No siempre puede uno expresar lo que siente. Ni hablar ni escribir son tareas fáciles cuando hay que afinar los sentimientos contra el diapasón del dolor. Así se encontraba ella ahora, sabiendo lo que sentía y sin saber qué decir ni qué escribir. Sentada en una silla, miraba la pantalla del móvil perdida en la memoria, buscando palabras almacenadas durante tantos años de lecturas y rodeada de letras. Se resistía a tener que resumir la vida entera de a quien tanto había querido con esas cuatro frías palabras tan impersonales: «Ha muerto mi tía». ¿Qué escribir en un mensaje de texto que abarcara todos los recuerdos compartidos y ese inesperado dolor que ahora pujaba desde la entraña? Había leído muchísimos libros y en casi todos ellos siempre había encontrado palabras dignas de recordar en una cita, pero no eran suyas y tampoco ahora afloraban en su consciencia, tan perdida como la mirada de sus ojos en la pantalla del móvil después de haber recibido la noticia. El parpadeo del cursor en la ventana del WhatsApp reclamaba apremiante su atención. Finalmente, escribió lo que se resistía a escribir y pulsó «enviar». Al otro lado de la línea alguien recibió el mensaje y, al poco, aparecieron en el móvil de Christina cinco palabras de respuesta que lo decían todo y nada: «Te acompaño en el sentimiento».
Los libros le habían abierto muchas puertas en la vida. A ella, que tanta energía y entusiasmo les había dedicado, le costaba ahora, a sus 31 años, encontrar una puerta por la que se colara el consuelo de no poder siquiera despedirse de su tía. Era abril de 2020, un mes en el que los abrazos estaban prohibidos para muchas personas y dar un último adiós a un ser querido era cuestión de distancia. Nadie lo hubiera pensado tan solo dos meses antes. ¿Qué puerta se le abriría ahora? No tenía ganas de leer, aunque sabía que en ello le iba la vida. Miró a una de las estanterías y buscó entre los libros alguno que le aliviara el peso del confinamiento en los tiempos del coronavirus. Quería que apareciese el libro que necesitaba. De repente, mientras sus ojos recorrían la estantería, sin levantarse de la silla e ignorando por qué suerte de asociación mental, recordó los octosílabos que su padre les recitaba durante horas a ella y a su hermano cuando eran pequeños. Eso la hizo sonreír. Pensar en su padre y en su madre, quienes engendraron en ella el amor por los libros, la reconfortaba. Entonces, un recuerdo emotivo y triste a la vez le trajo la imagen de su querida tía leyéndole las travesuras de Matonkikí antes de dormir… Los ojos le brillaron y la emoción abrió la espita del desconsuelo. Un sollozo y un suspiro ocuparon el silencio del despacho que antes solo habían roto los avisos de mensajes de Whatsapp.
Fue en ese momento, cuando de entre todos aquellos ejemplares que colmaban la librería surgió, como años atrás, Bomarzo, el libro que deliberadamente había dejado inconcluso antes de mudarse a Italia. Eso la transportó al día de su vigésimo segundo cumpleaños que pasó en el Sacro Bosque de Bomarzo palpando las rocas con las que tanto había soñado. Alcanzó con la mano el lomo del libro y, abriéndolo, comenzó a hojearlo. La idea del juego se le cruzó por la cabeza y jugó a ese juego —al que tantos hemos jugado alguna vez— de cerrar el libro y los ojos para abrirlo a ciegas por cualquier página señalando con el dedo una palabra, una frase, un algo, en busca de respuestas. Cuando volvió a abrir los ojos, vio que el índice se había posado en la siguiente frase: «Emperador Lucifer, señor de los espíritus rebeldes, te ruego que me seas favorable, mientras convoco a tu ministro, el gran Lucífago Rofocale. ¡Oh, Astaroth, gran conde, séme favorable también, y haz que el gran Lucífago se manifieste con traza humana y me conceda, por el convenio que he sellado con él, lo que deseo!» Sobresaltada, cerró el libro que hizo ese ruido característico de los libros que tienen más de 600 páginas… Justo en ese instante, sonó el aviso de un correo entrante en el móvil. Regresó a la realidad de su despacho. Miró el buzón y abrió el correo. No conocía el remitente. Quizás uno más de esos tantos extraños que le escribían por dedicarse a la edición de libros. Al leer el mensaje, su corazón le dio un vuelco:
Querida Christina:
No nos conocemos y, probablemente, jamás terminemos de hacerlo. Acabo de leer una entrevista que te hacen en un periódico y me llamó la atención que uno de tus libros preferidos fuese Bomarzo. Cuando lo escribí, muchos siglos después de que me envenenaran, no creí, por absurdo, que una mujer de 31 años durante el primer cuarto del siglo XXI reconociera que Bomarzo le había cambiado la vida. Que palpases las rocas que con tanto amor y orgullo mandé tallar, me congratula. Bien sabes que mi vida fue como la de muchos hombres de mi época. Hoy tengo un mensaje para ti que no te sorprenderá: los monstruos mueren también, y estos tiempos de incertidumbre darán paso a otros de Renacimiento. Entiendo tu dolor, pero has de saber que desaparecerá y que la apaciguadora luz iluminará tus días, por muchos años, con todos esos libros que publiques y que prenderán la llama de la esperanza en quienes los lean.
Que estas palabras que escribo
porten abrazo y abrigo.
A veces la ficción supera a la realidad. Christina y los libros…
Siempre que lo mira, el mar, le vienen a la memoria recuerdos de juventud, de cuando era niña. Aunque nació lejos de él, el Mediterráneo ha sido testigo de sus pasos en la tierra y de sus esperanzas en el cielo. Ahora, una vez más, como tantas otras después de tantísimos años, camina sola por la playa entre recuerdos, murmullos de olas y olor marino. Le gusta sentir esa sensación del pie desnudo que se hunde en la arena mojada dejando huellas efímeras que desaparecerán quién sabe si con la siguiente ola o cuando la marea ascienda para calmar la sed de la arena ardiente e insaciable. Huellas de paso, como las vidas de tantas personas en este mundo. A veces se detiene para sentir el agua que le moja las pantorrillas y borda un festoncillo de salitre en el dobladillo remangado del pantalón. Cuando la brisa sopla por sorpresa para volar sombreros, Pilar pone una mano en la copa de la pamela para que no eche a volar del nido de su cabeza. Así, mirando al sur en el horizonte del mar, con la mano posada en la cabeza, su figura parece una de las de un Sorolla moderno que resucitara para pintar todos esos matices de luz que no esquivan el ojo de un artista…
Pilar se cansa mucho al andar. Tiene un corazón tan grande como débil, que ya no bombea con el brío de su juventud, pero que se ofrece con toda generosidad a los demás. No en vano ha pasado buena parte de su vida auxiliando a los niños de las pateras en una casa de acogida y, más tarde, cuidando a los viejitos de un geriátrico. Ahora la vieja es ella, aunque su espíritu joven bebe la vida con toda la gana de quien quiere apurar hasta el último sorbo de la existencia. Desde que se jubiló dedica tiempo a la lectura de libros y a su nieta. Ahora, frente a esas aguas glaucas que refrescan sus pies, anhela tener cuantos más sorbos de vida posibles para disfrutar de la pequeña. Su vida no ha sido fácil… ¿Me habré equivocado al casarme con mi marido? Pilar tiene tres hijas y muchas amigas. Es una mujer alegre. Cuando desciende al infierno de la convivencia en casa, se cuida de transitarlo con sigilo parar emerger radiante a la luz de sus hijas y de su nieta. Si no se hubiera casado, ellas tampoco existirían. Así que se contenta con su desgracia de esposa sigilosa para obtener la gracia de la felicidad como madre bondadosa y abuela jovial.
Los ojos de Pilar se pierden en el horizonte mientras la brisa juega a arrebatarle la pamela sin éxito. Ignora por cuánto tiempo más su corazón seguirá latiendo. Sabe que el final está más cerca, pero también que apurará cada gota de dicha que le traiga la vida. ¿Cómo hubiera sido mi vida si…? No. Eso ya no importa. La brisa cesa y una calma vespertina abriga la arena y el mar. Pilar respira hondo una vez más la fragancia marina de ese Mediterráneo que siempre la acompaña. Sonríe. Sabe que al volver besará a su nieta y que cada uno de los besos, aunque su nieta ahora lo ignore, será como el último beso que le dé algún día antes de que la debilidad de su corazón venza a la grandeza de su espíritu. Por eso mira ahora tanto al horizonte, al sur, para que dentro de algunos años, cuando una mujer a la que hoy besa y abraza como a una niña se pare frente al mar y esculque el horizonte en busca de respuestas, encuentre el consuelo de quien tantas veces caminó por la playa hundiendo los pies desnudos en la arena. Sí, ella, aunque ya no esté, le traerá esperanzas del cielo con fragancias de agua marina. Pilar y el sur…
Hacía solo un minuto que removía con la cucharilla el poco chocolate que le quedaba en la taza. Aún estaba caliente. Ese sabor le traía recuerdos de la infancia. Ahora, sola en la cocina, su mirada se perdía en recuerdos de cacao. Su mano movía mecánicamente, con la parsimonia de la abstracción, la cucharilla que chocaba levemente en el cuenco de la taza produciendo un tintineo que le resultaba agradable. Su marido se encontraba en otra parte de la casa, en silencio, sentado frente al televisor, mirándolo y perdiéndose en quién sabe qué pensamientos. Su hija dormía acurrucada en el sofá con la cabeza apoyada en el regazo del padre. Evocar la imagen de su hija le enternecía los músculos que sujetan la boca y aparecía inevitablemente una sonrisa en su rostro. Recordó otros tiempos felices, los tres juntos…
Un repente de escalofrío la trajo de nuevo a la realidad del silencio de la cocina adornado con el tintineo de la cucharilla que, ahora sí, manejaba plenamente consciente. Miró el chocolate. Olió su aroma acercando la nariz al labio de la taza por última vez con los ojos cerrados. Sorbió el aromático líquido tibio que quedaba. Corrió la silla. Se puso de pie y, dando unos pasos decididos, dejó la taza en la pila haciendo un ruido que rompió definitivamente el silencio en ese cuarto de fogones, lavadora, nevera y alimentos. Caminó por el pasillo decidida a hablar con su marido. Se detuvo en el umbral de la puerta del salón. Estaban durmiendo. No entró. Se dirigió al balcón que había estado limpiando y organizando durante el día. Era Domingo de Resurrección en Madrid. Llevaba confinada en casa casi un mes. No solamente ella. Todos los madrileños, todos los españoles y muchas otras personas de otros países del mundo. El virus no había hecho mella en su familia, pero otra dolencia invisible aún peor le venía royendo el espíritu desde hacía unos cuantos años ya. El virus te mata, el dolor te paraliza. Y ella estaba paralizada en un letargo aparentemente inofensivo, cómodo. Salió al balcón. Las luces iluminaban la calle, y ese inusual y extraño silencio de una ciudad en la que habitualmente no cesa el rumor del tráfico nocturno la invitó a asomarse por el balcón. Inclinándose hacia adelante, apoyó los brazos en la baranda. No había nadie por las calles. Miró a los edificios del otro lado del parque y vio las luces encendidas de esas viviendas donde habitaban gentes que, como ella, navegaban por la vida en busca de buen puerto. ¿Cuántas historias vitales, incontables e inenarrables, estarían sucediendo en ese preciso instante dentro de todos aquellos hogares? Miró al cielo. Estaba estrellado. Justo en ese momento sintió que los ojos se le inundaban de un brillo que tornó en dos gotas surcando las mejillas con sendas lágrimas. No era tristeza. No era amargura. Era dolor y era alegría. Era abatimiento y era consuelo. Pasó el dorso de una mano por las mejillas mientras sorbía la emoción de sus fosas nasales con dos cortos sollozos. Volvió a mirar al cielo. El recuerdo de su padre volvía a hacerse presente como tantas otras veces a lo largo de los últimos años desde que falleció. A él la unía un vínculo especial. Pudo acompañarlo en su muerte, porque regresó a tiempo del extranjero. Tantos países, tantos lugares, tanto viaje para regresar al regazo paternal por una última vez… ¿Por qué me está pasando esto a mí? Miraba al cielo en busca de alguna respuesta. Quería recuperar la dicha, la alegría, agarrar el timón de rueda y correr a la banda para abrir rumbo a nuevos horizontes. Sus ojos volvieron a mirar en la noche al cielo. Un susurro se escapó de sus labios como una pompa de jabón que explota diciendo: ¡Papá! Justo entonces un lucero cruzó el cielo en dirección al balcón y, abriendo los ojos con asombro, ella descifró uno de los misterios del Universo. Comprendió que el mundo, inexplicablemente, se había detenido aquellos días exclusivamente para ella, para que pudiera abrigar la nave de su vida y volver a levar anclas con nuevo brío. Una sensación extraña de agradecimiento recorrió todo su cuerpo. Recordó entonces un verso del poeta Miguel d’Ors que le había dicho al teléfono un amigo unos días atrás a propósito de la perseverancia y la permanencia: “Se fue, pero qué forma de quedarse”. Despidió al cielo con una sonrisa y regresó adentro. Ya lo había decidido. Resurrecta, ese fue el propósito de María.
Soy de una de las últimas generaciones que tuvieron el latín como asignatura obligatoria en el bachillerato. De eso hace ya muchos años. Así que entiendo que habrá muchas personas jóvenes del primer cuarto del siglo XXI a quienes eso de rosa, rosae, rosam les suene más a chino que a latín. Siempre he considerado que el conocimiento consciente de las lenguas, como poco el de la lengua materna, es imprescindible para el desarrollo del potencial humano. Dime de dónde vienes y te diré quién eres. Los españoles o quienes hablamos español como lengua materna, nos guste o no, venimos del latín. Y aunque es verdad que una lengua es dinámica y está en constante evolución, influida por otros muchos idiomas, eso no es obstáculo para esmerarse en cuidarla cuando hablamos y escribimos. Parece que eso de expresarse con decoro dejó de ser costumbre hace muchos años. No hay más que darse una vuelta por las cadenas televisivas, medios de comunicación y redes sociales para comprobarlo. No obstante, no desisto en mi empeño de aprender algo nuevo cada día para pulir y dar lustre a la lengua de la madre que me parió y del padre que me engendró, lo cual no excluye mi esfuerzo por hacer lo mismo con las otras lenguas que aprendí de mayor.
Sin embargo, no era del latín de lo que quería hablar, sino de la expresión ‘de rositas’ que utilizamos para designar a alguien que hace algo sin esfuerzo, que se va sin rendir cuentas o sin el castigo que merece. ¿Quién no ha utilizado alguna vez la expresión ‘irse de rositas’? Cualquiera, con un poco de interés, puede seguir su rastro fácilmente, pues ya estaba documentada en el siglo XVIII en el Diccionario de Autoridades. Ahora bien, una de las características de las palabras y expresiones es que modifican su significado, bien por el uso o bien porque alguien las utiliza con una nueva connotación que cuaja en el resto de hablantes. Así que, atendiendo al gran poder creativo de la lengua, intentaré ver si cuaja mi humilde aportación con la siguiente parábola.
En los tiempos de Roma, el emperador Petrus Sanctius, apodado “Caesar Resurgentis” por su hábil destreza para resurgir y alcanzar el poder del Senatus después de que su propia Legione lo depusiera, intentó llevar a cabo un cambio de régimen político en el Imperio. No contaba con muchos apoyos dentro del Senatus. No obstante, se alió con un grupúsculo de senadores encabezados por Paulus Ecclesia, miembro de los plebeyos nobles que más tarde se convertiría en excelso patricio. A cambio de su apoyo, Paulus Ecclesia exigió que se incluyera a su mujer, Irenne Montibus, dentro de la Curia Hostilia como representante de las Feminotauras. La pugna por el poder entre Sanctius, Ecclesia y Montibus derivó en unas rencillas que quisieron dirimir convocando a los ciudadanos del Imperio en una asamblea multitudinaria en Roma. Los médicos helenos enviaron unos emisarios desaconsejando la concentración de la ciudadanía romana y del Imperio, pues habían advertido ya los primeros casos de peste en algunos lugares. Sanctius y su curia hicieron caso omiso de los avisos de los galenos griegos. La asamblea se convocó y festejó con grandes fastos. Petrus Sanctius, por un lado, arengaba a sus fieles seguidores erigiéndose como ínclito y absoluto promotor de la multitudinaria asamblea; por otro lado, Paulus Ecclesia junto con su esposa Irenne Montibus arengaban a sus huestes proclamándose como los verdaderos y únicos artífices de la congregación de toda esa cáfila venida de remotos lugares del Imperio. Al día siguiente de la multitudinaria asamblea, la peste se declaró en Roma diezmando la población en pocas semanas. Los muertos se acumulaban por las calles y templos romanos. Las evidentes desavenencias entre Sanctius, Ecclesia y Montibus no impidieron que siguieran en el poder durante unos cuantos meses más. La falta de unión del resto de los senadores hizo que tuvieran que ser los propios ciudadanos de Roma quienes se rebelaran para forzar el derrocamiento de Sanctius, Ecclesia, Montibus y su curia. Al abandonar Roma, Sanctius tomó unas rosas del jardín imperial en su puño —su fragancia era lo único que no olía a peste— y huyó a no se sabe dónde. Fue entonces cuando, al parecer, un bardo extranjero dijo: ¡Míralo, se va de rositas dejando la muerte y el desorden en el Imperio! Fue el comienzo de la decadencia de Roma. Paulus Ecclesia e Irenne Montibus huyeron al sur. Vivieron plácidamente en un domus de Sikelía hasta el fin de sus días mientras la peste cerraba el círculo de la existencia para cientos de miles de civis romani.
El misterio es que, muchos siglos después, cerca de Bomarzo, en la región italiana del Lacio, se encontró una roca tallada con un símbolo extraño que algunos expertos atribuyen a un escultor del Renacimiento que pudo haber leído el relato original, hoy desaparecido, del bardo que pronunció la famosa frase por primera vez.
¿Qué tienen en común una “hamburguesa”, Bach y las Pasiones? En abril de 2017 escribí un artículo que titulé Las pasiones de Brockes. Ahora, tres años más tarde, en 2020, decidí ponerle voz e imagen a aquello que entonces escribí y que, quizás, pasara inadvertido para muchas personas. Aquí os dejo este vídeo que espero sirva a los más curiosos para que encuentren alguna respuesta a esa pregunta…
Hace algunos años decidí crear una serie que titulé “El autor en su voz”. La idea era grabar de viva voz la lectura de los textos que, con tal propósito, había escrito. El tiempo fue transcurriendo y los textos fueron acumulándose con mayor o menor acierto. Ahora los recojo aquí (al menos los escritos y grabados hasta el 1 de abril de 2020) para las pocas personas a quienes pueda interesarles aquello que escribí. Probablemente, sobre todo por lo que respecta a mi voz, habría textos que hoy seguro leería con distinta entonación, pero así fue como los sentí cuando los grabé y así se quedarán, porque en su día me parecieron auténticos. Mis aciertos y mis errores son míos y de nadie más. Si en algo te toqué y te sirvió, bienvenido sea, al igual que el olvido para quienes mis textos y mi voz pasen inadvertidos. No escribo para entretener, sino para ejercitar el pensamiento crítico y espolear la mente y el espíritu de quienes me lean. Aquí están, ordenados del más antiguo al más moderno:
Indecente. Esa fue la palabra que no dijo, aunque sí se sirvió de su definición, «no ser decente», para endilgarle a su adversario político un tanto que, a la postre, no le dio el rédito electoral que esperaba, porque perdió las elecciones y, meses más tarde, tuvo que dimitir del cargo de secretario general de su partido. Pero aquella noche de finales de 2015, en un debate televisado para todo un país, el joven y limpio aspirante a presidente de gobierno le metió con calzador el zapato de la honradez a quien tenía sentado al otro lado de la mesa: «Si usted sigue siendo Presidente del Gobierno el coste para nuestra democracia y para la institución que usted quiere representar es enorme, porque el Presidente del Gobierno tiene que ser una persona decente y usted no lo es». Recuerdo que cuando, desde mi casa, le oí decir aquello, pensé que el zapatero que había ornado esa frase para contentar al electorado afín, había firmado la muerte política de quien la espetó. Eso es lo que ocurre cuando se hace política a golpe de inmediatez de redes sociales. Un pensamiento se me cruzó por la cabeza: esta es su muerte política —ignoraba, claro está, la poderosa fe en la resurrección—. El adversario, mayor y más experimentado que el aspirante, aunque mantuvo el temple, le respondió con unas palabras premonitorias: «He sido un político honrado, como mínimo tan honrado como usted. No olvide lo que le voy a decir ahora, Sr. Candidato. Usted es joven. Usted va a perder estas elecciones. Y por esto que ha dicho no va a ganar usted estas elecciones. De eso se puede recuperar uno, de una pérdida electoral. De lo que no se puede recuperar uno es de la afirmación ruin, mezquina y miserable que ha hecho usted hoy aquí. De eso no se va a recuperar usted nunca».
El asunto es que, en un alarde de resistencia —amén de carambolas vitales y políticas—, en menos de cinco años, el aspirante resucitó, regresó a la política e incluso llegó a ser Presidente de la nación. Ya tenía lo que quería: el poder. La ocasión la pintaban calva. Sin embargo, el azar y la Naturaleza, que piensa mucho más rápidamente que el ser humano, lo puso en 2020 ante el espejo de la decencia recetándole la medicina que cinco años antes había prescrito a su adversario. La liza política estaba en saber quién era más feminista, más progresista, más plurinacionalista, más populista… Sin embargo, como por ensalmo, apareció un virus con corona que reinó sobre muchas democracias del mundo y se cebó con la del Resistente Resucitado. Mientras el virus iba proclamando su absolutismo sentenciando a muerte indiscriminadamente a sus súbditos, el Gabinete del Gobierno —especialmente el Presidente, un Vicepresidente y una de las ministras— alentaba contumazmente, por razones meramente políticas, a que, un domingo de marzo de 2020, millones de mujeres se concentraran para manifestar su libertad y feminismo. No pasaba nada. El virus no era tan malo. A los pocos días de esa manifestación, el Presidente Resistente Resucitado, proclama un toque de queda que confina a millones de personas en sus casas: el virus es muy malo, tiene corona. Luego, el virus se extendió y mató a más de 5.000 personas en menos de lo que canta un gallo… y siguió sentenciando a muerte a quien le dio la real gana.
El Presidente Resistente Resucitado tenía el poder y había tenido los datos, las estadísticas y los avisos de las Instituciones Internacionales de Salud que, claramente, decían que había que evitar las aglomeraciones de personas y promover el aislamiento social… La Naturaleza pertinaz puso al Presidente —junto a alguno de sus secuaces de Gabinete— frente al espejo de la decencia. Muchas personas tuvieron que acudir al diccionario para refrescar el significado de la decencia. Fue entonces cuando un pensamiento cobró para mí todo el sentido del Universo: «Sr. Presidente, no olvide lo que le voy a decir ahora. Ignoro si esta afirmación es ruin, mezquina y miserable, pero si usted sigue siendo Presidente del Gobierno el coste para nuestra democracia y para la institución que usted representa será enorme, porque el Presidente del Gobierno tiene que ser una persona decente y usted, a la vista de lo ocurrido, no lo es. Eso tiene un nombre: indecente».
P.S.: El gran misterio fue que la imagen del Indecente nunca se reflejó ante el espejo de la decencia. Resistió, resucitó y regresó. Jamás se supo si se cumplieron las palabras de quien fuera su adversario político: «De esto no se va a recuperar usted nunca».
No, la lectura no te hace mejor persona. Mi vida ha estado llena de viajes y libros, pero eso no me ha hecho mejor persona. También ha estado repleta —aunque no completa— de música. Llevo muchos años ya fomentando la lectura, divulgando la música y compartiendo el mucho o poco —seguramente ínfimo— conocimiento que tengo. He vivido y me ha tocado gestionar situaciones de emergencia en mis años de barcos de crucero o expediciones. Una de mis frases era: «Un barco es un reflejo de lo que ocurre en el mundo, un mundo en pequeño; la diferencia está en que, en un barco, todo el mundo cobra su sueldo a fin de mes». Sí, los barcos se hunden, pero es muy difícil que eso ocurra…
Otra de las frases que me han acompañado buena parte de mi vida es: ¿Por qué la gente no leerá más? Hubo un tiempo en que mi respuesta fue: «Es normal que la gente no lea; la vida que lleva, la falta de tiempo, los quehaceres familiares, las ocupaciones de todo tipo, no se lo permiten». Pues bien, resulta que ahora en marzo de 2020 ocurre una situación en el mundo que puede dar respuesta a esa pregunta. Una partícula microscópica —una toxina, un veneno invisible— ha hecho que millones de personas nos quedemos confinadas en casa, que nos quedemos sin trabajo remunerado y que, quizás, así tengamos más tiempo para leer. ¿Leerá la gente más libros? Mi opinión es que no. La lectura, amén de tiempo, requiere un esfuerzo intelectual considerable y, en los últimos años, he llegado a pensar que más que un hábito es una actitud y quién sabe si también una aptitud. Total: leer tampoco nos va a hacer mejores personas. Entonces, ¿para qué fomentar la lectura? Para discernir. El discernimiento lleva al pensamiento crítico —que no criticón ni querulante— y ese es el que en las situaciones de emergencia que viví en barcos me salvó la vida. Así pues, leed para salvar la vida, aunque eso os lleve muchos años de esfuerzo.
P. S.: Cámbiese la palabra ‘lectura’ por ‘música’ y el resultado viene a ser el mismo (pero eso es ya otra historia).
No nos conocemos en persona y yo solo a ti por algunos de tus poemas que estos días leo. Discúlpame por el tuteo que me tomo la libertad de emplear al escribirte: quizás porque naciste el mismo año que mi padre, me tomo esa licencia. Supe de ti al leer en algún muro de Facebook que se había publicado un libro con todas tus poesías en la editorial Renacimiento. Hasta entonces, es decir, hasta hace un mes, discúlpame —ahora por segunda vez; uno es pertinaz en el yerro— jamás había oído hablar de ti, y si alguna vez antes oí tu nombre, ni me acuerdo. Sin embargo, en cuanto leí los primeros poemas del libro de marras, descubrí a un gran escritor, que resulta ser grandísimo poeta. Tanto es así que al empezar la lectura de tus Poesías completas 2019, dejé de leer otras de otro libro de poesías completas de otro poeta, Manuel Machado, también publicado en Renacimiento. No habitúo a leer poesía, aunque sí que he leído la poesía completa de Gerardo Diego, algunos poemas de Leopoldo Panero, Agustín de Foxá, César Vallejo, Borges y alguno que otro suelto de otros poetas. No soy lector habitual de poesía. Hecha esta aclaración de mi ignorancia poética, al leerte, no he podido dejar de pensar que eres el mejor poeta en español que conozco —no en persona, obvio es—. Soy consciente de que eso de «mejor» no incumbe a la poesía y que, quizás, me esté dejando llevar por el deslumbramiento con que leo hoy tus poemas, pero es este el pensamiento sincero que con igual sinceridad ahora expreso. Imagino que son muchas las personas que ya te lo habrán dicho y, seguramente, con muchos más y bien razonados argumentos. En cualquier caso, lo importante para mí es que leyendo tus versos me conmuevo y disfruto. Ha sido pura casualidad que empezara a leer tus poemas en los tiempos de este virus con corona que azota a tantos países ya. Tus palabras, esa poesía tuya, es mi particular medicina en estos tiempos en que la ignorancia es el peor y más pernicioso de los virus. ¿Pero es que hubo alguna época en que no lo fuera?
Hace bastantes años, le escribí una atrevida nota a Francisco Ayala, porque quería conocerlo en persona. Ignoro si la nota le llegó o la leyó. Él murió y yo nunca obtuve respuesta. Esta fue la nota:
Madrid, 15 de julio de 2005
Apreciado Sr. Ayala:
Disculpe mi atrevimiento. Tengo 33 años. Yaser Arafat ha muerto, el Papa ha muerto… Desearía conocerle en persona antes de que aparezca en la prensa la noticia de su fallecimiento. A mi atrevimiento añada la impertinencia con que le expreso ese deseo.
Me sentiría muy honrado de poder conversar con usted y mantener una pequeña entrevista para contarle mi breve historia y, más enriquecedor, escucharle.
Con respeto y admiración,
Michael Thallium
Aprendiz de escritor
Pues bien, aquí te escribo esta nota para ti. El «tuteo» que me he permitido no desmerece el respeto y admiración que tu poesía me inspira:
Móstoles, 12 de marzo de 2020
Apreciado Miguel:
Disculpa mi atrevimiento. Tengo 47 años. George Steiner ha muerto, José Jiménez Lozano ha muerto… Desearía conocerte en persona antes de que aparezca en la prensa o en algún muro de Facebook o en algún twit perdido la noticia de tu fallecimiento. A mi atrevimiento añade la impertinencia con que te expreso este deseo.
Me sentiría muy honrado de poder conversar contigo y mantener una pequeña entrevista para contarnos nuestros breves pasos por la Tierra y, más enriquecedor, escucharte.
Con respeto y admiración,
Michael Thallium
Aprendiz de muchos, maestro de nadie
Me despido de ti con uno de tus versos, por si el destino quiere que jamás nos conozcamos (imagina que lo digo en voz alta cuando algún día lea la noticia de tu deceso):
Treinta años de un artista. Quizás no sean los treinta de un violinista, porque el violín le llegó cuatro años más tarde en la vida, pero sí que son ya treinta años del artista, de un grandísimo artista. Así lo parió en Moscú su madre Elena Pochekina un 9 de marzo de 1990.
Mikhail Pochekin nació en el seno de una familia de músicos. Su padre, Yuri Pochekin, violinista y lutier de reconocido prestigio internacional; su madre, Elena, violinista y pedagoga; su hermano, Ivan Pochekin, tres años mayor que él, violinista y violista. Mikhail, a quien su familia y amigos más cercanos llaman Misha, creció admirando a su hermano Iván y quizás fuera esa la razón que le llevó a aprender a tocar el violín a los cuatro años. Su primera profesora fue su madre, pero pronto empezó el periplo internacional de formación con los más reputados profesores del mundo en escuelas y conservatorios de distintos países. También empezaron los años de intenso estudio y participación en concursos internacionales de violín. El arte de la música corría a raudales por la sangre de Mikhail Pochekin desde muy joven.
En 1998, sus padres se mudaron a España. Así que Mikhail, además de su formación internacional, tiene también un vínculo muy especial con Madrid. Moscú lo vio nacer; Madrid lo adoptó en su seno.
Rusia, Alemania, Austria y España son países testigos de sus pasos musicales por la Tierra. En ellos, soplando brasas y a fuego lento, ha fraguado Mikhail una impresionante carrera como solista y virtuoso del violín. Aunque la admiración que siente por su hermano Iván siempre ha estado presente. Juntos, los dos hermanos han actuado en distintos escenarios de Europa y su arte se plasmó en 2017 cuando grabaron el primer álbum conjuntamente: The Pochekin Brothers – The Unity of Opposites (Los hermanos Pochekin – La unidad de los opuestos). Y es que ambos hermanos, quién lo diría, son muy distintos tanto en lo musical como en lo personal.
Teniendo en cuenta que hoy cumple 30 años, yo aparecí en la vida de Mikhail Pochekin —o él en la mía— más bien tarde; lo conocí cuando aún tenía 27, una fría y nevada mañana de febrero en Madrid. No voy a decir que soy su mejor amigo, porque eso sería faltar a la verdad: la amistad, como el hierro dulce, nace en la fragua, lentamente, con el soplo que aviva las ascuas en el camino año tras año. Me conformo con que algún día Misha encuentre en mí la amistad auténtica y sincera, esa que aviva las brasas cuando la llama se apaga y que enciende la vida.
Mikhail, el artista, el músico, el violinista, no necesita presentación, porque su calibre aquilatado solo pasa inadvertido a quien no sabe o no quiere saber; Misha, la persona, el ser humano, el amigo, es un hombre con defectos en busca del perfeccionamiento continuo, un hombre que piensa, habla y siente, un hombre que verdaderamente escucha. Y a ese hombre, cuando ustedes lo vean, cuando lo escuchen, mírenlo a los ojos, porque seguramente encontrarán a un amigo.
9 de marzo de 2020
Treinta años del artista y veintiséis del violinista.
Y no llega a tres siquiera que solo te conozco
por broma o por Scherzo del destino y de las musas.
Hay una voz dulcísima en tus dedos y una mano
que perfila movimientos de arco limpios
con fértil nitidez de gran artista y violinista.
Más allá del horizonte de las fugas, sonatas
y partitas que de Johann Sebastian Bach grabaste,
Mikhail, sonoros raudales de oro ascienden como
volutas mansas de armonías al pulsar tus dedos
las cuerdas del Pochekin que tu padre te construyó.
Junto al violín bien afinado forjas melodías
con esa paz con que tu arco a veces se desliza
por las tensas cuerdas que en tus manos son elásticas
como gomas vibrantes al rozar con lo divino.
No llega a tres siquiera, como ya he dicho, el número
de años que por Scherzo del destino y de las musas
nos conocemos, aunque ya sean treinta del artista.
Brindo entonces hoy 9 de marzo de 2020
por que compartamos el escenario de la vida
con salud al menos por otros veintiséis años más,
que en las brasas se nos fragüe la amistad de por vida
tú cargando fiel con tu violín y con la música;
y yo con mis palabras y razones siempre a cuestas.
Treinta años del artista y veintiséis del violinista.
9 de marzo de 2020, Misha Pochekin.