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Hasta las turmas estoy

Sí, hasta las turmas estoy de que ante tanta ‘noticia falsa’ nadie diga ‘filfa’ y casi todos se decanten por el inglés. ¿Será porque cada vez menos amamos nuestra lengua que en España llaman algunos ‘castellano’ y en el resto del mundo ‘español’? Repitan conmigo: filfa, filfa, filfa. Y ahora, si estuvieran en una escuela de aquellas en las que había un encerado Irene Vallejo habla en El infinito en un junco de los primeros soportes para la escritura hechos de cera; ¿llamaremos por eso a la pizarra encerado?—, escriban cien veces y con buena letra: “filfa: mentira, engaño, noticia falsa”. ¡Es inútil!

Y luego leo de madrugada en un periódico Contágiate, contágiale de Andrés Trapiello o Desmontando el Estado de derecho de Elisa de la Nuez y me ocurre lo que a Santiago Ramón y Cajal cuando veía el mundo a los ochenta y dos años allá por 1934: ¡cuánto beocio anda suelto!

No me las toquen más. Las turmas, digo.

Michael Thallium

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El mundo visto por un octogenario

Siempre que acudo a la madrileña Cuesta de Moyano me prometo a mí mismo que no, que no compraré ningún libro. Y aunque alguna vez he logrado mantener mi promesa, son numerosísimas las otras veces que terminé viendo cómo algún ejemplar acababa en mis manos, por arte de birlibirloque, después de desembolsarle al librero de turno la cantidad adeudada. Lo de birlibirloque lo digo porque no me explico cómo terminan esos libros en mis manos si no es por la mónita untuosa y persuasiva de mi cerebro que concluye: «¡Compra, compra!» Y, claro, mi voluntad, que tiene poco de diamantina cuando de libros se trata, sucumbe y yo compro. ¡Caso de estudio para el freniatra!

Así me ocurrió hace unos días. Llegué al puesto y, tras una amable conversación con el librero, me hice con un ejemplar impreso en 1941 de El mundo visto a los ochenta años del venerando investigador Santiago Ramón y Cajal. La conversación con el librero me sirvió también para descubrir que era hijo del dueño de la librería de viejo Gúlliver, esa a la que más ha ido el escritor Andrés Trapiello según él mismo relata en MADRID. Me dice su nombre y grabo su número de teléfono en el móvil: Jonás Gúlliver.

De Santiago Ramón y Cajal ya había leído hace algunos años Recuerdos de mi vida y me sorprendió lo bien que escribía. Hasta ese momento, solo lo conocía como científico, no como escritor, y reconozco que su imagen la había asociado con la del actor Adolfo Marsillach, quien representó su papel en una serie televisiva del año 1982 en España. En fin, que al ver el título, El mundo visto a los ochenta años», me llamó muchísimo la atención, porque ignoraba que don Santiago hubiese escrito un libro así. Resulta que la introducción está firmada en Madrid, el 25 de mayo de 1934, es decir, apenas cincos meses antes de fallecer a los 82 años, el 17 de octubre, en pleno declive de la II República, con la Revolución de Asturias em marcha y a menos de dos años del comienzo de la Guerra Civil. El libro no se publicó hasta el año 1941, en plena II Guerra Mundial. ¡Todo un documento histórico! Y la clarividencia de don Santiago es asombrosa… Me lo imagino, ya teniente, escribiendo, con sus manos sarmentosas, sin dejarse llevar por vanidades vidriosas, presumiendo la muerte cercana.

Ramón y Cajal - El mundo visto a los 80 años

El libro consta de cuatro partes: las tribulaciones del anciano, los cambios del ambiente físico y moral, las teorías de la senectud y de la muerte y, por último, los paliativos y consuelos de la senectud. Disfruto con este tipo de libros, porque me obligo a leerlos sin caer en el anacronismo. Por ejemplo, don Santiago habla de la guerra civil y del dictador, pero no se refiere, obviamente, a la Guerra Civil ni al dictador de los que hablamos hoy en España. Señoras y señores, ¡en España hubo más guerras civiles que la del 36! Sin embargo, también vaticina esa guerra así como la II Guerra mundial. Muchos pasajes del libro pasarían por actuales si les quitásemos la referencia temporal a la fecha en que se escribió: 1934. La sociedad, la política, los nacionalismos, los avances científicos y tecnológicos, el arte, los libros… todos ellos están presentes en El mundo visto a los ochenta años. La imitación rebañiega, las diferencias entre el bello sexo que se carmina los labios y el sexo fuerte de varones enterizos, el atraso científico de España —que lucha por hombrearse con los países avanzados—, la aijofilia vitanda —ese odioso gusto por lo feo y burdo, por la bastedad achagrinada—, el pago de gabelas… todos ellos los columbra don Santiago frisando los 82 años. Y casi un siglo más tarde, aquí siguen. Cambian las palabras, pero siguen los trasuntos de aquellos viejos asuntos…

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MADRID, Andrés Trapiello y yo

Querido Andrés:

permíteme que te cuente cómo te conocí; no hace tanto, hará ahora unos cinco años. Es otra de esas cientos de miles de historias que ocurren en Madrid. Caminaba yo con una amiga subiendo por una de las calles del barrio de Lavapiés. Haría unos tres meses que uno había tenido un desengaño amoroso —otro más que añadir a la cuenta personal del banco de mi vida— y pensaba que después de aquello, y a mis años, sería difícil encontrar de nuevo una «ilusión», esa de la que habla Julián Marías en su Breve tratado de la ilusión y que es única del idioma español. A mi amiga, con la que caminaba, no le gusta que diga que la conozco desde 1.º de la E.G.B., porque eso delataría su edad. Por eso, cuando lo digo en reuniones sociales, ella recalca que yo la conocí el año en que repetí 1º de E.G.B. —lo de mi repetición es otra historia que ahora no viene a cuento— y que, por tanto, ella es un año más joven que yo. Tengo 48. Como decía, subíamos caminando ella y yo por la calle cuando, de repente, avisté a una joven de pie ante «La Nada». Le dije a mi amiga: «Mira que chica más guapa, voy a decirle algo», así, a lo chulapo. En una de esas conversaciones que uno nunca sabe adónde pueden ir a parar, descubrí que llevaba unos pocos años en Madrid, que su nombre era Carmen, granaína, guapa, artista y pintora, y que «La Nada» era el estudio que compartía con otros tantos artistas. Por la conversación, también deduje que era (lo es) muy culta. También descubrí —esto días más tarde— que había estudiado la carrera de piano. Muy completita, sí. En fin, que al terminar aquella conversación, me dije para mis adentros: «¡A esta me la ligo yo!». Ya adelanto que no, que no me la ligué… aunque lo intenté.

Si te hablo de Carmen, Andrés, es porque fue por ella que te conocí. Durante el par de meses que viví con la ilusión de ligármela, leí en su muro de Facebook que recomendaba un libro de un tal Andrés Trapiello de quien yo jamás en mi vida había oído hablar. El libro se titulaba Las armas y las letras y, claro, si ella lo recomendaba, yo tenía que leérmelo como fuera. Me lo leí en diciembre de 2015 —¡casualidades de la vida!— a la par que El Quijote de Miguel de Cervantes, libro que se me había resistido durante más de 40 años.

Perdona si voy y vengo y me meto por vericuetos, como si callejease por el centro de Madrid, sin dar en el busilis. Prometo regresar a Las armas y las letras, pero déjame que antes me meta por la propincua callejuela que resume los cinco años de mi relación con Carmen desde que la conocí. Vienen a quedar, con la imprecisión de la síntesis, en algo así: intenté ligármela (no lo conseguí), descubrí en ella a una amiga que tenía novio (reculé y me convertí en su amigo; de ella, no de su novio, claro); que dos años más tarde Carmen empezó a salir con otro hombre con el que, finalmente, hubo boda (boda que se celebró en un pueblito de la serranía de Graná el mismo día de mi cumpleaños y a la que asistí; para entonces Carmen ya era una amiga a la que admiraba); que al cabo de unos meses partió piñas y abrió el amargo melón del divorcio (yo me comporté como el amigo en que ya me había convertido); que unas semanas antes del confinamiento de marzo y abril de 2020, estando yo de visita en un hospital, me di cuenta de que la quería (retomaré más adelante este asunto) y que tras los meses de confinamiento, al abrirse la veda y volver a vernos, decidí declararme (¡la cagaste, burlancáster!); ahora Carmen es como una especie de amor platónico o de musa… aunque también tengo otra, de la que hablaré más adelante.

Lo prometido es deuda. Regresemos, ahora sí, a Las armas y las letras. El descubrimiento de este libro fue providencial para mí, porque fue el hilo literario del que fui tirando hasta hoy, y también fue el culpable del aumento de mi biblioteca personal que esconde una vergonzante bibliomanía. Te confieso que eres uno de los pocos autores vivos que leo. La mayoría de mis libros son de viejo y muerto. Leyéndote supe de A sangre y fuego de Manuel Chaves Nogales, de Democracias destronadas de José Castillejo, de La revolución vista por una republicana de Clara Campoamor, La estrella polar de Eduardo Capó Bonafous, Doy fe… de Antonio Ruiz Vilaplana, Días de horca y cuchillo de Alfredo Muñiz, Celia en la revolución de Elena Fortún, La soledad de Alcuneza de Salvador García de Pruneda, Madrid de corte a cheka de Agustín de Foxá, Guerra en España de Juan Ramón Jiménez, Diario de un soldado de Vicente Salas Viu, España sufre de Carlos Morla Lynch… Ni que decir tiene que todos esos libros me llevaron a otros tantos hasta la fecha. ¡Qué te voy a contar que tú no sepas!

Gutierrez Solana - Madrid, escenas y costumbresTe confieso también que no he leído muchos libros tuyos. Después de Las armas y las letras leí solo dos novelas: Ayer no más y Los confines, que también me dejaron buen regusto. En 2019, compré la edición ampliada y conmemorativa de los 25 años de Las armas y las letras y lo releí. Para mi sorpresa —no sé si a ti también te habrá ocurrido con otros libros—, al releerlo apenas tres años más tarde de la primera lectura, exclamé: «¿¡Pero esto lo he leído yo!?» Y me asombro de mi falta de memoria y de lo buena que es tu pluma. Los piropos, como las armas, los carga el diablo según de quien partan, pero si te sirve como tal: ¡eres el único escritor vivo a quien releo!

Ahí quedó la cosa hasta hace dos meses en que empecé a seguir tus Figuraciones de los viernes en El Mundo —único día en que compro el periódico. Luego, hará unas tres semanas, vi en algún lugar que acababas de publicar otro libro, MADRID. Me llamó la atención el título, porque solo hacía cuatro meses que había leído el jugoso y fabuloso Madrid: escenas y costumbres de José Gutiérrez-Solana, libro que, después de haber leído tu MADRID, sé que también has leído y, al igual que tú, lo recomiendo —lo único es que veo difícil que a quien le pique la curiosidad por leerlo lo tenga fácil: tengo el número 84 de una edición limitada de 100 ejemplares en Ediciones Ulises.

Como verás, todo lo anterior no ha sido más que un largo preámbulo —espero que no una torrada— para lo que realmente hasta aquí he venido: «para hablar de tu libro». (Que conste que no he leído ningún libro de Umbral y que solo lo conozco por la famosa frasecita que le espetó a Mercedes Milá en un programa televisivo hace algunos años). MADRID me ha encantado. Lo he leído en apenas una semana —¡ojo, que son unas 550 páginas—, porque sé que se convertirá en un libro de relecturas (las mías) y de referencia (para todo el mundo). Que llegue a ser un betséler, sinceramente, me importa un comino. Has logrado una obra maestra, pero que yo diga esto, tiene poco valor o ninguno. Permíteme remedar el elogio de tu admirado Ramón Gaya y hacer un palimpsesto literario de urgencia: «No te vayas a creer que tu libro es una obra maestra porque yo lo diga; la unanimidad vendrá de quienes lo disfruten cuando te lean».

Andrés Trapiello - Madrid

Decía que MADRID me ha encantado. Amén del contenido y lo magnífica que es tu prosa, el continente está hecho con mucho mimo. ¡Se nota! El libro te ha salido chulapo. Lo terminaste de escribir un 4 de mayo de 2020 —justo 49 años después de aquel fatídico cumpleaños de tu padre, origen de tu aventura madrileña— y de componerlo para imprenta la víspera de la Virgen de la Paloma. Así reza en la primera edición de octubre de 2020 de la Editorial Destino. Cuando uno lo mira desde fuera, parece otra guía más de Madrid. Así me lo revela la tipografía de esas letras amarillas del título. Cuando uno lo abre, se encuentra con la bienvenida de un chaleco chulapo y de un clavel rojo y reventón. E igual que nos da la bienvenida nos despide: con rojo clavel y de pata de gallo un «gabriel».

MADRID te ha salido redondo, aunque ya sabemos y también lo avisas en el texto a modo de epílogo: «no acaba uno nunca de conocer todo Madrid ni un libro como este puede terminarse jamás». Lo terminaste por extenuación, pero te ha quedado brillantemente redondo. Quedará como un hito para quienes lleguen más tarde y quieran escribir otro: habrán de superarlo (si pueden). Me gusta que lo hayas dividido en dos partes: una en la que has tratado de contar Madrid en tu propia vida y tu vida en la de Madrid; otra hecha de retales madrileños, porque no has renunciado a que quien te lea encuentre también la suya propia, provenga o no de Madrid, le guste más o menos esta ciudad. ¡Todo un acierto! ¡Buen retrato de Madrid! Me ha quedado claro tras su lectura tu predilección por La cartuja de Parma y por la obra del Galdós. Quizás algún día la lea… o no.

A mí me gustó más la primera parte, porque, aunque no se trate de un libro autobiográfico, he descubierto más cosas de ti, Andrés Trapiello, el escritor, la persona. Y dado que tú desvelas parte de tu vida personal en el libro, he querido yo también desvelar algo de la mía en este critiensayo o critiseña. (Si tú al Salón de los pasos perdidos lo llamas diarivela o novidiario, ¿por qué no habría yo de inventarme critiensayo o critiseña?). Voy terminando, como diría un parlamentario en la tribuna.

Con la lectura de MADRID he aprendido mucho, y con eso alimento mi espíritu. Sin embargo, aunque sé que quizás hayas querido hacer un homenaje a la ciudad, discúlpame si interpreto, equivocadamente o no, que la verdadera homenajeada es Miriam, tu mujer… y también tu familia, tus hijos, Rafael y Guillermo. No sin esfuerzo, has logrado algo que yo no he logrado: escribir mucho y muy bien y formar una familia. De las dos, envidio la segunda. Me hubiera gustado formar una familia, no he renunciado a ello, pero… Retomo aquí el preámbulo.

Decía que unas semanas antes del confinamiento de marzo y abril de 2020, estando yo de visita en un hospital, me di cuenta de que quería a Carmen. Este episodio me lo recordó un pasaje de tu libro en el que narras que un día te entró un dolor muy fuerte en el pecho y creías que te morías. Miriam te llevó en coche a las urgencias de un hospital y subiste los escalones de dos en dos porque estabas convencido de que te estaba dando un infarto… Yo estaba en el salón de actos del hospital Rey Juan Carlos I, en Móstoles, acompañando a mi padre, a quien iban a operar de la rodilla para ponerle una rótula de titanio. El cirujano explicaba a los pacientes en qué consistía la operación y les mostraba la prótesis que les iba a implantar —por cierto, gracias Dr. Bau, mejoró usted enormemente la calidad de vida de mi padre. En ese momento empecé a sentir un dolor muy fuerte en el pecho y me dio por pensar que qué paradoja era estar sentado en primera fila delante de un cirujano y que me diera un infarto allí mismo. No sé si me dio el infarto o no, pero sí sé que durante los eternos minutos que duró el dolor (de los que nadie se enteró, por cierto, ni mi padre que se sentaba a mi lado; no quise preocuparlo), la primera persona que me vino a la mente fue ella, Carmen: «Si me muero ahora, jamás le habré dicho que la quiero». Supongo que eso fue lo que, tras los meses de confinamiento por la COVID-19, me hizo escribirle una carta y declararme con toda sinceridad y en toda regla. Ya lo avancé al principio: ¡la cagaste, burlancáster! No la cagué porque ella dejara de ser amiga mía, al contrario. Creo que aquello reforzó más aún nuestra amistad. La cagué porque por enésima vez tuve que renunciar a mi sueño de crear una familia con las frustraciones que eso conlleva y bla, bla, bla. ¡Iluso! Carmen sigue siendo una buena amiga, un amor platónico o una musa… aunque también tengo otra musa, como ya referí. Su nombre es Marina. A Marina la conozco desde hace más años que a Carmen. Tenemos en común nuestras andanzas por el mundo: ella viajera, yo viajero. Compañeros de errabundaje que nunca tuvieron oportunidad de viajar juntos. Marina nació en Valencia, pero después de sus muchos viajes y residencias en el extranjero, ahora vive en Madrid. ¡Toda una historia la de su vida! A Marina también me declaré un par de meses más tarde, también sin éxito, aunque con un sincero refuerzo de la amistad. Por motivos distintos, es también mi musa.

Voy terminando, señorías. Decía que soy viajero, bueno, al menos lo fui y mucho. Sintetizo los últimos 25 años de mi vida —recuerda, Andrés, que toda síntesis es imprecisa—: de hablar varios idiomas, haber dado la vuelta al mundo y ser el anfitrión del presidente Giscard d’Estaing en un barco en Nueva Caledonia, he terminado viviendo con mis padres, trabajando de autónomo y escondiendo los libros de viejo que compro para evitar que mi madre me diga: «Pero, hijo, ¿otro libro más? ¡Me voy a tener que salir yo por la ventana!». ¡Pobres mis padres! Se lo debo todo, bibliomanía incluida.

Termino, señorías. Otra de las justicias poéticas que me han enternecido de tu libro es una a la que no quiero dejar de referirme aquí por el respeto que mi inspira. Está en la página 468. Hablando de los sucesos de Madrid, narras que mientras escribías el texto apareció la noticia del desprendimiento de una cornisa del edificio de la Consejería de Cultura del gobierno regional en la calle Alcalá que terminó con la vida de una turista coreana que paseaba por la acera tranquilamente. Al día siguiente, decías, esa noticia se habría olvidado. La gente seguiría transitando por esa acera sin acordarse siquiera de esa mujer de la que solo dijeron que tenía 32 años. Tú buscaste su nombre, Jihyun Lee, porque deseabas ponerlo en tu libro a modo de lápida. Le pusiste así marca a esa vida anónima entre las letras. Jihyun Lee, te han honrado de veras: pasar a la eternidad en un libro, descansar en paz tu nombre en una obra maestra… ¡Ya quisieran muchos para sí esa gloria!

Así que, Andrés, llegamos al final de este critiensayo imperfecto. No sé si la vida algún día se decantará por Carmen, el jardín andaluz, o Marina, el océano del mundo; enfrentarme al dilema de entrar en el jardín para cultivar las flores sin que la ortiga me queme y la espina me pinche o sumergirme en el océano para nadar en los sueños sin que me devore el tiburón. Jardín o flor u ortiga; océano, sueño o tiburón, no son estos más que retales de otras historias de Madrid, porque en Madrid nací. En cuanto al origen de mi nombre, eso te lo cuento algún día que nos conozcamos en persona. Por lo demás, si alguien más que tú alguna vez lee este texto y me toma por erudito a la violeta, digo alto y claro: ¡olvídense de mí… hay tantos otros muy superiores!

FE DE ERRATAS:
Leyendo la primera edición, cuidadísima, dicho sea de paso, me ha parecido encontrar las siguientes erratas que aquí consigno para quien competa:

  • Página 231, tercer párrafo, octavo renglón: «en su mayor eran», quizás se quiso decir «en su mayor parte eran»
  • Página 399, segunda columna, renglón 29: donde dice «loque» debiera decir «lo que»
  • Página 485, baile de números: el año de la película Deprisa, deprisa de Carlos Saura no es 1890 sino 1980 o 1981.
  • Página 490, otro baile de números en la primera columna, párrafo 2, la fecha de nacimiento de Antonio Díaz-Cañabate no es 1997, sino 1897.
  • Página 490, segunda columna, párrafo 2, donde dice «Cerventes» debe decir «Cervantes».
  • Página 511, primera columna, renglón 10, falta cierre de comillas en «antes morir que perder la vida» y apertura de comillas en «estar mal de la jícara».
  • Página 518, en el párrafo referido a la Virgen de la Paloma, en el renglón 5, falta una coma entre Asunción y Alba.

Tómense estas observaciones como mejora y no peora de las sucesivas ediciones. Quien esté libre de errata, que tire la primera letra. Vale.

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Enrique Castro Delgado: sin fe, perdido y preterido

Hace poco una amiga me preguntaba por teléfono, a modo de treno —lo de ‘treno’ es, por supuesto, una exageración para que quien no conozca esta palabra, la busque en el diccionario—, que por qué cuando publico en las redes sociales esas fotos recomendando libros, no explico la razón por la que los recomiendo. Mi respuesta fue breve: porque quiero que baste con mi palabra para que la recomendación se tome en cuenta. ¿Osada pretensión por mi parte? Probablemente, pero así vengo haciéndolo desde hace años —supongo que no con demasiado éxito. Esas fotos a las que se refería mi amiga suelo encabezarlas con «Grandes libros y escritores que recomiendo. Por Michael Thallium», y a continuación el título del libro, el nombre del autor y de la editorial al lado de la foto del libro de que se trate. Es verdad que alguna vez he escrito algún artículo al respecto de alguno de esos libros que recomiendo, pero, por lo general, me basta con la foto.

Enrique Castro Delgado - Mi fe se perdió en MoscúSin embargo, mi amiga, la del treno por mí exagerado —segunda oportunidad para que quien no conozca la palabra, la busque—, me dejó caer que en el caso de uno de los últimos libros por mí recomendados debería explicarlo para que la gente lo supiera. Se refería ella a Mi fe se perdió en Moscú, de Enrique Castro Delgado. Confieso que de Castro no había leído nada hasta hace unas semanas. A pesar de que es uno de los autores de los que habla Andrés Trapiello en Las armas y las letras —otro de los que recomiendo, por cierto—, para mí no era más que un nombre y poco más. La casualidad hizo que, al recibir el catálogo de la editorial Renacimiento con libros al 50% de descuento en agosto de 2020, me fijara en Mi fe se perdió en Moscú —y otros cuantos más que finalmente compré, lo confieso. Dada mi vergonzante bibliomanía y mi economía maltrecha, no podía dejar pasar la oferta.

Pero vayamos al asunto a fin de satisfacer la petición de mi amiga y dar en el busilis —otra palabra para que la busque quien no la conozca; no habrá segunda oportunidad, lo prometo. ¿Por qué recomiendo el libro de Enrique Castro Delgado? Por una razón muy sencilla: porque estuvo condenado a decir la verdad sin que le creyeran. El libro narra los siete años que pasó en la U.R.S.S. desde 1939, año en que se exilió, hasta 1945, año en que logró salir de allí tras penurias, muchos impedimentos y obstáculos. Castro había sido primer comandante del mítico 5.º Regimiento y gozó del respeto de los izquierdistas, incluso de los comunistas —fue miembro del PCE y secretario del Secretario General José Díaz— hasta que dejó de serlo por darse de bruces con la realidad del socialismo y del comunismo que su mujer, Esperanza Abascal, resume en una reveladora y genial frase al abandonar la Unión Soviética en 1945: un inmenso campo de concentración con tranvías, con trolebuses, con autobuses y un Metro con mármoles de todos los rincones del mundo. ¡Una gran mentira!

Su calvario empezó cuando, después del suicidio de José Díaz —suicidio ocultado y maquillado por la Komitern y el PCE—, Dolores Ibárruri se hizo con la secretaría general del PCE. En el relato de Castro, no quedan en muy buen lugar ni Ibárruri ni Francisco Antón —a la sazón su amante— ni «Irene Toboso» —Irene Falcón, secretaria personal de Ibárruri— ni Enrique Líster ni muchos otros dirigentes comunistas de la época. Literalmente, Castro fue preterido, borrado y maldito en el PCE y no llegó a ser eliminado físicamente estando en la U.R.S.S. por quién sabe qué suerte del destino. No obstante, después de haber leído el libro, no sé yo si su muerte en Madrid, en 1965, fuera realmente por causas naturales.

Castro nunca renunció a sus ideas de justicia social. Fue ateo, antifranquista y se volvió anticomunista. Sus antiguos correligionarios jamás se lo perdonaron… porque dijo la verdad sobre la gran mentira. Luego, durante la Transición muchos de aquellos exiliados comunistas, tras casi cuarenta años, regresaron a España y «blanquearon» su pasado como el de tantos otros. Castro pidió perdón por los crímenes que cometió durante la Guerra Civil. Lo expresó atormentado en un poema fechado el 12 de agosto 1956:

Penitencia
¡Quién supiera rezar
para rezaros!
Y descargar con ello mi alma
de pecados.

Perdonadme… ¡Muertos!
si es que no os muerde el rencor,
pues lo mío es lo peor…
Es un vivir sin vivir
a solas con mi conciencia
¡Que es mi mayor penitencia!

Por eso, a quienes se exaltan, tanto por la izquierda como por la derecha, con esa popularmente conocida como Ley de Memoria Histórica, les recomiendo que lean el libro y lo enjuicien con pensamiento crítico para sacar sus propias conclusiones… ¡Ay del pensamiento crítico en 2020! Esto sí que es un treno —última oportunidad para buscar su significado.

Ya lo dije en otra ocasión. Jorge Santayana escribió en La vida de la razón que «aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo». En realidad no escribió eso, sino su versión inglesa (Those who cannot remember the past, are condemned to repeat it), porque este gran filósofo español, curiosamente, escribió toda su obra en inglés.

Transcurrido desde entonces más de un siglo, ahora yo, en 2020, escribo:

Quienes no conocen la Historia, están condenados a repetirla, y quienes la conocen y se empeñan en cambiarla, la repiten igualmente.

Es la actitud, no el conocimiento. El olvido no es traición ni el recuerdo fidelidad.

Michael Thallium

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Aforismo histórico y vital

Jorge Santayana escribió en La vida de la razón que “aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”. En realidad no escribió eso, sino su versión inglesa (Those who cannot remember the past, are condemned to repeat it), porque este filósofo español, curiosamente, escribió toda su obra en inglés.

Transcurrido desde entonces más de un siglo, ahora yo escribo:

Quienes no conocen la Historia, están condenados a repetirla, y quienes la conocen y se empeñan en cambiarla, la repiten igualmente.

Es la actitud, no el conocimiento. El olvido no es traición ni el recuerdo fidelidad.

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La vida es un corazón. A Gerardo Diego.

Camino con mi sobrino de 5 años. Me va parloteando historietas típicas de esa edad que a muchos adultos nos parecen «niñerías». Yo, en modo filosófico, me digo: «Le voy a hacer una pregunta que se va a quedar callado». Lo miro y le pregunto triunfante: «Oye, ¿qué es la vida?» Él me mira como diciendo «vaya unas preguntas más tontas que haces, tío». Entonces va y y me suelta: «¡Pues qué va a ser! ¡La vida es un corazón!» Acto seguido, se mete las manos en los bolsillos y retoma sus historias de transformers y Bob Esponja. Yo, desarmado, agacho la cabeza y tomo consciencia de lo «tonto» que soy…

Esas «niñerías» me evocan otras de las que hablaba Gerardo Diego en un artículo que publicó en la revista Escorial allá por mayo de 1949, cuatro meses después de la muerte de Joaquín Turina. En un sentido homenaje al compositor sevillano, Gerardo Diego escribía que Turina se enternecía «con la poesía suprema de los niños, jugando con sus juegos o durmiendo, angelicales, en la cuna». Recomendaba a los pianistas tocar las Niñerías de Turina. «Qué maravillosas piezas infantiles, y qué nanas dulcísimas las de Turina».

No lo conocí en persona. Podría haberlo hecho, porque el año en que falleció, 1987, yo tenía unos 15 años, pero en aquella época, Gerardo Diego para mí no era más que el nombre de un poeta en los libros de Lengua y Literatura de Fernando Lázaro Carreter. Eso sí, tengo un muy buen recuerdo de los tres o cuatro poemas que de él leí. No en vano, guardé su nombre en la memoria y desde entonces ha sido silencioso compañero vital. Ignoraba por aquel entonces que muchos años más tarde, ya cuarentón, descubriría la razón oculta que nos unía y por la que su poesía me dejó tan buen sabor de boca: la música.

En 2014, la editorial Pre-Textos publicó la primera parte de Prosa musical de Gerardo Diego, dedicado a la historia y crítica musical que el gran poeta santanderino ejerció con perspicuidad y arte suprema; un año mas tarde, en 2015, apareció la segunda. Fue entonces cuando me dije: «Ajá, hete aquí el eslabón perdido; ahora comprendo aquella extraña conexión adolescente con Gerardo Diego». A él también le debemos los mejores poemas musicales en castellano con los que honra a muchos compositores e intérpretes: Schubert, Chopin, Fauré, Brahms, Falla, Ida Haendel y tantos otros.

Prosa musical

Gerardo Diego nació el 3 de octubre de 1896. Hoy, en este 2020 que muchos desearían borrar de la memoria, se cumplen 124 años de su nacimiento; en 2021 se cumplirán 125 —ya veremos si se le rinde merecido homenaje a su legado. Para la mayoría, Gerardo Diego pasa inadvertido como crítico musical, pero lo fue —¡y muy bueno!— en una época en la que no existían ni internet, ni grabadoras y en la que uno tenía que echarse al coleto muchos libros y partituras amén de contar con excelente memoria para hacer reseñas con rigor, maestría y excelente pluma. En sus críticas menudean las personalidades musicales de la primera mitad del siglo XX. Algunos de esos nombres trascendieron y pasaron la infalible prueba del tiempo; otros quedaron preteridos o truncadas prematuramente sus carreras. Difundió y defendió la música de los compositores españoles, muchos de ellos ya casi olvidados hoy por la mayor parte de personas: Muñoz Molleda, Conrado del Campo, Asins Arbó, Esplá…

Como crítico lo descubrí tarde, pero desde que lo hice, su prosa y su poesía me lo cantan todo, porque Gerardo Diego supo engarzar las palabras en libre melodía de armonías. Esos dos volúmenes de Prosa musical editados por Ramón Sánchez Ochoa en Pre-Textos son un verdadero tesoro musical y literario.

La vida es un corazón, decía mi sobrino. Ya le preguntaré yo qué es la música para que me regale otra «niñería». Quizás entonces le hable de Gerardo Diego o de Joaquín Turina…

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“Rachmaninoff”, una joya de la pianista Anna Fedorova

Anna Fedorova RachmaninoffRACHMANINOFF
Concierto n. 1 en fa# menor para piano, op. 1, Preludios de las opus 23 y 32, Rapsodia sobre un tema de Paganini. Intérpretes: Anna Fedorova (piano), Orquesta Sinfónica de San Galo, Modestas Pitrenas (director). CHANNEL CLASSICS SKU: 42620 (1 CD)

Este es uno de esos álbumes que se reseñan con muchísimo gusto. Es, sencillamente, una verdadera joya musical, y las buenas joyas, ya se sabe, hay que atesorarlas: no abundan, son un bien muy preciado. Bastaría con decir «¡pies para qué os quiero!» y salir pitando a comprar este CD, pero más de una persona pensaría: «Sí, porque tú lo digas…». La primera razón para hacerlo es la maravillosa música del compositor Sergéi Rajmáninov; la segunda, el programa elegido para este álbum (el Concierto n.º 1 en fa# menor para piano op. 1, los Preludios núms. 1 y 2 op. 23, los Preludios núms. 5 y 12 op. 32 y la Rapsodia sobre un tema de Paganini); la tercera y más importante, la pianista ucraniana Anna Fedorova. Quienes aún no la conozcan, cuando escuchen esta grabación, se encandilarán de su manera de interpretar. En Anna Fedorova confluyen lo mejor de la escuela rusa y de la escuela europea. Virtuosa, musical, inteligente, delicada, fuerte, sensible, briosa, etérea, impecable, sencilla y, sobre todo, auténtica, Anna Fedorova deja un toque personal en todo lo que interpreta. No es virtuosismo abrumador, sino virtuosa musicalidad. Toda su arte pianística está excelentemente acompañada por la Orquesta Sinfónica de San Galo que, bajo la dirección del lituano Modestas Pitrenas, se funde con el piano engarzando dos obras de preciosa factura. Rajmáninov compuso el Concierto n. 1 a los 18 años y la Rapsodia a los 62, así que este álbum es un viaje a través de la vida del compositor: una obra de juventud (si bien revisada 27 años más tarde antes de abandonar Rusia definitivamente) unida por el interludio que conforman los preludios de evocaciones rusas a una obra de plena madurez, la última gran obra escrita para piano por Rajmáninov. A la magnífica interpretación se añade una cuidada producción sonora de Jared Sacks.

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Julián Marías: sobre cómo pudo ocurrir la guerra civil

Julián Marías - La guerra civilA Julián Marías ya lo he mencionado varias veces anteriormente en A propósito de… “El Recomienzo”, Invitación a filosofar con Juan David García Bacca,  Grandes libros y escritores que recomiendo (I), Los barcos flotan, los aviones vuelan y los libros se olvidan, Una carta ficticia de amor verdadero y Verdades que vuelven. Toda mención es poca, porque es un filósofo y escritor que merece ser recordado por su clarividencia y porque de él emana “ese halo de autenticidad que en vano los falsos escritores pretenden poseer”. Lamentablemente, lo descubrí relativamente tarde en mi vida. Ya me hubiera gustado a mí haberlo conocido en persona antes de que falleciera en 2005. ¡Oportunidades no me hubieran faltado! Tuvo una vida larga y prolífera y escucharlo en los vídeos que de él pululan por Internet es una maravilla. Los discursos escritos, guionizados, no iban con él. Hablaba de memoria, una memoria prodigiosa que ya la quisiera yo para mí. Cuando le entregaron el premio Príncipe de Asturias en “Comunicación y Humanidades” de 1996, ya octogenario, dio su discurso de aceptación sin papeles, como corresponde a un buen orador.

Hace unas semanas, publicaba Jon Juaristi el artículo Reformistas en el diario ABC. Juaristi decía que “si tuviera que elegir los dos textos breves más rotundamente claros, veraces y conciliadores sobre la guerra civil de 1936 a 1939 y la transición desde el franquismo a la democracia, esos serían, respectivamente, La guerra civil, ¿cómo pudo ocurrir, de Julián Marías, y Claves de la Transición. El cambio de la sociedad, la reforma en la política y la reconciliación entre los españoles“, de Rodolfo Martín Villa. Me faltó tiempo para ponerme a buscar el texto de Julián Marías. Y lo encontré en una edición de la editorial Fórcola que recomiendo. Es un texto claro y breve que se lee con facilidad. Julián Marías tenía 22 años cuando comenzó la guerra civil. Yo recomendaría la lectura de este librito en todos los colegios e institutos, tanto en las clases de Literatura como en las de Historia. Ojalá que los jóvenes actuales no tengan que esperar a cumplir o pasar de los cuarentena años, como me ha ocurrido a mí, para conocer este magnífico texto.

Julián Marías descubrió desde muy de joven que su verdadera e irrenunciable vocación eran las Humanidades, concretamente en su forma filosófica, aunque inseparable de la Historia y de la Literatura. A ellas dedicó su vida entera y, como él mismo dijo en su discurso al recibir el Premio Príncipe de Asturias, “con resultados muy modestos, pero con una dedicación total, ya muy larga, en circunstancias casi siempre difíciles, pero que no justifican el desaliento”.

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Verdades que vuelven

Tendría yo 17 o 18 años cuando expresé una de las verdades que me han perseguido en la vida. Se la dije totalmente convencido a una amiga de esas a las que, más tarde, el paso de los años reubica como mera compañera de camino durante los años escolares. «Todo está escrito», le dije. Ya no había necesidad de escribir nada, porque con tal cantidad de personas que escribían y habían escrito en el mundo, nada nuevo de interés cabía escribirse. Ella me rebatió que estaba equivocado, que sí que había muchas cosas nuevas sobre las que escribir. Yo repuse que, muy probablemente, cualquier cosa que uno pudiera escribir tendría poco de original y que sería algo que alguien —en un mundo con tantísimos millones de personas vivas sin contar los antepasados muertos— en algún otro lugar ya había escrito. Así que seguí, sin saberlo, los pasos de Juan Martín Díez y me «empeciné» en la verdad de mi aseveración. Eso hizo que no volviera a escribir durante algún tiempo, quizás años.

De aquello han pasado 30 años. Cerca ya del medio siglo de existencia, cuando miro atrás, veo que aquella verdad no me impidió volver a escribir. ¿Es que no respiramos los seres humanos? Nada original hay en el acto de respirar, lo hacemos millones de personas todos los días, a todas horas. Sin embargo, en ello nos va la vida. Supongo que para mí escribir tiene algo de vital y por eso seguí escribiendo: porque, aunque poco o nada original, es mi «respiración».

En 2020 vivimos momentos de incertidumbre, menos inciertos, eso sí, que los que, por poner un ejemplo, se pudieron vivir en España entre 1931 y 1939, en Europa entre 1914 y 1918 o entre 1939 y 1945. La degradación de los programas televisivos y de la política tampoco es nada nuevo, aunque quizás sí la intensidad con que se degradan. En un programa de televisión argentino del año 1995, Julián Marías ya hablaba de ello. ¿Hay progreso? Sí, pero ya no es algo seguro. Hay progreso y hay regreso. Hay recaídas, lo cual nos obliga a vivir alerta. Hay crisis de representación política. Las instituciones, nacionales e internacionales, están mediatizadas. En la Europa del siglo XX se perdió la libertad en varias ocasiones; tuvimos a Lenin, Stalin o Hitler entre otros muchos. Eso es lo que suele ocurrir cuando se da por sentado que la libertad es un derecho  fundamental e inalienable. En la España del siglo XXI, actualmente, tenemos el gobierno socialcomunista de Sánchez e Iglesias que ya veremos en qué desemboca. El comunismo desprecia el individualismo y tiende hacia la homogeneidad.

Sí, la democracia es el único régimen legítimo adecuado a nuestros tiempos —hace muchos años escribí sobre un régimen que pudiera mejorarlo: la humanocracia— siempre que esté inspirada por el liberalismo; si no, se convierte en un sistema de opresión. Me refiero al liberalismo que cree en la libertad humana, no solo en la libertad política; me refiero al liberalismo que limita el poder a sí mismo y que actúa en los asuntos rigurosamente políticos, que respeta a las minorías (que pueden aspirar a convertirse en mayorías), que no interviene en la vida privada de las personas diciéndoles lo que tienen que pensar, creer o hacer.

Parece que la tendencia actual es hacia la homogeneidad, no hacia el individualismo. Igualmente percibo cierta tendencia a la impunidad. Se protege más al delincuente que al que no lo es. No es que el delincuente entre por una puerta y salga por otra, no: sale y entra por la misma. Vivimos rodeados de la trampa de la estadística: de lo que es frecuente se infiere que es normal, y de lo que es normal se infiere que es lícito, que es bueno. Sin embargo, eso que es frecuente puede ser una completa inmoralidad. Idolatramos a falsos ídolos. En los canales de televisión hay caras que aparecen con enorme frecuencia, a pesar de que muchas de ellas saben más bien poco de lo que hablan; y otras caras jamás aparecerán por mucho que su presencia esté más motivada.

Matilde Ras - Diario

Ya lo decía Matilde Ras  el 11 de octubre de 1941 en su Diario escrito en Portugal:

«Fray Luis de León fue acusado en su proceso de tener por apócrifas las llagas de san Francisco. Cervantes, en el Quijote, expresa claramente un criterio independiente y escéptico en diversos pasajes, como en aquella discusión en que el sensato Canónigo dice al Ingenioso Hidalgo: ‘En lo de que hubo Cid no hay duda, ni menos Bernardo del Carpio; pero de que hicieron las hazañas que dicen, creo que la hay muy grande’. Y el mismo don Quijote, platicando con Sansón Carrasco, asegura: ‘A fe que no fue tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta, ni tan prudente Ulises como le describe Homero’. Y ya antes le había dicho a Sancho que los historiadores pintan a sus héroes ‘no como ellos fueron, sino como habían de ser, para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes’.
La grafología, en este punto, que es, si atendemos a la opinión vulgar, donde más parece que yerra, porque rectifica la silueta admitida, es, precisamente uno de los casos donde mejor puede demostrar su utilidad en servicio de la verdad. Porque no somos las criaturas humanas hechas de una pieza, ni frías estatuas, sino que estamos sujetos a las mil variaciones, temperaturas, cambios y altibajos de la vida. Y no es hurtar a nuestro amor y nuestra admiración la figura de un gran hombre, pesquisar y mostrar en él lo que tiene de humano, de viviente y de verdadero.
Allí donde quede un documento manuscrito de un gran hombre, quedará un dato inequívoco adonde se pueda asir el afán de la verdad, y por eso casi todos los buenos biógrafos conocen la grafología (Stefan Zweig, Ludwig) como un auxiliar más a sus investigaciones.
Porque hemos llegado ya a una excesiva saña en esto de patear laureles, como a la inversa, en el intento de realzar figuras execradas, y que, por lo visto, no eran tan execrables.»

Ciertamente, las verdades vuelven: todo está escrito. Pero yo sigo respirando…

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