están por llegar y que conforman la novela que algún día, más pronto que tarde, espero, Manuel Millán presentará en público…

Michael Thallium. Foto: Beku Marniè

Michael Thallium. Foto: Beku Marniè

La frase la había oído muchas veces a lo largo de mis 47 años de vida terrenal. Hago esa distinción, me refiero a la distinción entre vida terrenal y esta que vivo ahora que no sé muy bien cómo llamar. Quizás vida universal sin espacio ni tiempo. Una infinitud sensual del cosmos. No sé… Tampoco importa, aunque lo cierto es que ahora voy a vivir muchos más años de muerto que de vivo. Como decía, la frase la había oído muchas veces repetida hasta la saciedad, pero nunca supe quién la había escrito o pronunciado —tampoco lo sabían la mayoría de personas que la citaban— hasta poco tiempo antes de morir: «Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo». La frase es de Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás. Un nombre muy largo, pero que la Historia de la Filosofía y la Literatura redujo a un escueto Jorge Santayana o George Santayana. Para la mayoría de personas de mi época, Jorge Santayana era un perfecto desconocido —siempre que digo un «perfecto desconocido» me viene a la cabeza esa sección central con el ritmo tan poderoso de Perfect Strangers de Deep Purple— a pesar de haber sido portada de la revista Time en febrero de 1936, apenas cinco meses antes de que comenzara la Guerra Civil española. Yo supe de él de chiripa al leer un libro de Juan David García Bacca que invitaba a filosofar según espíritu y letra del poeta Antonio Machado. Fue entre aquellas páginas donde encontré el nombre de Jorge Santayana. Me dio por tirar del hilo y descubrí a un filósofo y escritor espléndido del que solo pude leer dos libros: Personas y lugares, y El último puritano. No me dio tiempo a más, porque, como ya dije, me morí quedándome en gayumbos… ¡Joder! ¡Lástima no haberlo conocido antes para haber disfrutado de todo lo que escribió! Quizás lo que más me llamara la atención fue que, siendo español, hubiese escrito toda su obra en inglés y que los últimos once años de una larga vida de casi 89 los pasara retirado en una clínica de las monjas de la Piccola Compagnia di Maria en Roma. ¿Por qué renunció a su cátedra de filosofía en Harvard cuando cumplió 48 años? ¿Por qué regresó a Europa y jamás volvió a los Estados Unidos? ¿Por qué nunca renunció a su nacionalidad española no habiendo pasado probablemente más de diez años de su vida en España? Puede que Jorge Santayana sea el escritor que mejor haya escrito en inglés sobre España. Y lo que más me intrigaba de todo, ¿por qué el mundo se olvidó de él con esa obra inmensa, tan profunda y maravillosa que escribió?

George Santayana TIME 1936Perdón por haber introducido aquí a otra persona interrumpiendo el relato de mi encuentro con el maestro de Leipzig cuya música tanto escuché en vida. Prometo volver a esa conversación que mantuve con Johann Sebastian Bach en la que me desveló el secreto de su fecundísima y abrumadora producción musical. Pero es que en esta infinitud sensual del cosmos en que me encuentro no acierto a distinguir del todo el paso del tiempo ni la ubicación espacial. Y me apeteció narrar antes mi encuentro con el anciano Santayana que, a pesar de los 80 años con los que me recibió, no parecía ni por asomo tan viejo como Bach a los 64. Ya dije que en este estado en que me encuentro puedo recordar con vivo detalle todo lo que ha sucedido en mi vida así como el pasado de las vidas humanas que me precedieron. Esta vida de muerto tiene algo en común con la de vivo: somos puro recuerdo. Sin embargo, ahora puedo mezclarme, inmiscuirme o simplemente ser testigo de los recuerdos de tantas otras personas que existieron antes que yo en este planeta. Y puedo hacerlo con la intensidad que me apetezca… ¡Un cotilla cósmico! Admito que esta es una capacidad que aún no domino del todo. En la muerte, como en la vida, todo lleva su tiempo, aunque uno no pueda medirlo. Supongo que no debo de llevar mucho tiempo muerto, porque si no, ya habría venido alguien a verme, alguien de los que me conocieron en vida. Bueno, eso o que no dejé la suficiente huella emocional en ellos como para que me busquen en la muerte. Entiendo que al menos mis padres vendrían a buscarme, aunque solo fuera para decirme que los gayumbos estaban limpios. ¡Joder! Como no puedo saber qué ocurrió después de mi muerte, me contento con todo ese inmenso y rico pasado. El futuro no me preocupa. Eso es para los vivos. Que se preocupen de su futuro… No recuerdan su pasado y están condenados a repetirlo. No me extrañaría que después de aquel 6 de septiembre de 2019 en que me morí cualquier catástrofe hubiese ocurrido en España o en el mundo.

Decidí encontrarme con Jorge Santayana en su retiro de Roma, cuando tenía 80 años porque estaba ultimando su autobiografía Personas y lugares, el primer libro que de él me leí y que publicaría un año más tarde, en 1944. No sé, me pareció el momento más adecuado. Yo tuve una primera edición de ese libro. En inglés, cómo no. Eran tiempos de guerra en Europa, en el mundo. Probablemente, cuando me morí, lo tirarían a la basura como un libro viejo e inservible… ¡La mayoría de la gente no sabe apreciar un buen libro ni una obra de arte! Santayana me recibió muy amablemente en una pequeña terraza, al resguardo del sol romano, en la Piccola Compagnia di Maria. Ahí estaba él, sonriente, con su bigote canoso, casi calvo —lo estuvo la mayor parte de su vida—, delgado. Como no me conocía de nada, no se me ocurrió más que entrarle con una ironía que creo que no pilló, porque yo no le dije en ningún momento que venía de un futuro lejano y que ya había leído la obra que ahora estaba a punto de terminar: «¿Cree usted que ya hemos visto el final de la guerra?» Y es que otro de los aforismos más conocidos de Jorge Santayana es: «Solo los muertos han visto el final de la guerra». Yo era consciente de mi mortitud, pero él, en cambio, no parecía serlo por la respuesta que me dio sonriente: «En uno o dos años más, todo habrá terminado».

Hablamos de sus primeros tiempos en la calle de San Bernardo en Madrid, de su infancia en Ávila, de todos esos años en Estados Unidos, de su prestigiosa carrera, de sus muchos viajes, de su ateísmo. Me explicó y comprendí claramente el porqué de su retiro. El tiempo que pasé con él me sirvió para conocer de primera mano la profundidad del pensamiento del mejor filósofo español que ha habido aunque todo lo escribiera en inglés. Al despedirse de mí, me regaló su pluma —que es con la que escribo ahora—, pues le sorprendió que conociese tantos detalles de su vida y que un compatriota como yo lo visitara. El nunca dejó de ser español. Ocho años más tarde, lo enterrarían en Roma y alguien recitaría aquellos versos suyos que hablaban del testamento de un poeta: «Devuelvo a la tierra lo que la tierra me dio…». En la lápida puede leerse: «Cristo ha hecho posible para nosotros la gloriosa libertad del alma en el cielo». Y esas palabras son las que me recuerdan que he de proseguir con mi relato del encuentro con Bach, el músico que componía obras para la gloria de Dios…

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Carta a mis afiliados

Estimados afiliados:

A partir de ahora, con tanto recorte que vamos a tener que hacer, ya no volveré a escribir «Estimados compañeros, estimadas compañeras». Confío en vuestra comprensión, en vuestras tragaderas, vamos. La tinta es un bien preciado y yo creo que me entenderéis si os digo, sencillamente, «Estimados todos». Lo que me jode es que voy a tener encima a mis socios recordándome todo el rato que tengo que decir estimados y estimadas, apreciados y apreciadas, compañeros y compañeras, etcétera. Pero me la suda al igual que me la suda aquello que dije de que no pactaría con los del poder en primera persona del plural —el poder lo entiendo en primera del singular, porque soy progresista, como ya sabéis— o los que jamás han condenado los atentados de ETA. Hace un año los progresistas consolidamos el nuevo tiempo político después de echar al barbas. Muchas cosas han pasado desde entonces, como ya sabéis. Donde dije digo digo diego y pelillos a la mar.

Comenzamos el 2020 con el primer Gobierno de coalición de la historia reciente de nuestro país. Firmamos un acuerdo de Gobierno histórico, con ambiciosos objetivos para que dentro de unos años —ya quisiera yo que fueran meses, pero, bueno, a paciencia y resistencia nadie me gana, como ya sabéis— nadie reconozca nuestro país.

La puta pandemia esta de la COVID-19 trastocó mis planes como os podéis imaginar. No fue culpa mía, como ya sabéis, porque el virus es desconocido y ha afectado a todo el planeta. Tuvimos que proteger a la sociedad con una panoplia de medidas económicas para proteger la salud, los empleos, las empresas, etcétera. Todo con el fin de amparar a los más vulnerables con ‘résponsabilidad‘, con ‘sólidaridad‘ —me encanta este hipnótico recurso discursivo de hacer sobresdrújulo lo agudo.

Hemos tenido que reinventarnos en tiempo récord, a contrarreloj. Los avances progresistas que comportan los nuevos Presupuestos ocupan poco espacio en el debate público. Me jode, y mucho, que la atención se desvíe hacia asuntos del pasado, como la lucha antiterrorista, que nada tienen que ver con los Presupuestos y que no figuran afortunadamente entre los problemas de nuestro país, como ya sabéis. A ver, esto ocurre por esos reaccionarios que no entiendo por qué siempre están hablando del 36, del 34 o del 31, etcétera. Estamos ante un populismo reaccionario que, como ya sabéis, vive de las filfas —esta palabra me la he aprendido hace poco y la he incorporado a mi vocabulario para que se jodan los puristas que me tienen hasta las turmas (esta también me la he aprendido)— que presenta como hechos probados para desacreditarme y fomentar la ‘rádicalizacion‘, la división social, la crispación política, etcétera. Es un populismo reaccionario que jamás acepta su derrota, como ya sabéis.

Queridos todos, no les hagáis ni puto caso. Están rabiosos porque ganaron injustamente una Guerra Civil hace 80 años y ahora intentan evidenciar que nuestra justa victoria democrática no es legítima. Nosotros perdimos la guerra con dignidad y ahora, dignamente, hemos ganado la libertad, etcétera. No entréis al trapo reaccionario. No miréis al pasado. Mirad al futuro. Os garantizo que, como ya sabéis, con mi liderazgo mundial y vuestro apoyo, a nuestro país no lo ‘réconocera‘ ni Dios.

Palabra de vuestro Presidente, como ya sabéis.

Michael Thallium

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1830 caracteres con espacio

1830 caracteres con espacio. Podría añadir que en realidad son 1830 caracteres alfanuméricos con espacio, pero eso es lo de menos, porque lo que realmente importa son solo esos 1830 caracteres con espacio para decirlo todo y nada. Para decir que la vida es bella, que la vida es cruel, que es injusta y justa, que se gana y pierde, que se odia y ama. Para decirte que morirás y que has nacido. Para que sepas que te he buscado, pero que no me has encontrado. Y a ti que me buscas y no te encuentro, quisiera decirte todas esas cosas que jamás te han dicho. Que hay cientos de miles de libros que jamás podrás leer, que hay músicas que jamás llegarán a tus oídos. Que son muchos los besos y los abrazos que habrás deseado. Que quisiste oír un «te amo» en los labios de quien habías encontrado y que desapareció porque quizás nunca estuvo allí cuando tú estabas. Que nunca dijiste ese «te amo» a quien apareció y no quisiste encontrar. Que tus hijos en realidad son el anhelo de aquello que nunca has tenido o que todo eso que tienes no satisface el anhelo de encontrar un vientre o una simiente a los que amar y engendrar una criatura. Que, en definitiva, todo eso que amas u odias, todo aquello que te da alegría o que te hastía, todo eso que te atrae o que aborreces, que disfrutas o desdeñas, todo eso es vida. Y que también son vida esos espacios que separan lo que digo y lo que callo, lo que te gustaría escuchar y tú jamás dirías, lo que sientes y presientes en esos silencios a solas contigo caminando en pos de algún encuentro que nunca llega. Y que es vida también ver los ojos de quien amas y que te miren a los tuyos para encontrarte. Que es vida poder leer juntos todos esos libros desconocidos, escuchar músicas que quizás no suenen. Y más aún escribir la vida en 1830 caracteres con espacio. Ni uno más ni uno menos.

Michael Thallium

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Tanta gente, tantos libros…

Le envío un correo para compartir con él un texto que he escrito: Madrid, Andrés Trapiello y yo. Aprovecho para hacerle una pregunta que intuyo ya le habrán hecho demasiadas veces. ¿Cuál de tus libros me recomiendas y por qué? Me despido con un abrazo desde Madrid. Sé que responderá. Un año antes también lo hizo cuando le envié otro texto en el que hablaba de La novela del buscador de libros, el único suyo que me he leído hasta la fecha. Casualidades del destino, al día siguiente anuncian en la prensa que le han concedido el Premio Nacional de Narrativa. Me alegro por él y me sonrío: donde pongo el ojo, pongo la bala. Sé que responderá, porque lo hizo un año antes también. No sé, se me figura una persona campechana y sencilla. Pasan uno, dos, tres días. No responde. No me impaciento. Reprimo mi impulso de comprar algún otro libro suyo. Prefiero esperar su respuesta. Siete días más tarde, abro el buzón y leo su correo en el que se disculpa por la tardanza. Habían sido días raros. El jurado del Premio Nacional parecía haber respondido a mi pregunta recomendándome Totalidad sexual del cosmos, su última novela, pero prefiero guiarme por la recomendación que me hace. Los premios me importan muy poco. Me dice que a quienes les gusta la narrativa siempre les recomienda Tanta gente sola o Una manada de ñus, que son libros de cuentos; para quienes prefieren los ensayos, Biblioteca en llamas o La plaza del mundo. Dice que aún no ha leído el libro de Andrés, pero que pronto le pondrá remedio. Yo le respondo escuetamente, agradeciendo su respuesta y dándole la enhorabuena por el premio. Le digo que seguiré su recomendación empezando por Tanta gente sola. No dudo de la calidad de la novela premiada con el Nacional de Narrativa, pero como esa la leerán en tropel ahora que está reciente el premio, prefiero comenzar por el pasado que le ha llevado adonde está. Me despido de Juan prometiendo que algún día, no ahora, leeré Totalidad sexual del cosmos.

Me lanzo en busca de Tanta gente sola. Vivo en Móstoles. Me da por pensar que quizás aquí haya alguna librería donde pueda encontrarlo. Sé que podría encargarlo por internet, pero me niego a la facilidad del clic de una tecla que merme digitalmente el saldo de mi cuenta bancaria. Prefiero sentirme el buscador de libros de mi propia novela. Llamo a las pocas librerías que resisten en esta ciudad. Fantaseo con la posibilidad de que al menos en una de ellas lo tengan, porque en esa, apenas tres semanas antes, había encontrado Madrid de Trapiello y El infinito en un junco de Irene Vallejo —a ella, ¡casualidades!, también resulta que luego le dieron el Premio Nacional de Ensayo. Búsqueda infructuosa. Es incomprensible, pero ¿quién va a leer en esta ciudad los libros que a mí me gustan? A los dos días, me encuentro conduciendo el coche con la promesa de mirar en una sola librería y ya está. Eso de conducir sin rumbo cierto para encontrar un libro me recuerda a aquel día en que terminé en una librería de Jerez de la Frontera. Fue allí donde Manolo Romero Bejarano, el librero de El Laberinto, me recomendó el primer y único libro de Juan Bonilla que me leí. Ahora, algo más de un año más tarde, vuelvo a estar al volante en busca de un libro, aunque esta vez sé el libro que quiero. En La Casa del Libro de Tres Aguas me dicen algo que ya me habían dicho en otras librerías: que no tienen el libro, que hay dos ediciones, una de ellas de bolsillo que cuesta seis con noventa y cinco euros —escribo el número con letra para recordarme que no sé por qué se escribe veintiuno y no noventaicinco—, y que pueden encargármelo. Pregunto si lo tienen en alguna otra tienda de Madrid. Me responden que no, pero que lo tienen en almacén y, me repiten amablemente, que pueden encargármelo. Contrariado me invento la excusa de que lo necesito ya, porque es para un regalo. ¡Cuántos regalos me habrán servido de excusa para marcharme de las librerías cuando me dicen que me lo pueden encargar! Vuelvo al aparcamiento del centro comercial, me meto en el coche, saco el móvil y llamo a las librerías que google me dice que hay en Alcorcón. Llamo una por una a las que están abiertas. La respuesta es invariable. No tenemos el libro pero se lo podemos encargar. Arranco el motor y pongo rumbo al centro de la capital. Se me ha metido en la cabeza que tengo que encontrar el libro en una librería y punto. Llego a la Cuesta de Moyano. Tengo que encontrar un sitio para aparcar. ¡Mierda! ¡Es zona verde y hay que pagar! Tengo la suerte de encontrar un sitio en la calle de Alfonso XII, no muy lejos de la Cuesta. Si me pego una carrera, puedo dejar el coche estacionado sin pagar un euro. Total, voy a tiro hecho. Salgo corriendo. Menos mal que voy en chandal. Si no, la gente podría pensar que estoy loco. ¡Correr por un libro! ¡Bah! Pregunto en los pocos quioscos que están abiertos. La respuesta es unánime: no tenemos nada de Bonilla. Vuelvo al coche corriendo no vaya a ser que me multen. Llego sin aliento. He tenido suerte. Me meto en el coche. Es entonces cuando descubro que he aparcado delante de la placa que conmemora a don Santiago Ramón y Cajal. Me sonrío como cuando me enteré por la prensa de que a Juan Bonilla le habían dado el Premio Nacional. Hacía apenas unos días que me había leído El mundo visto a los ochenta años y me resultaba toda una ironía no poder encontrar el libro de un escritor actual y vivo y, sin embargo, ir a parar al palacete de un muerto cuyo libro había encontrado una semana antes en la misma Cuesta de Moyano. Volví a casa sin más recompensa que el guiño poético de don Santiago. Quizás por eso la mayoría de mis lecturas sean de libro de viejo y muerto…

A los dos días, domingo, vuelvo a intentarlo en alguna librería de viejo abierta por la zona del inexistente Rastro durante la pandemia. Encuentro, de segunda mano, Nadie conoce a nadie —que unas horas más tarde regalaré a una amiga, para que al menos alguien más lea a Bonilla—, pero ni rastro de Tanta gente sola. Luego en el Fnac de Preciados. Nada. En La Central de Callao. Tampoco. Se lo podemos encargar, me dicen. ¡Cojones, que es para un regalo! Me doy cuenta de que Bonilla es un autor poco comercial, lo cual me alegra (quizás a él no, no lo sé). Al día siguiente, me rindo ante la evidencia y decido encargar el libro, no por internet, sino a la librería Desiderata en la que hacía poco más de tres semanas había encontrado Madrid y El infinito en un junco. Al menos así contribuyo al mantenimiento del comercio de barrio, me digo. ¡Iluso! Encargo la versión de bolsillo, porque ya me he gastado bastante en combustible y suela de zapato…

Juan Bonilla - Tanta gente Sola

Tanta gente sola llega un martes a Desiderata. Recojo mi encargo. Miro el libro como quien encuentra un tesoro y comienzo a leerlo con avidez de pirata. Me encanta. Sabía que si el primer libro que leí de Bonilla me pareció muy bueno, este no podría decepcionarme. No me defrauda. Disfruto cuando encuentro una palabra que el escritor se inventa. En La novela del buscador de libros fue ‘feminotaura’; en Tanta gente sola, ‘tictaconear’. Me sumerjo en la lectura. Buceo en un océano lleno de vida e historias. Me atrapa el modo con que Juan Bonilla teje esa red de palabras y relaciones en la que uno no distingue ya si los personajes son reales o ficticios. Ese juego de verosimilitud e inverosimilitud que envuelve al lector en el relato y lo vuelve relato mismo convirtiéndolo en creador de otra historia dentro de la historia. Sus retratos de la gente contienen toda la fantasía del mundo concentrada de mil maneras. Esa innecesaria ‘fanteasión’ del retrato de la que hablaba Ramón Gómez de la Serna —otro gran inventor de palabras— en su retrato de Maruxa Mallo. Gentes que lo único que quieren es hacer algo más que simplemente existir. Pero…

Sí, siempre está ese feo «pero» que luce un collar de puntos para prolongar una historia al final de un párrafo. Y leyendo las historias de tanta gente sola, uno comprende por fin el misterio de esa foto inquietante de la portada en la que aparece un hombre que se asoma al abismo del ser o no ser en la azotea de un edificio de nueve plantas. Pero eso solo lo descubre uno al final del libro. ¡No podía ser de otro modo!

¿Y del amor? El amor se mide por el número de bolsas de basura que una pareja genera. Fulano de Tal y Menganita de Cual pudieron generar 25.000 bolsas de basura. Eso son muchos años de amor. ¡Qué satisfactoria impresión de lo que es el amor! Aunque también sé que el amor puede concentrarse igualmente en una paja o en un dedo de toda esa gente que anda tan sola por la vida buscando a otra gente que nunca llega…

Juan, yo te daría el Premio Nacional simplemente por Tanta gente sola, aunque ya he dicho que los premios me importan muy poco. ¿¡Dar un premio nacional por un solo libro y corto encima!? Bueno, Juan Rulfo pasó a los anales de la Historia de la Literatura por tan solo tres novelitas. ¡Pero menudas novelitas! Tu libro, me parece una verdadera obra de arte. Sí, ¡al final fue todo un regalo!

Tu literatura, Juan, es la meta de quienes te leemos. Tu prosa es literatura bonilla y viva, verdadera poesía. Esos cuentos que cuentas se me entremezclan con la realidad… ¿Cuánto habrá de ese Urbano, personaje tuyo del libro, que gana el concurso Cifras y letras en el librero de Jerez que te me descubrió? Porque Manolo Romero Bejarano ganó Pasapalabra

He de poner fin a este texto, porque siempre me dicen que lo que escribo es muy largo para que alguien me lea alguna vez en internet. Pero, Juan, que sea este último párrafo el homenaje inapreciable a Tanta gente sola, porque aunque nadie repare en ello si no lo digo, nueve son los párrafos de que consta mi escrito al igual que nueve cuentos exquisitamente entramados conforman tu libro como nueve plantas también tiene el edificio del misterioso hombre de la portada que se asoma al abismo del ser o no ser. También te digo que tu libro merece muchas relecturas. Así que pasas a formar parte de la lista de escritores vivos que releo. Una lista muy exigua que solo tiene dos nombres: el de otro escritor que ya he mencionado y ahora el tuyo. Y sí, yo también le pondré remedio: algún día leeré Totalidad sexual del cosmos, porque lo prometido es deuda. Pero antes déjame que busque Una manada de ñus. Hay tanta gente, tantos libros…

Michael Thallium

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Grandes libros y escritores que recomiendo III

Hace años comencé a fotografiar los libros que leo y que considero no ya interesantes, sino lectura muy recomendada (léase imprescindible) por su valor literario, artístico o filosófico. Quienes me siguen en redes sociales como Facebook, Twitter o LinkedIn, han sido testigos de mis publicaciones fotográficas con una sencilla frase, «Grandes libros y escritores que recomiendo», y seguidamente el título del libro y el nombre del escritor. Además, mi intención con estas publicaciones era y es un tanto ilusa y pretenciosa: que mi palabra baste para que quien lea la recomendación salga pitando en busca del libro. Sin embargo, aquí, en mi blog, no he publicado la mayoría de esos títulos. Esta es la tercera vez que lo hago de forma explícita (véase Grandes libros y escritores que recomiendo I y II). Sirva esta tanda que hoy publico para incitar a la lectura a aquellas personas que algún día, por casualidad, den con este artículo. No incluyo en esta lista libros que ya haya mencionado expresamente en mi blog con anterioridad. A ti, lector, sé consciente de que aunque se diga que una imagen vale más que mil palabras, las imágenes que a continuación verás jamás sustituirán el goce de la lectura de las muchas más de mil palabras que cada uno de esos libros, que humildemente recomiendo, te darán:

Pequeña historia de ayer (memorias), de Mercedes Formica

Mercedes Formica - Pequeña historia de ayer

El infinito en un junco (ensayo), de Irene Vallejo

Irene Vallejo - El infinito en un junco

Retratos de España (ensayo), de Ramón Gómez de la Serna

Gómez de la Serna - Retratos de España

Bomarzo (novela), de Manuel Mujica Lainez

Mujica Lainez - Bomarzo

El problema de la filosofía hispánica (ensayo), de Eduardo Nicol

Eduardo Nicol - El problema de la filosofía hispánica

El maestro Juan Martínez que estaba allí (relato biográfico), de Manuel Chaves Nogales

Chaves Nogales - El maestro Juan Martínez que estaba allí

La muerte del estratega (relato), de Álvaro Mutis

Álvaro Mutis - La muerte del estratega

La casa inundada y otros cuentos (cuento), de Felisberto Hernández

Felisberto Hernández - La casa inundada

Escrito a cada instante (poesía), de Leopoldo Panero

Leopoldo Panero - Escrito a cada instante

Dos crímenes (novela), de Jorge Ibargüengoitia

Jorge Ibargüengoitia - Dos crímenes

El corazón y otros frutos amargos (cuentos), de Ignacio Aldecoa

Ignacio Aldecoa - El corazón y otros frutos amargos

Por la otra orilla (ensayo, memorias), de Agustín de Foxá

Agustín de Foxá - Por la otra orilla

Diario de Lecumberri (diario autobiográfico), Álvaro Mutis

Álvaro Mutis - Diario de Lecumberri

Basta por hoy. Aquí quedan estos libros que para mí son excepcionales. ¡Que quien los encuentre, los disfrute!

Michael Thallium

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