El tiempo finito no es sino un mero notario que registra la vida de cada persona sin juzgarla: los logros, las hazañas, las proezas, los fracasos, los errores, las equivocaciones… Y cuando uno llega al final de su tiempo, no puede más que hacer balance y convertirse en una suerte de forzado juez de su aventura vital. Solo la magnanimidad de quien se juzga a sí mismo lo salvará del arrepentimiento de haber llevado una vida indeseada o malograda. Y solo también si uno escucha, llegará a entender mínimamente algo de quienes le rodean. Tiempo y escucha… hete ahí la fórmula maravillosa.
Decidí viajar de Madrid a Oviedo, esa Vetusta de “La Regenta” de Clarín, solo para la ocasión. Mi intuición me decía que no podía perdérmelo, que algo especial iba a ocurrir en La Noche Blanca del sábado 6 de octubre. Llegué a la capital del Principado de Asturias pasadas las tres y media, después de cinco largas horas de autobús. Me encaminé hacia la plaza de la Catedral de San Salvador, donde seis horas más tarde los carbayanos serían testigos de todo un acontecimiento. Paré antes a restaurar el estómago en “La Gran Vetusta” con fabes, merluza y arroz con leche. A las siete de la tarde me reuniría con Marco Antonio García de Paz, el director del coro “El León de Oro” —¡Ay, quien aún no los haya escuchado! ¡No sabe lo que se pierde!— para tener el privilegio de presenciar y disfrutar los ensayos del coro en una catedral vacía que, al anochecer, se abarrotaría de personas. He de decir que desde el comienzo sentí esa hospitalidad asturiana, sobria y noble, de todas las personas con quienes me encontré: desde el deán de San Salvador, don Benito Gallego Casado, quien me facilitó la tarea de observador y testigo acústico, pasando por los voluntarios de La Noche Blanca, hasta el canónigo don José María Hevia, quien había elaborado con entusiasmo de amante de la música, teólogo y astrofísico, el texto que iba de acompañar a las obras que sonarían esa memorable noche.
Vetusta despertaba a una noche blanca de oro y estrellas. Las nubes cubrían el cielo, y en las calles las gentes peregrinaban a la venerada catedral de la heroica y noble ciudad, donde un León de Oro les esperaba para cubrir de voces de estrellas el viejo templo y acercarles un universo sonoro con que abrigar sus almas: Rivedere le stelle, volver a ver las estrellas. Dos pases de media hora. Uno a las nueve de la noche y otro a las diez. En el programa, cinco compositores y cinco obras exquisitamente seleccionadas por Marco Antonio García de Paz; cuatro de ellas, primicias para los asturianos.
Comenzaba el recital con As one who has slept del compositor británico John Tavener con dos coros; uno pequeño, a modo de pedal vocal, en el pasillo de la nave central de la catedral y otro delante del altar. La obra de Tavener sirvió para eliminar ese a veces vasto vacío de la existencia humana introduciendo al numerosísimo público allí congregado en un estado de meditación. En ese estado, las voces de “El León de Oro” interpretaron Ich bin aber elend del alemán Johannes Brahms. El recital continuó con We beheld once again the stars (Contemplemos una vez más las estrellas), en cuyo pasaje central el compositor estadounidense Randall Stroope hace cantar y hasta casi gritar las insignias del mal. Más tarde llegó Duo Seraphim del letón Rihards Dubra, obra de gran belleza que refleja el canto celeste y el aleteo de los serafines. El recital concluye con Stars (Estrellas) de otro letón, Ēriks Ešenvalds, como colofón a la noche de los astros. Esta es una obra de bellísimas líneas melódicas acompañadas con los sonidos celestiales que producen las copas llenas de agua al frotar los dedos húmedos sus bordes. El público que abarrota la catedral aplaude y se pone en pie rendido ante las voces del coro originario de Luanco y agradecido por el mimo con que su director, Marco Antonio García de Paz, quiso acercar las estrellas a las gentes que allí acudieron. Esa noche, “El León de Oro” abrió un agujerito telescópico por el que se alcanzaron millones de años luz y se colaron las estrellas. Pasada la media noche, tomé el autobús de regreso a Madrid. Quienes conmigo viajaban, ignoraban que yo me había asomado a ese agujerito y que mis oídos fueron testigos de una maravillosa experiencia sonora.
A veces, cuando pienso en el mundo intelectual que habito —que a nadie le quepa duda de que el intelecto es mundo y, quizás, hasta universo—, concluyo que es un mundo pretérito e incluso preterido, solo presente y conocido en mí. Pretérito porque leo a los muertos; preterido porque muchos de ellos mueren en el olvido de los vivos. Sí, últimamente, no leo a los vivos. Pero los muertos que leo no son de esos inveterados en los siglos. Son muertos que vivieron vivos en mis años de vida y de quienes ahora escribo después de 8, 13, 26 o 31 años de no estar más… vivos.
En 1992 murió Juan David García Bacca. Sí, hace ahora 26 años. Pero no ha sido hasta hace apenas unos días que he sabido de su muerte y —¡vergüenza mía!— siquiera de su larga existencia viva de 91 años. Y lo hice gracias a otro muerto, muerto hace ocho años, que vive afortunadamente en las grabaciones que de su programa televisivo “A fondo” aún hoy uno en Internet encuentra: Joaquín Soler Serrano. Ellos dos, García Bacca y Soler Serrano, mantuvieron una entrevista en blanco y negro allá por el año 1979 en la que si hay algo que a mí me queda claro es que Juan David García Bacca no es un filósofo huraño ni estrambótico encerrado en su particular torre de marfil. Es un filósofo de humor hermoso, de lenguaje llano nacido de la propia entraña del pueblo. Eso es lo que procuraba él: ser filósofo para el pueblo. Y fue escuchando esa entrevista cuando irrumpió en mí la ilusión —esa “ilusión” de la que habla Julián Marías, otro de mis muertos leídos, en su Breve tratado de la ilusión— de indagar y leer alguno de sus libros —la mayoría descatalogados, preteridos. En mi elección de lectura tomé muy en cuenta el sincero consejo que García Bacca daba en aquella entrevista acerca de cuál de sus libros escoger entre su vastísima obra. No lo dudó: “Si yo fuese sincero, escogería Invitación a filosofar según espíritu y letra de Antonio Machado. Ese libro corresponde a toda la filosofía, inclusive la matemática y la física moderna, dichos en castellano aprovechándome de los diamantes literarios y filosóficos que son frases o versos de Antonio Machado [...] Todo, todo lo demás —sus otros libros—, son, si usted quiere, los pecados de mi vida pasada española”.
Indagué y descubrí que, en sus últimos años de vida —lejanos ya a la entrevista de marras—, García Bacca compuso un libro que tituló Filosofía de la música, su gran última obra. Este libro y el anterior que él mismo recomendaba me movieron a acudir a una librería de viejo que hay en la Calle del Espejo, en Madrid, para ver si, con suerte, encontraba algún libro del entrañable filósofo. Tuve suerte, y el librero de Menosdiez —que así se llama la librería— me proveyó de ambos libros en cuestión de dos días. En su lectura ando inmerso, y quien quiera saber lo que de ellos pienso, no tiene más que preguntarme cuando, quizás algún día, en el camino nos crucemos.
El poeta Gerardo Diego —otro más de mis muertos leídos— decía que lo que más definía su poesía era su vocación por expresar el ritmo y la música del universo en la música y el ritmo de su verso. Yo no aspiro a hacer versos, pero quizás sea mi vocación —al menos una de ellas— expresar los ritmos y las músicas del mundo intelectual que habito y presentarlo —hacerlo presente— a los demás con la ilusión de que a alguien le pique la curiosidad por conocer a esos mis pequeños grandes muertos preteridos.
P.S.: Joaquín Soler Serrano murió en 2010 (8); Julián Marías murió en 2005 (13); Juan David García Bacca murió en 1992 (26); Gerardo Diego murió en 1987 (31).
Cuando aquella tarde llegué a “La Nada”, repiqueteé en la puerta al ritmo de “el cangurito gentil” —al parecer, en México, esta sucesión rítmica se conoce como “chinga a tu madre, cabrón” y en Estados Unidos como “shave and a haircut, two bits“— y me abrió Carmen González Castro vestida de blanco (que no de novia). Cuando entré en “La Nada”, el estudio en que Carmen pasa las horas pintando de sol a sombra, allí estaba su amigo el profesor Antonio Muñoz Carrión, de quien en su día fue alumna. Nos presentamos y charlamos.
Unos días antes, Carmen me había dicho que quería presentarme a Antonio para que se uniera a esta serie de conversaciones que hemos titulado “A propósito de…”. Antonio le había propuesto hablar de un tema: “el recomienzo”. La sugerencia me pareció interesante y eso fue lo que nos unió a los tres una tarde de finales de agosto en el madrileño barrio de Lavapiés. Dos hombres y una mujer. Tres edades y generaciones distintas en momentos vitales distintos: Carmen, la más joven; Antonio, el más experimentado; yo, el ignorante y quizás, por ello, el más atrevido. Colocamos la cámara en el trípode y comenzamos a conversar sobre “el recomienzo”. Recomenzar. Volver a comenzar después de muchos años —quizás toda una vida— haciendo el mismo oficio o desarrollando la misma profesión, y además hacerlo con ilusión, con esa ilusión de la que Julián Marías habla en su genial “Breve tratado de la ilusión” que recomiendo leer porque, como decía José María Gironella en “Los fantasmas de mi cerebro”, allá por el año 1958, de Julián Marías emana “ese halo de autenticidad que en vano los falsos escritores pretenden poseer”.
No como justificación sino más bien como aclaración, la conversación que se reproduce en el siguiente vídeo no tiene ningún corte más que el del final por una mera razón técnica: la tarjeta de la cámara no tenía más capacidad y no pudo recoger los 45 minutos que realmente duró. Así que si a alguien el final le parece abrupto, que sepa cuál fue la causa. No obstante, todo el vídeo refleja, en mi opinión, la naturalidad y autenticidad con que transcurrió esa conversación. Al terminar, salimos en busca de una lugar en el que tomar algo y seguir conversando. Dimos a parar en la Taberna de Antonio Sánchez y confieso que allí proseguimos conversando hasta la media noche sobre cosas que jamás quedarán registradas más que en nuestros oídos y memoria…
A Carmen González Castro la conocí una tarde mientras yo caminaba con una amiga por el madrileño barrio de Lavapiés. Allí, a las puertas de “La Nada”, se encontraba ella liando un pitillo con aires de soledad buscada. Me acerqué y le di conversación −ignoraba yo entonces que de esa conversación callejera y fortuita surgiría la amistad−. Nos explicó que “La Nada” era el estudio en que pintaba. Me percaté de que Carmen tenía una pequeña cicatriz con puntos en la barbilla y yo, que no eludo hacer preguntas, la interrogué por esa marquita que no lograba afear su rostro ni una pizca. “Me pegué un porrazo con la bicicleta”, creo que dijo. El “interrogatorio” prosiguió y supimos que era pintora, que venía de Granada y que llevaba en Madrid un tiempo. Si la memoria no me falla −que podría ser−, le dejé mi tarjeta de visita: “Michael Thallium. No qué sino cómo. Creer, crear, comunicar y convivir. Greatness Coaching Research”. El tiempo hizo todo lo demás, es decir, que se encargó concienzudamente de hacer de aquel casual encuentro una amistad.
Son muchas las conversaciones que Carmen y yo hemos mantenido. Un día decidimos grabarnos mientras conversábamos y este ha sido el resultado de una serie de conversaciones que tenemos la intención de titular “A propósito de…”. En esta ocasión el objeto de nuestro diálogo es “la relación con el otro”. Habrá personas, seguramente, a quienes les resulte una conversación soporífera e irrelevante. A ellas les digo: “¡Túmbense y duerman!”. Y para aquellas personas a quienes, en cambio, les pudiera interesar, mi mensaje es sencillo: “¡Siéntense y sueñen!”.
Aquí dejo el vídeo de la primera de estas conversaciones a la que, probablemente −si la intención sigue firme y el impulso no decae−, seguirán otras cuyo probable final sea el que alguno de los dos, Carmen o yo, se sonría dentro de unos años al ver y escuchar lo que a la sazón creímos relevante y el tiempo convirtió en vete tú a saber qué.
A Julio Mora lo conocí unos años antes de que se jubilara. Trabajaba entonces para la división de elevadores de ThyssenKrupp y yo era su profesor de inglés. Su ingenio “ingenieril” le había llevado por muchos países del mundo y don Julio compartía conmigo sus andanzas de ingeniero montador de ascensores en lugares inverosímiles. Hombre perseverante —o cabezota, según se mire— y paciente, estaba empeñado en aprender inglés. Y a esa tarea me dediqué con él durante algunos años: yo a enseñarle y él a aprender. ¡Empeño jamás le faltó! Sin embargo, cuando miro atrás, no sé yo quién aprendió más de quién, pues creo que entre ambos se dio esa extraña amalgama que a veces ocurre entre maestro y alumno en la que los papeles se intercambian en una provechosa relación intelectual que, al final, deriva en una amistad sincera. Confieso que creo haber aprendido yo más de él que él de mí.
Más tarde, al jubilarse, descubrí su talento para una rara arte de la que yo no había oído hablar antes: los belenes en movimiento. Y es en este terreno de la miniatura en movimiento donde don Julio Mora aplica con más amor sus conocimientos de ingeniería para encontrar soluciones a esos movimientos que él pretende semejen naturalidad y realismo. Y si años atrás podría calificar a este miguelturreño —Julio nació en el pueblo de Miguelturra, en Ciudad Real— de perseverante y paciente, debo decir que verlo trabajar en su pequeño taller confirma lo que yo pensaba: es ingenioso, paciente, perseverante, meticuloso… ¿Cabezota? Eso habría que preguntárselo a su mujer e hijos.
Los años han hecho que Julio y yo nos hayamos convertido en una extraña pareja que de vez en cuando se une, muy temprano por la mañana, para caminar a paso veloz —tan veloz que a veces me lleva con la lengua fuera— y conversar de asuntos de los que solo entienden los buenos caminantes. Hete aquí que quizás sea yo ahora el alumno y don Julio el maestro.
Allá por 2004 escribí un artículo sobre la asignatura de religión que he releído en los últimos días para comprobar que, a pesar del paso de los años, anduve acertado en mi análisis y resulta tan válido entonces como ahora. Vaya por delante que mi conocimiento de la religión es “pagano”. En España, este asunto no ha dejado de estar de moda y suele reavivarse con cada enésima reforma educativa promovida por el Gobierno de turno. Hablo de la religión como hecho mundial —el conjunto de religiones—, aunque no tendré más remedio que singularizar ese vasto concepto y referirme al catolicismo. De antemano, expreso mi respeto por todas las personas que, independientemente de su confesión religiosa, son creyentes o practicantes, es decir, por todas aquellas personas a quienes las distintas religiones les hacen vivir mejor o ser más felices.
Yo he sido educado en un ambiente católico bastante flexible. Mis padres me inculcaron valores católicos, pero jamás me impusieron ninguno. De hecho, cuando llegó el momento de confirmar mi fe, de cumplir con el sacramento de la confirmación, no lo hice por una razón obvia: no tenía fe cristiana y, por consiguiente, menos aún católica. Creo que para mí fue bueno crecer cristianado, bautizado. Mis progenitores consideraron que eso era lo mejor para mí, es más, yo creí que esa era la única y verdadera religión del mundo. Al ir tomando uso de razón, fui formándome una opinión acerca del catolicismo y cuando llegó el momento, no solo no me confirmé, sino que me aparté del catolicismo como hecho religioso y pasé a comprenderlo como hecho histórico o cultural.
Curiosamente, desde pequeño me he sentido más atraído por la idea de dios que por la existencia de Jesucristo. Dicho de otro modo, no necesitaba la figura del Nazareno para explicar y entender mis creencias o mis valores. El cristianismo es una religión muy extendida en el mundo e igualmente lo es el islam. A pesar de las diferencias que existen entre ambas, lo cierto es que ambas coinciden en que el origen, lo que se conoce como el antiguo testamento o las historias que en él se cuentan, es el mismo. Los cristianos, en esencia, diosifican a su profeta y los musulmanes hacen lo propio con el suyo. Dos profetas: Jesús y Mahoma. Dos religiones igualmente hermanadas o enfrentadas históricamente.
Opino que toda religión que se impone sin dar opción a que uno piense por sí mismo y pueda disentir si así lo siente es mala. No soy católico ni musulmán ni judío ni hinduista ni budista… En otras palabras, no profeso ninguna religión. Soy intrínsecamente pagano y laicamente respetuoso con quienes profesan algún tipo de religión. Eso no quita que sea profundamente creyente en el conjunto de mis creencias y que las modifique o me deshaga de ellas cuando impiden mi crecimiento personal. Soy esotérico, muy interior, espiritual, si se prefiere. No me refiero al esoterismo como la mayoría de las personas lo entienden: la actividad de adivinadores, magos, brujos, echadores de cartas y demás caterva lucrativa y turba televisivoestúpida. Me refiero al hecho individual de darse cuenta de sí mismo, de ser consciente de ese conocimiento e intuición interiores propios del Ser humano. Me pregunto cuál sería el resultado de la impartición de una asignatura que fuese algo así como “Amor por el conocimiento” o “Amor por la sabiduría”.
Opino que en los países de tradición cristiana —en España, concretamente, católica— se debe impartir en las escuelas una asignatura que verse sobre la religión católica y la historia de las religiones. Para poder juzgar y formarse una opinión sobre cualquier cosa en la vida, hay que conocer lo que se tiene entre manos. Y no cabe duda de que el catolicismo en España ha tenido un papel histórico trascendental.
Parece que si eres progre debes estar en contra de la enseñanza de la religión en las escuelas y si eres conservador debes defenderla con cuchilla y diente. Izquierdistas y derechistas (o izquierdistas neutralmente centristas y derechistas centralmente neutros) se enciscarán en una discusión tan añeja como retrógrada alimentando el brasero de los tópicos de la España del siglo pasado. Aprender una religión (porque en la escuela no se puede hacer más que aprender) puede ser muy saludable siempre que en este aprendizaje no se evalúe cuán religioso se es, sino el conocimiento histórico, tradicional, de la religión. Toda religión es buena si hay gentes a quienes les sirve para vivir más felices y a otras para disentir y apartarse de ella sin ser estigmatizadas socialmente o sentenciadas a muerte. Si las religiones se estudiaran desde un punto de vista histórico o antropológico, si dejaran de verse como algo sagrado, abstracto, misterioso o mágico, probablemente, el número de sus seguidores disminuiría y todos comprenderíamos mejor la diferencia cultural o religiosa. En el fondo, lo que propongo es ejercitar el pensamiento crítico, aprender a amar el conocimiento, a vivir la sabiduría. Laico sí, pero no estúpido progre ni férreo conservador.
Cuando Sebastián Arroyo iba de camino con su príncipe Leopoldo hacia la ilustrísima villa de Bañosdecarlos para tocar junto a otros músicos, ignoraba que un mes más tarde, a su vuelta a casa en Fortaleza de Cocén, su esposa, Bárbara, yacería muerta y enterrada a los 36 años de edad. La noticia le cayó como repentino plomo de campana que se desploma al vuelo con ruido sordo y desgarrador. Era el verano de 1720 y “Sebas”, como le llamaban cariñosamente familiares y amigos, se quedó viudo y con cuatro hijos de edades comprendidas entre los cinco y once años. Aquella muerte había sido tan repentina como inexplicable. No era, empero, la primera vez que le tocaba sufrir la pérdida de seres queridos. Durante los trece bienaventurados años de matrimonio, Bárbara y Sebas habían perdido a dos mellizos y a otro hijo más. ¿Quién le iba a decir entonces a Sebas que sobreviviría a su primera mujer treinta años más? Un año y medio después de aquel doloroso verano, Sebastián se casó con Ana, quien le daría trece hijos más y lo acompañaría hasta su muerte, ya ciego, el 28 de julio de 1750.
Sebastián era un músico prodigioso, de oído fino, manos habilidosas y pies veloces que embrujaban a cualquiera que lo viera improvisar al órgano. La música corría en las venas de los Arroyo desde hacía muchísimos años y aún correría casi un siglo más hasta la muerte, en 1845, de su nieto Federico, nacido nueve años después de la muerte de su abuelo. Fue entonces cuando las aguas musicales de los Arroyo se extinguieron para siempre, aunque no en la eternidad, porque quiso la humanidad que la música de aquel genio fuera eterna y que, hoy y siempre, nos acompañase.
Ninguna lápida ni señal alguna indican el lugar de reposo final de Sebastián Arroyo. El día de su funeral, el 31 de julio de 1750, apareció una curiosa noticia anónima en una gacetilla:
El famoso Musicus don Sebastian Arroyo falleció el pasado martes día 28, a la edad de sesenta y seis años, habiendo fracasado rotundamente la intervención practicada por el reconocido oculista Juan Sastre y por las desgraciadas secuelas de la misma. La pérdida de ese hombre excepcionalmente capaz ha causado gran pesar en todos los verdaderos entendidos en música.
El calificativo latino de Musicus lo designa no como un mero ejecutante para cualquier evento ad hoc, sino como poseedor del más profundo conocimiento de la música y, hasta su mismo final, en búsqueda constante de la verdad: un verdadero estudioso de la música, un sabio.
Aviso para navegantes:
En alemán “Bach” significa “arroyo”.
Johann Sebastian Bach era como conocido como “Sebi”, diminutivo de Sebastián, en su círculo familiar.
“Bañosdecarlos” es la traducción que he hecho de la ciudad alemana de Karlsbad. Asimismo, Fortaleza de Cocén es mi traducción de la corte de Anhalt-Köthen, lugar en el que Johann Sebastian Bach sirvió como maestro de capilla del príncipe Leopold. Al parecer, la palabra “Anhalt” en alemán antiguo designa a un castillo-fortaleza (Fluchtburg).
María Bárbara Bach fue la primera esposa de Johann Sebastian Bach; Ana Magdalena Bach, la segunda.
Wilhelm Friedrich Ernst Bach, “Federico”, fue el nieto de Bach con quien se extinguió en 1845 la estirpe de compositores de la familia Bach.
Juan Sastre, el “reconocido oculista” es en realidad la traducción del infame charlatán inglés “John Taylor” que operó a Bach provocándole la muerte; curiosamente, fue este mismo pseudo cirujano quien operó años más tarde al también músico George Friedrich Haendel, provocándole igualmente la muerte. Así, Haendel y Bach comparten año de nacimiento, 1685, y “verdugo” accidental.
Suele decirse que buena parte de los descubrimientos son casualidad, pero igualmente suele decirse también que las casualidades no existen. El caso es que, bien por casualidad o por causalidad, hace unos días di con la música de un compositor del que jamás antes había oído hablar y del que —al menos hasta la fecha en que escribo estas palabras— no existe información en español. Sí que existen un par de páginas por Internet en inglés y alemán que hablan de él, pero la información escasa. Antes de desvelar el nombre de este compositor, permíteme, tú que has venido a parar aquí por alguna razón, que te desvele la cadena de “casualidades” que me llevaron a mí hasta aquí también.
Hace unos meses, escuché una grabación que los hermanos Pochekin hicieron de doce dúos para violín de un compositor ruso desconocido para el gran público llamado Reinhold Glière (1875-1956). Esa música me pareció bella. Conversando un día con Mikhail Pochekin, me dijo que confiaba en que, después de esa grabación, los músicos tocaran más música de Glière para darla a conocer a la gente. La curiosidad me llevó a escuchar más música de este compositor —por cierto, recomiendo la Sinfonía n.º 3 que JoAnn Falletta hizo con la Orquesta Filarmónica de Búfalo para el sello Naxos— e indagar sobre su vida. Hete aquí que al hacerlo, di con el nombre del compositor del que hablaba al comienzo: Leopold van der Pals (1884-1966). Enseguida me hice con las escasas grabaciones que existen de su música de cámara: Obras para violonchelo y piano y Sonata, Duo, Trio y 3 Fugas, ambas en el sello Polyhymnia. El Scherzo de la Sonata-Duo para violonchelo y violín, op. 55, me sorprendió por su modernidad y originalidad. Existe además una grabación de la Sinfonía n.º 1 en fa sostenido menor en el sello CPO que también recomiendo. La poca música que conocemos de Leopold van der Pals se la debemos al esfuerzo de uno de sus descendientes, el violonchelista Tobias van der Pals. El compositor y organista alemán Wolfram Graf también ha escrito sobre Leopold van der Pals. Es de ellos dos de quienes he sacado la mayor parte de información que sigue a continuación. No dudo en recomendarte que seas curioso y escuches la música de Leopold van der Pals. ¡Te sorprenderá! Y si ahora también tienes un poco más de tiempo, déjate sorprender por la vida de este compositor. ¡Que la curiosidad te acompañe!
Leopold van der Pals
Aunque su padre era holandés y su madre danesa, Leopold nació en el San Petersburgo de la Rusia Imperial. De familia culta, a la edad de 12 años, improvisaba al piano y comenzó a componer música alentado por su abuelo Julius Johanssen, quien fue profesor de contrapunto y director del Conservatorio de San Petersburgo en la década de 1890. Artistas de renombre como Pablo Casals, los hermanos Chaikovski y Anton Arenski acudían al hogar de los van der Pals e interpretaban música. Eso fue una fuente de inspiración enorme para Leopold.
Al ser el hijo mayor, el padre de Leopold quería que estudiara derecho y que siguiera con el negocio familiar, una fábrica de gomas llamada “Triugolnik”. Fue entonces cuando intervino la madre de Leopold, Lucy van der Pals, quien persuadió al padre para que permitiera que su hijo siguiera una carrera musical.
A los 19 años, Leopold dejó Rusia para continuar sus estudios en Lausanne, Suiza, con el famoso compositor y profesor de teoría Alexander Denéréas y con el violonchelista Thomas Canivez. Comenzó así una andadura cosmopolita que marcó su música.
En 1906, se casó con Marussja van Behse, de origen ruso y sobrina del escritor alemán y premio Nobel de Literatura en 1910 Paul Heyse (1830-1914) —considerado en vida el mejor genio después de Goethe y cuyos poemas musicaron Robert Schumann y Hugo Wolf entre otros— . De este matrimonio nacería en 1909 su única hija: Lea.
En 1907, después de cuatro años de educación musical básica en Lausanne, van der Pals se mudó a Berlín y, por recomendación de Sergei Rachmaninov, recibió clases del compositor ruso Reinhold Glière. Fue aquí donde Leopold van der Pals forjó amistad con muchas de las personalidades musicales de la época, entre otros: Nikisch, Weingartner, Hausegger, Eibenschütz, Havemann, Koussevitsky, Scriabin. Y fue en Berlín también donde conoció al filósofo y teósofo Rudolf Steiner, quien le causó gran impresión e introdujo la idea de evolución metamorfósica derivada de J. W. Goethe. De hecho, el 1 de enero de 1909, van der Pals ingresó en la Logia de La Sociedad Teosófica de Berlín. En 1910
Berlín era el crisol del desarrollo musical del postromanticismo. Leopold van der Pals experimentó con nuevas ideas armónicas y cadencias alternativas y fue entonces cuando forjó su expresión personal. Un híbrido de distintos estilos: romanticismo, impresionismo, tonalidad libre e inspiración de los folclores ruso y nórdico. La música de van der Pals en aquella época se consideraba muy moderna. Fue entonces cuando empezó a numerar sus obras con opus y abandonó todas sus anteriores composiciones.
Durante los ocho años en Berlín, desde 1907 a 1915, van der Pals fue muy prolífico y compuso sus primeros 30 opuses, concentrándose en obras orquestales de gran formato y Lieder. La primera sinfonía de van der Pals se estrenó en 1909 con la Orquesta Filarmónica de Berlín dirigida por Heinrich Schoultz. En ese mismo recital, también se estrenó el Concierto para violín en la menor a cargo del violinista Tor Aulin. La sinfonía tuvo muy buena acogida en la prensa y eso llevó a que sus obras se interpretaran extensamente por Europa y América. Entre otras obras, se interpretaron el Concierto para violín, op. 10, la Sinfonía n.º 1, op. 4, los poemas sinfónicos Wieland, El Herrero, op. 23, Primavera y otoño, op. 14 y La muerte de Pan, op. 24.
En 1915, Leopold van der Pals se mudó a Arlesheim, en Suiza, con su esposa Marussja y su pequeña hija Lea. Los años en Arlesheim fueron buenos. La carrera de Leopold marchaba bien, su familia estaba bien y componía prolíficamente y con inspiración. Fue allí donde comenzó su larga serie de composiciones de música de cámara para distintas formaciones musicales. Un cuarteto de cuerda, un trío para piano, un duo para chelo y violín y sonatas para piano, chelo y violín. En 1922, Leopold completó su segunda Sinfonía, op. 51, para gran orquesta, aunque tuvo que interrumpir la orquestación, porque su esposa, Marussja, cayó enferma. La familia tuvo que dejar Arlesheim para tratar la enfermedad. Comenzó así un periplo de once años que llevó a la familia a constantes cambios de residencia para encontrar el sanatorio en el que poder tratar a Marussja. Durante esos años, la familia no tuvo un hogar fijo, llegando a alojarse en unos 80 lugares distintos de Europa.
Llegaron los tiempos difíciles para Leopold van der Pals. Los tratamientos eran caros y Leopold tuvo muchas dificultades para seguir con su carrera musical. No pudo viajar para escuchar la interpretación de sus composiciones. Sin embargo, a pesar de todas las dificultades, Leopold siguió trabajando y en este periodo, aparte de música de cámara, también compuso cuatro grandes obras orquestales: su tercera Sinfonía “Rapsodia”, op. 73, la Suite Hodler, op. 74, basada en cuatro pinturas de Ferdinand Hodler, y dos óperas, La montaña de San Miguel, op. 71, y Mano de hierro, op. 85.
El fallecimiento de Marussja en 1934 afectó profundamente a Leopold, quien se retiró a Ascona, Suiza, para llorar la muerte de su esposa. En Ascona, Leopold escribió 80 poemas dedicados a la memoria y amor de Marussja. Leopold seleccionó 45 de estos poemas y les puso música. La obra resultante fue la op. 96, In Memoriam, con el subtítulo “Al espíritu de mi esposa”. Finalmente, Leopold se estableció en Dornach, Suiza, donde vivió 31 años más hasta su muerte.
A comienzos de la década de los años 30, van der Pals sufrió la pérdida de muchos allegados: su esposa, su padre y varios de sus amigos cercanos. Como siempre, encontró el modo de expresar sus sentimientos en las obras que componía. En este periodo escribió el Requiem y la tercera Sonata para violín, op. 101, cuyo movimiento central es “Marcha fúnebre”. Fue entonces cuando aprovechó para orquestar la segunda Sinfonía, op. 51, que había interrumpido por la enfermedad de su mujer. El estreno de la sinfonía estaba programado para un recital en Viena en 1937 bajo la batuta de su hermano Nikolaj van der Pals. En ese mismo recital, también se interpretaron la Sinfonía n.º 3 y el Concierto para violín. La actuación fue todo un éxito, lo cual suscitó numerosísimas críticas en toda Europa.
Aunque la música de Leopold van der Pals despertaba gran interés, la posibilidad de interpretar sus obras pronto se vio mermada. Los compositores y artistas modernos sufrieron el violento entorno político y los crecientes conflictos internacionales. Con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, todas las oportunidades se desvanecieron y muchos artistas emigraron a los Estados Unidos, donde las condiciones pintaban mejor. Leopold decidió quedarse en Suiza, incluso aunque eso significara distanciarse del entorno de la música moderna.
Leopold van der Pals fue un europeo auténtico durante toda la vida. Nacido y criado en la Rusia de los zares, de padre holandés, madre danesa, con estudios en Alemania y Suiza, donde finalmente se estableció tras muchos años de viaje. Hablaba al menos seis idiomas, muchos de ellos con fluidez, y sus amigos y conocidos provenían de todas partes de Europa, no solo de la escena musical, sino también de todos los círculos culturales y literarios.
La elección de los textos para sus siete colecciones de canciones (op. 1–3 y 5–8) refleja la actitud y amplitud de miras cosmopolitas que van der Pals mantuvo toda su vida. Aparte del alemán y el ruso, también eligió el japonés, croata y griego. Por muchos obstáculos que encontrase en el camino, Leopold jamás dejó de crear. Aparte de sus 252 opuses completos, también escribió poemas, artículos, críticas y los libretos para sus ocho óperas. Cuando Leopold murió el 1 de febrero de 1966 a los 83 años, su última obra, una ópera llamada “Isis”, quedó inconclusa sobre el piano.